Una de las mejores noticias de este año ha sido la premiación, en Italia, de la escritora esmeraldeña Yuliana Ortiz. En esta entrevista conocemos a la autora de Fiebre de carnaval, su novela con la que ganó la primera edición del premio IESS primo romanzo latinoamericano.

Finales de los años noventa. En el interior de una casa ubicada entre las calles México y Cartagena, en la ciudad de Esmeraldas, hay mujeres de distintas edades. Una de ellas es una niña que se divierte memorizando poemas de Nelson Estupiñán Bass y escuchando Vico C. Su nombre es Yuliana Ortiz, la bisnieta de Mama Doma, una curandera sabia y tierna a quien no conoció.
Finales del año 2022. En el interior de una cafetería del Centro Histórico de Quito está una mujer de treinta años. Viste pantalones acampanados, botas, gafas oscuras y luce una voluminosa cabellera afro. En unas horas presentará Fiebre de carnaval, su primera novela, en la Feria Internacional del Libro de Quito. Su nombre es Yuliana Ortiz, hace unos años publicó los poemarios Canciones desde el fin del mundo y Cuaderno del imposible retorno a Pangea.
En enero de este año Yuliana se convirtió en la ganadora de la primera edición del Premio IESS, por Fiebre de carnaval, a la ópera prima de autores latinoamericanos menores de 35 años. Un reconocimiento otorgado por la Organizzazione internazionale italo-latino americana (iila), Energheia Associazione Culturale Matera, Edizioni SUR y Scuola del libro. En su texto el jurado destacó “el registro fuertemente popular y los destellos de sorprendente lirismo” que Ortiz imprime en su primera novela.
—¿Dónde comenzó tu conexión con la literatura?
—Todo comenzó en Limones. Vengo de una familia proletaria. Trabajadores de la tierra y jornaleros. Mis tías y mi mamá trabajaban, pero también estudiaban en la universidad. Todas leían muchísimo y les interesaba la poesía oral. Recuerdo que las acompañaba a encuentros literarios que se organizaban en calles o en plazas. La literatura siempre estuvo presente en mi vida; también ese vínculo con la cultura afroesmeraldeña y la educación etnocéntrica. A mí no me enseñaron sobre la conquista, sino sobre la colonización. Leía mucha poesía negra, sobre todo, la de Nelson Estupiñán, y memorizaba sus poemas.
—¿Eso de memorizar poemas era algo que te imponían?
—Para nada. A mí me encantaba y me la pasaba superbién. Seguramente para otros niños sí era una imposición. Aprendí a hablar muy temprano y tenía buena memoria.
—¿Te acuerdas de esos poemas?
—Me acuerdo de “Canción de niño negro y del incendio”, un poema largo de Nelson Estupiñán; y de “Aniversario” de Medardo Ángel Silva. Me ayudó mucho que en ese tiempo mi mamá trabajara en una biblioteca y que mi familia estuviese vinculada a la educación. Después, al lado de mi casa, había vecinos que eran raperos y que siempre se ponían a improvisar. Me gustaba escucharlos, porque para mí la música siempre ha sido otra forma de poesía.
—Cuéntame de tu mamá que trabajaba en una biblioteca.
—En la biblioteca mi mamá hacía de todo, incluso la limpieza. Ella siempre ha sido una persona superestricta y a la que le gusta leer mucho. Me tuvo cuando tenía veinte años. De niña la veía leyendo y creo que, por eso, fue más fácil que me gustara la lectura. Me regalaba muchos libros infantiles, entre esos unos que eran para recortar unas muñecas de papel a las que luego vestía. En casa nunca tuvimos muchos electrodomésticos ni juguetes, pero sí muchos libros.
—¿Qué tipo de libros?
—Los libros que se publicaban en Esmeraldas. La mayoría mal editados, porque no había un proceso editorial. A mí mamá le gustaba leer lo que escribía Julio Micolta, un poeta esmeraldeño. También tenía varias ediciones de Nelson Estupiñán, Adalberto Ortiz y literatura que llegaba de Cuba, porque había mucha gente comunista en Esmeraldas.
—¿De dónde viene ese vínculo de los esmeraldeños con el comunismo?
—Cuando era niña conocí a varias personas que se habían ido a estudiar a la URSS. También creo que es por la negritud. Es difícil ser una persona negra y no entender las opresiones. Por más que te quieras hacer el tonto van a llegar en algún momento y a explotar en tu cara. La negritud te obliga a tomar conciencia del espacio que habitas y de la lucha, porque todo se pelea: la libertad, la tierra, la casa, la paga. Cuando todo era más irregular, me acuerdo que había peleas por las rebajas de los sueldos, porque no había luz o agua, o por el narcotráfico y la gente se tenía que apalencar (me gusta esa palabra, porque pienso en la idea del palenque) para reclamar. Con este tipo de vivencias o te destruyes completamente o tomas conciencia. Es difícil que haya un término medio.
—¿Y cómo fue vivir en un matriarcado?
—Más que matriarcado, pienso que era un ambiente mujerista. La idea del matriarcado está atravesada por un ethos distinto al de la realidad en la que viví. Crecí en un espacio construido por mujeres, que es algo que pasa generalmente en los barrios de Esmeraldas. En un barrio proletario negro es más fácil que un hombre consiga trabajo y por eso muchas mujeres se quedan en casa. Ahí se generan unas crianzas y maternidades compartidas. Una crece con todas las tías, primas y hermanas mayores.
—Crece con todas las ñañas, como en Fiebre de carnaval.
—Yo pensaba que eso era algo que solo pasaba en Esmeraldas, pero cuando salí de ahí me di cuenta de que también sucede en otros lugares y que muchas personas han sido criadas, principalmente, por sus tías, ñañas, abuelas o abuelos, porque los padres tienen que trabajar. Yo pasé mucho tiempo en los trabajos de mi mamá y de mis tías. Recuerdo, sobre todo, el tiempo que estuve con una tía que era secretaria en una cooperativa de taxis porque pasábamos escuchando a Shakira.
—¿Dentro de este mujerío, ¿cuál fue el papel de tu bisabuela curandera?
—Siempre me parece importante hablar de las curanderas y curanderos, porque durante la esclavitud salvaron a muchas personas. Si te pegaban y te rompían, ellos eran quienes te ayudaban a curar el cuerpo. Estuve en un taller de archivo colonial con una investigadora venezolana, que trabaja con documentos médicos. En esos archivos uno puede confirmar cómo el médico habla de los cuerpos negros con flagelaciones, amputaciones o quemaduras. Todo ese dolor del cuerpo fue sostenido por los curanderos y curanderas, gracias a su sabiduría y conocimiento sobre plantas. En los barrios en los que crecí siempre había una abuela o un abuelo que sabía curar.



—¿Qué te contaron de Mama Doma?
—Que tenía buena mano como curandera, pero sobre todo que era una persona muy tierna y amable. Ella no creía en el castigo físico, cosa rara en esa época y en la actual. Sabía mucho de plantas y protegía a mucha gente. Mi abuela heredó esa práctica, pero luego se dedicó más a su trabajo como profesora. Sé algunas de sus recetas medicinales porque mi mamá vivió con ella mucho tiempo. Recetas para curar la infección vaginal, las vías urinarias, quemaduras, lesiones y manchas.
—¿Cómo fue la vida en la casa de las calles México y Cartagena?
—Esa era la casa de mi abuelo. Ahí viví poco tiempo, pero iba siempre de visita. Me gustaba porque había mucha música, fiesta y gente inteligente que leía. También me gustaba porque escuchaba a mi familia hablar sobre sus anécdotas. Como son gente de islas tienen historias de naufragios y de navegantes. Cuando la gente que era chiquita creció hubo un choque cultural. Escuchar y bailar reguetón y champeta fue algo problemático. Me acuerdo de “La Quemona”, una canción con una letra muy fuerte que enojaba a los mayores. A mí me interesaba ver esos choques generacionales.
—Fuiste de esos jóvenes que salió de Esmeraldas, ¿qué recuerdas de esos primeros años en Guayaquil?
—El racismo. Guayaquil es una ciudad muy racista. Tú no ves personas negras ocupando espacios de poder y eso es un problema. En ese tiempo se me hacía raro, pero no tenía las herramientas para nombrarlo sin miedo. Hay unas divisiones coloniales del trabajo evidentes, donde la gente negra está solo en el servicio. Además, vive arrinconada en barrios como Trinitaria o Monte Sinaí. Cuando llegué me preguntaban qué hacían mis papás y se les hacía raro cuando les respondía que los dos son ingenieros. Descubrí que en Guayaquil se asume a la mujer negra, que está en el espacio público, como una persona sexualmente accesible, y eso genera un montón de violencia. También aprendí que ningún movimiento político es ideal.
—¿Vivir en esta ciudad te ayudó a definir posturas políticas?
—Mi familia es de izquierda. Mi mamá y mi papá tienen una postura radical en torno a la migración. Ellos decidieron que nunca se iban a ir a España, porque lo veían como una forma de neocolonización. Esas son ideas que tengo presentes desde muy niña. Mi mamá y mi papá son superarraigados a su territorio; son gente que lucha mucho por la dignidad y que prefiere vivir empobrecida por el sistema, pero sin renunciar a sus ideales.
—¿Y de la sororidad?
—Personalmente, creo que cuando empezamos a teorizar todo se generan muchos problemas porque el papel aguanta todo. En el papel puedo decir que soy feminista de izquierda o que soy sorora, pero en realidad lo que cuenta es cómo me comporto con la gente. Ahora no puedo decir que soy feminista de izquierda, pero sí que soy antirracista. El antirracismo es una postura frente a la blanquitud, que para mí es de donde se derivan los problemas de género y de clase. Las mujeres de mi casa no hablaban de feminismo, pero en la praxis eran feministas y sororas.
—En este antirracismo, ¿qué papel ha tenido tu cuerpo?
—Mi cuerpo comenzó a cumplir un papel cuando lo dejé de ver como un problema, que es algo que sentí durante toda mi infancia y adolescencia. En el colegio me hicieron mucho bullying por tener senos pequeños y porque mi cabello se desgreñaba por ser completamente afro. En un momento decidí dejar de luchar contra mi cuerpo y permitir que sea como es. Resolví que iba a enfrentar la vida con la cara que tengo. En este contexto las lecturas sobre antirracismo me han ayudado a verme como un ser completo. Ahora estoy releyendo a Johan Mijail, que tiene un libro que se llama Manifiesto antirracista, y una escritora que es lesbiana y negra, que se llama Yolanda Arroyo Pizarro. Ella es la autora de Caparazones, una novela deliciosa.