Estrellas que nunca están dormidas: Mi vida con David Bowie

Estrellas que nunca están dormidas: Mi vida con David Bowie
Mundo Diners rinde tributo a David Bowie, uno de los músicos más influyentes de su era, quien murió con cáncer el 11 de enero de 2016, a la edad de 69 años.

Mi vida con David Bowie

Por Gabriela Wiener

 The way we were

¿Dónde estabas cuándo escuchaste por primera vez a David Bowie?

David Bowie y yo nos conocimos alrededor del año 1988, en el techo de mi casa —que ahora llamamos terraza— en el distrito Magdalena de Lima, y desde el primer momento supe que nunca más podríamos separarnos. Yo era yo y él era un casete de esos recopilatorios con los títulos de las canciones escritos con lapicero Bic. Ya no recuerdo quién me dio ese casete, pero sí recuerdo que la canción Rebel,Rebel me hacía bailar como una posesa entre la ropa tendida y los ladridos de mi perro. Y recuerdo Héroes haciéndome volar sobre el cielo gris y neblinoso de la ciudad hasta —yo entonces no lo sabía— el muro de Berlín, donde los disparos pasaban por encima de las cabezas de las parejas que se besaban. Y lo que me contaba Bowie en esas primeras tardes que pasamos juntos era que todos, incluso una adolescente limeña con inseguridad patológica, podíamos ser héroes, aunque sea solo por un día.

Los amores adolescentes suelen ser combustibles y efímeros. Ese casete se perdió entre cajas y mudanzas como se pierden esas fotografías de la mejor amiga del colegio a la que nunca volveremos a ver.

Para nuestro segundo encuentro yo seguía siendo yo —qué se le va a hacer— y él tocaba el saxo en el video de Modern Love, ese clásico, que pasaban en los programas retro de MTV. Escuchar a Bowie era genial, pero verlo era simplemente glorioso. Aún con esas hombreras y esos bailecitos codo-para-afuera tan ochenta. Tenía un ojo violeta y otro azulado. ¿Se podía ser más sexi?

Nuestro tercer encuentro (ya por la época de Absolute Beginners) fue más cerebral por mi parte. Cuando conoces a un chico así, naturalmente quieres saber todo sobre él, saber todo de su vida, saber de dónde viene. Así que, como la novia obsesiva que soy, me puse a hurgar en su pasado, escuché todos sus discos, leí las cosas que decía, vi todo cuanto estuviera registrado en video. Y siempre quería más. Las novias (y novios) obsesivos de Bowie somos así: insaciables.

Fue por esa época cuando llegué al glam con casi 30 años de retraso. Por fin había dejado de ser una adolescente con inseguridad patológica para convertirme en una veinteañera con inseguridad patológica. La universidad era territorio hostil. La vida de los otros era territorio hostil. El sexo había dejado de ser una experiencia sórdida y lúdica para convertirse en un juego de poder. No había glamur alguno en las clases de teoría literaria.

Entonces fue cuando David Bowie me enseñó a pensar que, si él podía ser una chica sexi, tal vez incluso hasta yo podía serlo. Me enseñó que uno podía haber nacido llamándose David Robert Jones pero podía vivir siendo lo que quisiera; que uno podía retorcer la tradición, la estética, los géneros, retorcerse uno mismo hasta convertirse en una estrella, una mujer o un alien, todas las cosas que yo soñaba con llegar a ser. Él se había convertido en Ziggy Stardust: un álter ego andrógino de pelo rojo y enterizo de licra con una sola pierna que es hasta el día de hoy el ícono absoluto del glam rock.

Incluso hoy cuando le preguntan por las años de Ziggy, suele decir que tuvo miedo. “Llegué a tener dudas sobre mi propia cordura. Sentía que Ziggy no me dejaría en paz durante años”. Y en cierto sentido así fue. Durante muchos años Ziggy y Bowie fueron la misma persona. Extravagante, eufórico, entregado totalmente a su personaje dentro y fuera de los escenarios, Bowie creó por lo menos un par álbumes emblemáticos —The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars (1972) y Aladdin Sane (1973)— que devoré con la misma pasión con la que empezaba a leer a Silvia Plath.

Mientras yo fantaseaba con la brillantina, las culebras de plumas y las mallas atigradas de lo que fuera el glam, David ya se había reinventado por enésima vez. Había sido el Delgado Duque Blanco, había sido adicto a la cocaína, había pasado de ser una estrella de rock a ser una estrella del pop, y había aparecido en películas como El ansiaLaberintoLa última tentación de Cristo o Twin Peaks.

Hasta ese punto, debo admitir, mi historia personal con David Bowie había sido tortuosa, inconexa, dislocada y discontinua; como si realmente no hubiéramos estado preparados el uno para el otro. Y era yo la que siempre había llegado tarde. Pero en 1998 ocurrió algo mágico, algo que ocurre cuando alcanzas la edad justa para escuchar un disco que termina hablándote directamente a ti. Outside había salido en 1995 pero yo no lo escuché hasta tres años después, justo cuando empezaba la relación más importante que he tenido en mi vida. Fue un hecho epifánico, nuevamente, aprender esa “sucia lección del corazón”. Y lapidario: en Perú de los noventa todo ocurría afuera, la música estaba afuera. Y no había ningún infierno como un infierno viejo…

Outside fue el primer disco que compramos (ya en plural) en original, no pirata, y lo celebramos casi como un rito de paso a la adultez.

Para la época de Heathen (2002), su vigésimo álbum, yo ya trabajaba en un periódico muy grande. Había pasado de ser una becaria prometedora a una redactora resignada. Y necesitaba algo más. La inolvidable portada de Heathen, con el artista en traje y corbata, los ojos completamente blancos como un zombi, volvió a darme pistas sobre en qué me estaba convirtiendo. Y no quería ser una muerta viviente de oficina. Recuerdo haber llorado escuchando la canción Slip Away, tan llena de prematura nostalgia (“down in space is always 1982”), de personajes que se escurren y se buscan en el tiempo. Un año después dejé todo y me escurrí también, me fui de mi país y emprendí mi propia búsqueda.

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The next day

Elipsis: la exposición David Bowie is, que acaba de inaugurarse en Londres, vendió el primer día más de 50 000 entradas, un récord absoluto en la historia del Victoria & Albert Museum y para casi cualquier galería en el mundo. Hasta el 1 de agosto, los afortunados asistentes podrán comprobar la grandeza de sus aportes a la música, el teatro y la moda. Más de 300 objetos personales, unos 60 trajes, partituras, fotografías, discos. Una auténtica panorámica de su vida y milagros.

Ahora vivo en Madrid y tengo una hija a la que le encanta la película Laberinto. Tengo 37 años y estoy, aparentemente, a punto de ser parte de la “generación anterior”. El mundo es diferente para David y para mí. Es un mundo plagado de redes sociales y desastres. Un planeta en crisis. Camino por la Gran Vía madrileña comunicándome con la tierra a través de mi teléfono y entonces leo la noticia. Bowie acaba de lanzar un nuevo disco. En este nuevo mundo no tengo que esperar a ir a la tienda o que alguien me haga una copia para escucharlo. Puedo descargármelo en un minuto y escucharlo en el teléfono antes de avanzar 40 pasos. Antes de divisar la Puerta de Alcalá ya he escuchado dos canciones. Y son maravillosas.

El video de la canción The Stars (Are Out Tonigth) —primer single de The Next Day, este último y esperadísimo disco— explora dos aspectos cruciales de la cultura popular: el paso del tiempo y la circularidad de la lucha generacional. Como si se tratara de una sit com, los protagonistas, la siempre genial Tilda Swinton y el propio Bowie, retratan al burgués del siglo XXI, tan consumista como excéntrico, tan conservador como pretendidamente audaz. Somos nosotros, los de la “generación anterior”. Sus enemigos en el video son una serie de stalkers y vecinos ruidosos que reproducen, he aquí lo grande del video, la estética y maneras inventadas por el cantante durante casi cinco décadas. Así, Bowie desdobla su propia identidad para personificar a la vez al pop y su crítica, al padre y al hijo, a la estrella y al fan, al hombre y a la mujer. Él y yo.

The Next Day es un disco glorioso, representa la síntesis de algunas de las mejores etapas de David y, como toda obra maestra del pop, representa exactamente lo que los fans queremos que represente. Yo lo encuentro lleno de melancolía y acidez y romance y misterio. Lo encuentro lleno de desafíos. Y sí, es como si tu primer amante volviera de ultratumba —o de una tarde lejana en Lima, la gris— solo para demostrarte que sigue siendo sexi. Mientras escucho una y otra vez el disco, pienso en esas figuras que circulan en un eterno retorno hacia delante. Pienso en la niña que bailaba sobre los techos de Lima y en cómo las estrellas de rock, aunque tengan 30 años más que tú, siempre tienen diez años menos que tú. Ese es su deber y su privilegio.

Bowie ha vuelto para decirme ahora que vivimos siempre cerca de la tierra, nunca del cielo, para preguntarme dónde estamos ahora, para contarme que las estrellas nunca duermen. Las vivas y las muertas. But I hope they live forever. (Este tema se publicó en octubre de 2013).

Notas relacionadas:

– David Bowie dies of cancer aged 69

– El nuevo disco de David Bowie, «Blackstar», plagado de pistas sobre su muerte

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