Por Lenin Oña.
Fotografías Christoph Hirtz.
Edición 428 – enero 2018.

Nacido en Chunchi, en 1953, Jesús Cobo es uno de nuestros mejores escultores, gracias, entre otros méritos, a la constancia con la que se ha dedicado a la profesión que le tentó desde la adolescencia. Comenzó su formación en el colegio Daniel Reyes, de San Antonio de Ibarra, y vino a Quito a co mienzos de los años 1970. En un ambiente académico más propicio, con una docencia prioritariamente procedente de la antigua Escuela de Bellas Artes, y un equipamiento mal que bien adecuado, se le abrieron perspectivas prometedoras, y él se entregó con alma y vida a recorrerlas.
Echando cuentas, Jesús le ha dedicado al arte algo más de medio siglo, sin haberse comprometido con la corriente del arte conceptual que es la que imprime el sello de contemporaneidad al desempeño del arte actual. Él ha sido un leal y prolífico epígono de casi todas las vanguardias modernistas, que marcaron con signos indelebles la primera mitad del siglo XX. ¿Significa esta constatación que se lo catalogue de “rezagado”, demodé o algo por el estilo? No, porque como él hay muchos creadores regados por el mundo que prefieren los lenguajes, y sentidos de una práctica milenaria que culmina con aquellas vanguardias. No, porque la batalla entre modernistas y posmodernistas (dígase conceptualistas) no es tal, sino un simulacro, ya que el arte es ficción ante todo.


El paso de Jesús por el realismo deja unos bellos desnudos femeninos que parecen flotar en espejos metálicos, incorporando y desafiando al contemplador; además, el busto del fundador del coro de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, el maestro Óscar Vargas Romero, y la imagen broncínea de Eloy Alfaro, que enarbola una antorcha libertaria —¿concesión del artista a las exigencias simbolistas de los promotores?— ubicada frente al discreto obelisco del parque de El Ejido, que recuerda dónde fueron incinerados los restos del Viejo Luchador, masacrado junto a sus lugartenientes por la turba curuchupa.
El paso que Jesús había dado, antes de aquellas esculturas públicas, hacia el abstraccionismo, fue con tallas en madera que remiten a las figuras en reposo de Henry Moore, pero que omiten el delicado movimiento que el maestro británico conseguía insuflarles. Otro organicista, Jean Arp, fue el referente —remoto más que próximo— para una serie de mármoles bien logrados, entre los que se destaca una pieza de gran dinamismo y atractivo visual, de etérea delicadeza y, a la vez, fluidez y fuerza: Viento de 1988.
La cuestión de la filiación estilística depende de las ideas y modelos que sustenten los propósitos de cada artista y de los referentes que elija para cumplir sus metas creativas. Cobo lo sabe y añade más nombres ilustres a los citados: Constantino Brancusi, Barbara Hepworth, Alexander Calder, Jaime Andrade Moscoso… Lo cierto es que ha sabido elegir a sus maestros y ponderar lo que le puede aportar cada uno. Más aún, es consciente de que los maestros solo señalan una senda, un rumbo, que cada quien deberá transitarlo a su manera, contando con su propio equipaje y de acuerdo a sus particulares intereses y posibilidades.
Es consciente, también, de que para un creador resulta imperativo saber diferenciarse de todo lo que ha visto y ha aprendido para consolidar signos fehacientes que le permitan rubricar un sello propio. Así, se ha convertido en un explorador de temas y materiales.


En la serie Urbano, expuesta en el Museo de la Ciudad (Quito, 2000), se aprecia que tenía bien asimilados los tópicos anteriores y que los sabía manejar a su antojo. Con citas al barroco, al expresionismo y hasta al minimalismo, en lo fundamental constituye un homenaje a la capital ecuatoriana, joyel del arte colonial hispanoamericano. Aparecen columnas, escalinatas, altares dorados con pan de oro y varias versiones libres (expresionistas las mejores) de la virgen epónima, que Bernardo de Legarda, siguiendo el Apocalipsis de San Juan, sitúa sobre una afilada luna creciente. Luna que se convierte en signo abstracto, independiente de la alusión a la simbología religiosa.
Un saludable toque de humor revela la Vitrina, un marco lítico que exhibe un zapato femenino, dorado y de esbelto taco; sin duda, es un guiño a la ciudad nueva, consumista y pretenciosa. Más que como una “escultura” tradicional cabe apreciarla como una instalación, si se trata de satisfacer apremios taxonómicos.
Figuras que le obsesionan
Los derroteros de este infatigable inconformista lo han llevado a lejanas tierras para estudiar, investigar, informarse, exponer y, por cierto, hacerse acreedor de valiosos reconocimientos y premios. Son tantos que hay que recurrir a su hoja de vida, pues integrarlos a esta nota agotaría el espacio que se le ha asignado.
En 2001 presentó en el Club de la Unión (Quito) una muestra de bodegones abstractos, algunos muy coloridos, la mayoría en amalgama de distintos materiales: mármol, bronce, hierro, acero inoxidable, piedra; todos de refinada factura y críptico erotismo.


El 2007 expuso en Chicago una selección de obras y, en el Centro Cultural Metropolitano quiteño, un conjunto de veintidós piezas, siempre en la tónica de combinar diversos materiales, a veces recurriendo a uno de sus signos preferidos, la angosta silueta de la luna creciente; aunque en Puerta del Sol toca el tema incaico —la puerta romboidal— reforzado por el uso de piedra volcánica. Todo el conjunto se rige por la búsqueda lograda del equilibro compositivo, y hay una novedad: el acercamiento al diseño plano, gráfico, como se observa en Ventana y en Aspectos significantes.
2013: exposición en Doha (Qatar). 2016: Centro de Arte Contemporáneo (Quito), con una nueva exploración: la plancha de acero que requiere de suelda. El tema favorito: el toro bravío, de casta, para recrear el tema mitológico de la tauromaquia y culminar en un minotauro. De manera aleatoria, dos torsos, uno femenino, otro masculino, para satisfacer una pasión bien atesorada: la simetría. Una Furia, una Pareja, dos Sirenas de formas y blasones neolíticos. Gallos cantores. Son obras que revelan la pasión de Jesús Cobo por la forma y la materia.
En esta misma revista, hace dieciocho años lo apreciaba como “un escultor en marcha”. Ahora constato, una vez más, que ha tocado varios puertos y que, con ánimos renovados, prosigue su aventura creativa.