Viaje al Caribe de García Márquez

Por Santiago Gamboa

1. Aracataca

La carretera que va desde el mar Caribe hacia Aracataca es una cinta plana con leves ondulaciones. Detrás quedan los manglares de Ciénaga Grande con sus pescadores de pargo y róbalo, sus casas sobre pilotes de madera y los palafitos de los pueblos lacustres, donde la vida parece algo que se debe luchar a pleno sol.

La antigua Zona Bananera aparece a los dos lados de la carretera llenando de verde el horizonte. El banano ya no es el gran producto de la región y la gente ya no recuerda la famosa “masacre de las bananeras”, cuando el ejército de Colombia disparó contra tres mil huelguistas —allá por 1928— para proteger los intereses de la United Fruit Company, la compañía norteamericana por la cual al país, en Estados Unidos, le decían despectivamente “República bananera”. La compañía cambió de nombre y ahora se llama Chiquita Brands Company.

Hoy el gran cultivo de la región, el nuevo producto de exportación, es la palma africana de la que se extrae aceite. El paisaje ha cambiado. En lugar de las hojas rectangulares y verdes del banano se ven los espigados troncos de las palmas y sus hojas verde oscuro abiertas en elipse.

Más adelante llegamos al desvío que lleva a Aracataca y Alberto detiene el carro junto a un grupo de hombres en motocicletas. Se dirige a ellos para preguntar si la vía es la correcta.

—Sí —dice uno de ellos, mirando hacia adentro del carro en actitud maliciosa.

Luego Alberto me explica que son informantes de los “paras”, pues a pesar de que oficialmente ya no están en la zona siguen teniendo el control.

Pasado el cruce, la carretera se convierte en una amplia avenida de entrada al pueblo, calcinada por el calor pero con árboles de sombra a los lados. Se ven casas en cemento con grandes terrazas, pintadas de colores vivos. Rojo, azul, amarillo. Se escucha música vallenata y se ven niños montando en bicicleta, sin zapatos y sin camisa. La calle se llama Calle de los Turcos por su comercio, y tiene árboles de almendros. En los comercios la mercancía está colgada de las puertas, como en los bazares árabes, y tienen nombres llamativos como El regalo o El milagro. Avanzamos hasta la plaza principal y allí nos detenemos, delante de una vieja casa con techos de zinc. La plaza central de Aracataca tiene almendros y ficus. Los niños juegan balón y la gente está sentada en las tiendas que la circundan. Es mediodía, la hora de más calor. Del centro de la plaza veo venir a una viejita con una sombrilla y me digo: “Podría ser Úrsula Iguarán”. En la tienda de la esquina, empiezo a ver las primeras referencias al mundo de García Márquez: un cuadro mural en el que se ve una casa azotada por un furioso vendaval lleva como título Tormenta en Macondo. Luego, un microbús aparece en la esquina de la plaza y se detiene; sobre la puerta del vehículo está escrito “Línea Nobel”. Claro, Aracataca es la ciudad del Nobel. Le pregunto al dueño de la tienda de refrescos si conoce a García Márquez y me dice que no: “Él nunca viene por aquí”.

En la alcaldía conozco a Rafael Darío Jiménez, director de la Fundación Casa Museo de Gabriel García Márquez. Con él volvemos a salir al sol homicida del mediodía y caminamos unas pocas cuadras, hasta la avenida Monseñor Espejo y la esquina con la calle Nariño.

Ahí, sobre el costado izquierdo, está la casa.

Según dice García Márquez en sus memorias, el disparador de su obra literaria fue cuando acompañó a su madre a vender esa casa. La familia ya vivía en Barranquilla y para el joven Gabriel, que había sido criado en ella por los abuelos, volver a ver esos muros y el techo de zinc y el patio con un gigantesco ficus era como entrar a un territorio neblinoso que solo podía ser recuperado a través de la escritura. Hoy la casa tiene en su fachada una reproducción del momento en que el rey Gustavo de Suecia le otorga a Gabo el Premio Nobel. Y en la terraza hay una gigantesca mariposa amarilla en honor a Mauricio Babilonia.

En el living hay varias mesas con antiguas fotografías de la familia, viejas ediciones de Cien años de soledad y un árbol genealógico. En la habitación de al lado, que debía corresponder al salón comedor, Rafael tiene expuestos los amarillentos recortes de prensa que ha ido guardando por años. En ellos se ven imágenes de García Márquez y de los escritores de su generación. Al fondo está el patio y una segunda construcción de madera, con los dormitorios y el célebre ficus, el árbol de sombra por excelencia, acompañado de árboles de castaño. En el patio está también la cabaña donde dormía el servicio, que en la época de Gabo era una familia de indígenas wayuu proveniente de La Guajira. Según Rafael, la inspiradora de Remedios La Bella era la hija menor de esa familia. Por lo demás, la casa está vacía y es necesario poblarla con la imaginación, escuchar los ecos antiguos de una estirpe que estuvo condenada a cien años de soledad pero que tuvo, gracias a la literatura, una segunda oportunidad sobre la tierra. ¿Ha vuelto Gabriel a esta casa?, pregunto, y me dicen que no. Salió a los ocho años y nunca volvió. Dicen que en 1983, de visita en Aracataca por última vez, no fue capaz de entrar. Pero corre la voz de que en las noches, cuando la gente está dormida, un automóvil BMW con vidrios oscuros irrumpe en el pueblo y entra a una de las casas grandes, con portones y muros altos, y que luego se inician ruidos de fiesta que duran hasta el amanecer. La gente dice que es García Márquez que viene de noche para que nadie lo vea.

2. Barranquilla

Tras una hora y media de ruta por la carretera de la Ciénaga Grande, llena del olor de la sal y de peces descompuestos, cruzamos el puente Laureano Gómez sobre el río Magdalena y entramos a la ciudad de Barranquilla. La primera imagen, la suciedad de las calles y la pobreza, es como una herida abierta sobre la piel que no se cura.

García Márquez vivió varias veces en Barranquilla. La primera fue a mediados de la década de los treinta, en el Barrio Abajo, que describe así en sus memorias: “una quinta gótica pintada de alfajores amarillos y rojos, y con dos alminares de guerra”. Ya en esos años el barrio era “degradado y alegre”, algo que hoy no ha cambiado en lo más mínimo, pues lo que hay es una modesta construcción de un piso frente a un parque rectangular, en la calle Murillo, una arteria infestada de camiones y buses que hacen que el aire se vuelva irrespirable. En la esquina de esa casa está la Tienda Tokio, donde Gabo bebía cerveza y donde, según cuentan, le hizo al dueño un cartel que decía “Hoy no fío. Mañana sí”.

Volvió a vivir aquí en 1949, siendo ya un joven literato en ciernes y un experimentado periodista. Consiguió un trabajo de cronista en el diario El Heraldo e inició en estas mismas calles su gran aventura de escritor, que transcurrirá en lugares hoy míticos como la Librería Mundo, el Bar Japi, el Café Roma, la Librería Cervantes, el burdel y hotel El Rascacielos, y por supuesto, el edificio del diario El Heraldo, que en esos años estaba en un caserón de la Calle Real, rodeado de vendedores que tendían sus mercancías en el suelo, carritos de helados y refrescos, bares y pensiones de mala muerte. Según me cuenta el escritor y periodista Heriberto Fiorillo, con quien visito las nuevas oficinas de El Heraldo, durante años, se guardó la vieja máquina de escribir Underwood en la que García Márquez escribió La casa, el magma inicial del cual saldrían La hojarasca y Cien años de soledad.

—Cuando un redactor no encontraba la inspiración de un artículo lo sentaban en la Underwood que usó Gabo —dice Heriberto— y funcionaba. Pero hoy ya no está aquí. Se la llevaron al Museo Romántico, junto a algunas cartas de Simón Bolívar y otros recuerdos de la ciudad.

Desde el edificio del diario, veo la Barranquilla de hoy e intento imaginar esa ciudad de esplendor de la década de los cincuenta, enriquecida por la construcción del ferrocarril de Bolívar, el muelle de Puerto Colombia y la navegación fluvial del río Magdalena. Al igual que otras metrópolis de América, Barranquilla fue ciudad de inmigrantes con barrios italiano, español, chino, zonas de influencia sirio-libanesa y judía. Tenía orquesta filarmónica y compañía local de ópera, grandes librerías, revistas culturales, cines, tertulias. Por eso se gestó en ella uno de los movimientos culturales más importantes del Caribe, el llamado Grupo de Barranquilla. De él formaron parte los escritores Gabriel García Márquez y Álvaro Cepeda Samudio, la poetisa Maira Delmar, los pintores Orlando Rivera, alias Figurita, Alejandro Obregón, Cecilia Porras y ocasionalmente Enrique Grau, los intelectuales Ramón Vinyes (llamado “el sabio catalán” en Cien años de soledad), José Félix y Alfonso Fuenmayor, que eran también periodistas, Germán Vargas, y otros más que iban y venían. La mayoría de los lugares míticos del grupo han desaparecido, pero la buena noticia es que uno de los más bellos y legendarios, La Cueva, ha resucitado.

La Cueva está hoy en el mismo lugar de antes: la esquina de la calle Victoria con la Veinte de Julio, en el barrio Boston. Frente al mostrador, en una pared blanca, hay una reproducción panorámica de una foto en blanco y negro que muestra a la mayoría de los integrantes del Grupo de Barranquilla y allí está García Márquez, un joven muy flaco con un cigarrillo colgando de la boca. A un lado de la entrada, hay un cofre cuyo tesoro es una placa de hielo. El hielo que el coronel José Arcadio Buendía habría de recordar, muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento.

3. Cartagena

García Márquez viajó de Bogotá a Cartagena en mayo de 1948, entusiasmado por regresar del frío del altiplano a su cultura caribeña y con un puesto de redactor en el recién fundado periódico El Universal. El joven Gabriel, que ya había publicado crónicas y cuentos en el diario El Espectador de Bogotá, encontró allí un espacio para desarrollar sus calidades estilísticas. También encontró en Cartagena un par de amigos bohemios y literatos que lo acompañarían en las libaciones nocturnas: Gustavo Ibarra Merlano y el escritor Héctor Rojas Herazo, ambos periodistas de El Universal.

Los espacios de estas correrías cartageneras fueron la ciudad colonial amurallada, donde vivía Gabo, la plaza de Santo Domingo, el parque de Bolívar, el portal de los Escribanos —del que habla en El amor en los tiempos del cólera—, el muelle de los Pegasos, las antiguas bodegas coloniales del puerto, la bahía de las Ánimas, la playa y la zona más moderna de Bocagrande, lugares de marineros y gente humilde, como nos cuenta él mismo en sus memorias.

Algo muy distinto a la Cartagena de hoy, la ciudad más turística del país, la única que tiene, realmente, un consolidado turismo internacional, lo que ha llevado a un salvaje incremento en los precios de las viviendas. Las viejas casonas coloniales de la ciudad amurallada, que hace apenas veinte años se caían de decrepitud y eran vendidas al precio del terreno, hoy se negocian a 3 500 euros el metro cuadrado, lo que ha supuesto un cambio en el paisaje humano. Los antiguos habitantes del sector amurallado se han ido y en su lugar hay extranjeros adinerados y sobre todo la oligarquía del país, convirtiendo a Cartagena en epicentro del jet set nacional. Políticos, hombres de negocios, célebres artistas, reinas de belleza y magnates del mundo de la prensa se codean en este escenario colonial, uno de los más bellos de Colombia, teniendo a su disposición elegantes restaurantes y bares muy similares a los de la Costa Azul o la Costa Brava española.

En ese hermoso decorado está la casa que construyó García Márquez, una esquina privilegiada, al lado del lujoso y colonial hotel Santa Clara y frente a las murallas, las palmeras y el mar. Desde afuera solo se ve un altísimo muro que protege la intimidad de la casa, construida por Rogelio Salmona, el arquitecto más reconocido de Colombia. Hace años me contaron la siguiente anécdota: cuando Salmona buscaba terrenos en Cartagena para construir la casa de Gabo, la noticia se supo y los precios subieron; Salmona debía actuar con mucho tacto. Un día encontró una vieja imprenta que estaba por cerrar y que tenía un terreno apropiado para el proyecto. Salmona fue a hablar con el impresor y dueño de la casa, un anciano ciego, y le preguntó el precio. El viejo, con un cigarro en la boca, le dio una cifra. La petición era razonable, así que Salmona llamó a Gabo y le dijo que viniera a ver el lugar. Regresaron dos días después y, antes de entrar, Salmona le dijo: “No hables, si te reconoce, seguro le sube el precio”. Entraron y a Gabo le gustó el lugar. Luego fueron a la oficina del anciano y al entrar García Márquez dijo solamente: “buenos días”. El anciano levantó las cuencas vacías de los ojos y dijo: “Usted es García Márquez”. Salmona y Gabo hicieron cara de tragedia y pensaron que subiría el precio, pero, para su sorpresa, cuando se abordó el tema, el viejo pidió una cifra inferior a la que se había pactado. Salmona le preguntó por qué cambiaba el precio y el anciano respondió: “Es que yo a García Márquez lo he pirateado mucho en esta imprenta y es justo retribuirle”. Tiempo después, le pregunté a García Márquez por la veracidad de la historia y, riéndose, sin confirmar ni desmentir, me dijo: “Es muy buena, debe ser cierta porque es muy buena”.

Buscando huellas de la vida y la obra de García Márquez en Cartagena de Indias, me detengo ante un vendedor de periódicos en la plaza del Teatro Heredia, en el casco colonial, y leo una noticia publicada por el diario El Tiempo en su edición del 27 de enero de 2007: “Náufrago pensó en matarse”. Me llevo el ejemplar a una banca de la muralla, viendo la línea de edificios de Bocagrande, y leo la historia del pescador José Reyes Córdoba, de 68 años, que estuvo cinco días en el océano Pacífico, a la deriva, acosado por un enorme tiburón y tomando agua de mar, y que fue salvado por un barco pesquero que lo trajo de vuelta a la costa. Al volver a su casa supo que su mujer y sus diecisiete hijos lo habían dado por muerto y le habían hecho un velorio. ¿Cómo no recordar a Luis Alejandro Velasco, el náufrago que en 1955 cayó al mar y que estuvo a la deriva diez días, dando el tema a una de las crónicas más grandes de García Márquez: Relato de un náufrago?

Hoy, mirando el bravo mar Caribe en Cartagena, leo las declaraciones del pescador José Reyes Córdoba y me embriaga la sorpresa. Dice: “Todo iba bien. A las once ya tenía cinco pescados: cuatro chimbilos y un pez vela. Como venía de regreso me comí todo el lonche y quedé limpio. A la una de la tarde cayó sobre mí la mala suerte: se me oscureció la costa y para rematar no veía nada porque estoy mal de la vista. Tengo cataratas y terigios. Empecé a remar, pero en vez de ir hacia la costa me desvié más. Eran las dos de la mañana cuando un tiburón se atravesó por debajo.” Emocionado, compruebo al leer este nuevo “relato de un náufrago” que una vez más la realidad optó por seguir a la gran literatura.

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