Una exposición en el Museo Nacional junta la obra de Judith Gutiérrez, la artista ecuatoriano-mexicana cuya obra abarca textiles, dibujo y escultura, y se luce con el óleo y los pasteles. Sus paraísos son una mezcla del surrealismo latinoamericano con el arte popular.
La memoria es frágil y volver la mirada sobre la obra de Judith Gutiérrez (1927-2003) es poner en valor a una de las artistas más prolíficas e interesantes que ha tenido el país. La artista, cuya obra se desarrolló entre Ecuador y México, reivindica a muchas de sus colegas mujeres que han sido invisibilizadas. Su lenguaje particular, la minuciosidad y cuidadosa confección de sus cuadros y la variedad de técnicas y temáticas son parte de un mundo íntimo, riquísimo en detalles y en color.
El Museo Nacional (MuNa) inauguró, en septiembre de este año, una exposición que reúne piezas magistrales en distintas técnicas: desde tapices hasta esculturas, óleos, dibujos, pasteles, obra gráfica, instalaciones y libros.
Un tapiz enorme con el árbol de la vida, realizado en 1980, es pieza clave para iniciar el recorrido que da título a la exposición. En esa primera sala el paraíso es el motivo principal de su obra: Adán y Eva, el árbol frondoso, la serpiente, los frutos prohibidos y las aves coloridas, la sensualidad de los personajes y finalmente la expulsión están retratados en tapices y en óleos.
La exposición incluye algunas de sus primeras obras realizadas en los años cincuenta y se completa con otros detalles: contiene hojas de vida, catálogos de la artista, fotos de su obra e invitaciones a exposiciones, y también correspondencia entre Gutiérrez y La Galería, uno de los mejores espacios de exhibición y promoción del arte en los años ochenta y noventa, en la que se comunican para la realización de una de sus exposiciones.
Judith Gutiérrez, junto con Alba Calderón de Gil, se convirtieron en verdaderas innovadoras de las artes manuales en general y de las plásticas en especial. Tarjetas y prendas pintadas, álbumes, piezas únicas y múltiples de alta artesanía, tapices, objetos de cerámica, juguetes, distintivos, salían del taller Punáes que compartían, junto a varias mujeres creadoras del siglo XX, entre ellas, Araceli Gilbert de Blomberg, Yela Loffredo de Klein, Ana von Buchwald Pons, entre otras, que formaron parte de la llamada Escuela de Guayaquil en las artes plásticas contemporáneas.
Además, Gutiérrez fue un referente fundamental en la creación del grupo Artefactoría, nacido en 1982, en Guayaquil. Los nuevos aires que traía de México y que expuso en el museo del Banco Central de Guayaquil, con obra disruptiva y técnicas distintas, fueron inspiración para este grupo de artistas emergentes.
Rebeldía, espiritualidad y mucho color

Judith Gutiérrez Moscoso nació en Babahoyo en 1927, hija de un hacendado, Agustín Gutiérrez, y de María Moscoso. Su madre falleció en el parto y fue su abuela quien se encargó de la crianza hasta que ella murió. Según ha contado su hijo Miguel Donoso Gutiérrez, Agustín la llevó con él a vivir en su hacienda hasta que la niña se convirtió en una joven. Al cumplir los dieciséis años el padre decidió llevarla a estudiar en un convento en Riobamba, donde recibió una educación católica muy estricta.
Entre la hacienda en Babahoyo y el convento, Judith Gutiérrez nutrió sus primeros años de la libertad de la infancia, la rigidez de la educación del convento y los cuestionamientos nacidos de las lecturas de libros en la biblioteca de su padre. De esos aprendizajes germinaron en ella tres palabras: libertad, rebeldía y espiritualidad.
Judith huyó del convento con su enamorado, un señor García, y con él formó su primer hogar: tuvieron dos hijas. Luego se divorció, se casó con el escritor Miguel Donoso Pareja y se radicó en Guayaquil. Compartieron no solo el espacio familiar y los hijos, sino la militancia en el Partido Comunista, la literatura y las artes. Junto con otras artistas mujeres participó en grupos militantes como la Unión de Mujeres del Guayas, precursora de las organizaciones feministas ecuatorianas.
Decidió entrar a la Escuela de Bellas Artes de Guayaquil y recibió clases con César Andrade Faini. Su primera exposición fue justamente en ese espacio, en 1963.
Luego se radicó en México cuando Miguel Donoso Pareja fue expulsado del país por el régimen militar. Madre de cinco hijos, con todas las obligaciones que eso implica, y con la adversidad de su condición de migrante, logró tener su espacio y su tiempo para desarrollar su arte y su mundo espiritual, que por cierto fue vasto y se nutrió del catolicismo de su adolescencia, pero también del hinduismo, el indigenismo mexicano, el budismo.

Judith Gutiérrez es hija adoptiva de México y expuso en varias galerías y museos durante los años setenta. En 1982 fue invitada por el Gobierno ecuatoriano a exhibir algunas de sus pinturas en el Museo Nacional del Banco Central del Ecuador. Esta fue su primera gran actuación en el país. Luego se casó en terceras nupcias con el artista mexicano Ismael Vargas. En marzo de 2003 murió de un infarto en su casa-taller de Guadalajara.
Del barroco al naíf y más allá
Es difícil encasillar la obra de una artista como Judith Gutiérrez. La crítica ha tratado de describirla con algunas etiquetas: “barroco bizantino”, “bizantino tropical”, “barroco primitivista”, “barroco mestizo”, “arte naíf”, “arte popular”.
Sin embargo, su producción desborda estos calificativos. Más bien lo suyo es una escritura y se nutre de lo que ha sido su vida. Sus cuadros son narraciones colmadas de símbolos, de humor, de irreverencia. Su obra está llena de color, de los colores del arte mexicano y de los colores del campo costeño y el paisaje andino, la vida de las mujeres, el encierro del convento y la condición de migrante en México.
En su obra se entretejen recuerdos de la infancia y la juventud, las referencias al mundo mágico y onírico, el placer y el deseo. Uno de los cuadros de la exposición, por ejemplo, muestra a mujeres mirando desde sus ventanas las fiestas de Independencia en el Guayaquil de los años sesenta.


Otros presentan la vida dentro del convento, las niñas uniformadas en sus celdas. Ventanas y balcones permiten adivinar la vida de sus personajes casa adentro: la pareja que discute, el hombre que escribe, la mujer que fuma, la pareja que hace el amor, la casa de citas, la ropa tendida. Esas escenas urbanas dialogan con otras más oníricas, donde están presentes los sueños, la utopía primera, el paraíso.
El protagonismo de la naturaleza, las aves, los animales se dejan ver también en gran parte de su obra que hoy se podría leer como una reivindicación ecologista.
El toque tropical y mexicano
El crítico Juan Hadatty resume los temas que preocupaban a la artista: “A Gutiérrez le interesa el toque mágico, balbuceante, del poblador americano prealfabético, expresado en sus señales iconográficas. Con afecto hace suyos el sueño, la leyenda, el conocimiento, la religiosidad de aborígenes y mestizos”.
Y añade que “también es atraída por los mitos y fantasías de los habitantes del subcontinente, acerca de la sexualidad, la descendencia, el esfuerzo colectivo, los juegos, el dolor, la muerte, el culto a los antepasados, la libertad, la ética, la justicia, hasta la interpretación cosmogónica”.
Si bien nuestra artista sobresalió principalmente como pintora, laboró en todos los géneros y modalidades de las artes plásticas. Hizo con igual calidad escultura, artes gráficas, estampado, cerámica, ilustración, objetos de arte, diseño gráfico, artes aplicadas y decorativas, ensamblajes, tapicería y diseño de escaparates. Trabajó piezas tridimensionales desde sus comienzos con la misma intensidad, y creó objetos dentro de las artes decorativas (muñecas, platones pintados, maceteros); objetos de artes aplicadas (gorras, camisetas, insignias, banderines, collares, pulseras, pañolones o paliacates, figuras de cerámica), y objetos de arte per se o arte-objeto (cajas, urnas, libros de artista, conjuntos escénicos).
Judith Gutiérrez tiene una impronta particular. Sus paraísos están hechos de símbolos y rituales, de campos y animales, de aves y de cuerpos desnudos, de luces y de sombras. De caballos que vuelan y de peces, de toros bajo la sombra de un enorme árbol y de selvas, cielos y mares. En ella se puede sentir al Ecuador de colores tropicales de su infancia y se puede sentir a ese México de Frida y de los muralistas: están en cada trama minuciosamente dibujada, en el surrealismo latinoamericano, en su literatura. Sí. Cada una de sus obras cuenta una historia y se puede leer como un libro abierto.