El nuevo ambiente de la vieja Tola.

Texto y fotografías Santiago Rosero.
Edición 428 – enero 2018.
Vista desde la terraza The Secret Garden.
Vista desde la terraza The Secret Garden.

El tradicional barrio quiteño está compuesto por cuatro secciones: la Tola Alta, la Tola Baja, la Nueva Tola y la Tola Colonial. Mientras las tres primeras conservan su espíritu residencial, la última se ha convertido en un agitado reducto turístico y de vida nocturna. El cronista de MUNDO DINERS recorrió esta sección para desentrañar sus varios rostros.

 

La Tola Colonial ocupa un cuadrante que va de la calle Caldas por el norte has­ta la Chile por el sur, y desde la avenida Pichincha en el occidente hasta la calle Valparaíso en el oriente. En términos ju­rídicos, por encontrarse en esos linderos San Blas es un anexo de la Tola Colonial. Las fronteras de por sí difusas se diluyen en un solo sector, mezcla de convivencia y tensiones, tradición y modernidad, lo­calismos y un cierto aire cosmopolita que viene tomando forma, desde hace más de una década, gracias a una renovación tu­rística que atrae a extranjeros y a gente de Quito poco familiarizada con la zona.

—Ya que nuestro barrio reúne todas las características necesarias, pedimos al municipio que sea considerado Zona Es­pecial Turística. Sería la tercera en Quito luego de La Mariscal y La Ronda —expli­ca Lenin Campaña, presidente del Comité pro desarrollo de la Tola Colonial y a la vez de la Asociación de Hoteles del Cen­tro Histórico de Quito—. Tenemos bares, restaurantes y más de 40 hoteles para todo tipo de público, desde mochileros, con precios promedio de once dólares la no­che, hasta habitaciones por 180.

The Secret Garden, el primer hostal para mochi¬leros que se instaló en el barrio.
The Secret Garden, el primer hostal para mochileros que se instaló en el barrio.

La calle José de Antepara, 150 metros extendidos de este a oeste, es un denso muestrario de ese nuevo ambiente. Según la apreciación del vecindario, en él caben dos mundos, que se separan en la desem­bocadura de la transversal Vicente León, a la altura de la plaza de toros Belmonte. En la parte alta de la calle, en una casa de tres plantas, que como la mayoría en el sector tiene alrededor de cien años, funciona The Secret Garden, el primer hostal para mochileros instalado en La Tola. Lo abrie­ron hace quince años Katherine Valdivie­zo y su esposo, el australiano Tarquin Hill. Cuando nadie veía el potencial turístico de ese barrio, Hill supo verlo desde arriba.

—Subió a la terraza y se dio cuenta de que se veía todo y que, a pesar de que no era un barrio turístico, tenía una ubi­cación privilegiada, explica Janisa Azar, administradora del hostal.

Desde esa terraza, el centro de Quito es una impecable maqueta costumbrista. En la azotea colindante, una mujer res­triega ropa en una piedra de lavar y frente a ella hay un tendedero del que cuelgan prendas de todos los colores. Por detrás, un tapizado de tejas y Eternit se extien­de in crescendo hasta quebrarse por la derecha en la Basílica, por la izquierda El Panecillo y por el centro las faldas del Pichincha, que luce espléndido bajo el in­menso sol de octubre.

—Me gusta este barrio porque tie­ne una mezcla interesante de tradición y vida nocturna —dice Rachel Standen, una viajera inglesa de veintiséis años que des­cansa en una hamaca tendida en el patio interno del hostal—. Pero lo mejor es la comida popular, por dos dólares y medio tienes un menú de tres platos.

Las corvinas de Jimmy en el Mercado Central.
Las corvinas de Jimmy en el Mercado Central.

A la hora del almuerzo de un día cual­quiera, los comedores están llenos en el Mercado Central, una insignia culinaria del sector. Al menos un tercio de los clien­tes son extranjeros, en particular frente a Las corvinas de Jimmy y Los llapingachos de María. Los vecinos concuerdan en que la transformación que vive el barrio es evi­dente en los intercambios económicos.

Lola Pinargote, una mujer afable que bordea los 70 años, es la propietaria de la tienda de abarrotes frente a The Secret Garden. Nunca le había puesto un letrero a su local, pero ahora tiene uno que dice, simplemente: Store.

—El negocio sí ha mejorado —cuen­ta—. He subido un poquito los precios, pero solo para los extranjeros, aunque a veces ni siquiera tengo que hacerlo por­que muchos de ellos, por ejemplo, por una botella de agua que cuesta 50 centavos, me van dejando el dólar.

Turista caminando por la calle Antepara hacia el hostal The Secret Garden.
Turista caminando por la calle Antepara hacia el hostal The Secret Garden.

En la parte alta de la Antepara los ta­xis van y vienen cargados de turistas, y los turistas, cuando no van en taxi, caminan sudorosos con la mochila cuesta arriba. Si no entran a The Secret Garden lo hacen al Guayunga, el otro hostal del mismo estilo, abierto en 2010, que queda en diagonal unos metros más abajo.

En esa mitad de la calle están el res­taurante Piedemonte, que ofrece carnes asadas y algunos platos tradicionales, y el Atávico Arte-Café, donde destacan las op­ciones vegetarianas. A unos pasos queda el Café San Blas, reputado por su cocina a la italiana, y acaso el sitio más atractivo de la calle, especialmente cuando llega la noche, es el bar La Oficina, no tanto por su comida rápida sino por la calidad de su cerveza artesanal y su excepcional re­cinto. Por detrás del mediano salón prin­cipal se extiende un teatro alargado, con 250 butacas forradas en cuerina burdeos y un escenario en el que cuelga un telón en terciopelo rojo. El teatro pertenecía a la escuela colindante Luis Fidel Martínez y estaba abandonado, hasta que hace dos años el estadounidense Edward Ellis, de profesión cineasta y afición cervecera, lo recuperó para convertirlo en un versátil espacio cultural. Su programación va del stand up comedy a los conciertos de hea­vy metal, del cine para niños a las veladas literarias. La Oficina da cuenta de que los nuevos emprendimientos pueden generar una positiva economía circular.

Esquina de las calles Esmeraldas y Vicente León.
Esquina de las calles Esmeraldas y Vicente León.

—La madera viene de la calle Don Bosco y el metal de la Esmeraldas —dice Ellis mostrando la estructura de las me­sas—. El electricista y el plomero también son del barrio, y gran parte de la comida viene del Mercado Central.

En materia de cerveza, Ellis espera que los amargores elevados ayuden a di­versificar el gusto. Por lo demás, sabe que no ha inventado nada nuevo.

—Quito es la primera ciudad de Sud­américa en haber producido cerveza ar­tesanal. Lo hicieron los franciscanos en 1566. Lo único que hacemos ahora es continuar la tradición.

•••

La parte baja de la Antepara se parece más a lo que era el barrio antes de que llega­ra el turismo: el taller para hacer copias de llaves, el bazar y papelería Denizze, la pana­dería Rico Pan. Dos hostales son la antítesis de los que quedan más arriba, y es notorio que corren con diferente suerte. El Oasis tiene un letrero que lo anuncia en venta, y en el Belmont apenas se ven circular clien­tes. En la misma vereda, la casa

Exterior de atelier Muyuqui, estudio de tatuajes y galería de arte.
Exterior de atelier Muyuqui, estudio de tatuajes y galería de arte.

E3-44, que hasta hace poco estaba tomada por adictos y maleantes, hoy es otro novedoso espacio cultural. Hace dos años Sebastián Manrí­quez abrió su estudio de tatuajes, y su socio, Boris Sidgberg, una agencia de viajes. En los próximos meses la casa habilitará una gale­ría de arte plástico y un hostal con enfoque en residencias para artistas.

Pese a su presencia, a esa otra mitad de la calle la persigue un estigma que pa­rece irrefutable. Lola Pinargote, la propie­taria de la tienda de abarrotes, presenció recientemente, al mediodía, el asalto a un anciano en la esquina con la avenida Pi­chincha. César, el cuidador de carros que trabaja en esa zona desde hace un año, vio hace poco que a una señora le arrancha­ron la cartera, y que en el forcejeo la mujer cayó y se rompió la nuca. El guardia resume la situación con una fórmula que suena sensata.

—A más turismo, más delincuencia.

En los hostales les recomiendan a los viajeros que si van en esa dirección no lle­ven a la vista sus cámaras fotográficas, que no saquen sus teléfonos del bolsillo, que para tomar un taxi vayan a la esquina de arriba. Ellos aprecian los consejos, pero no llegan a intimidarse.

—Simplemente, como en cualquier gran ciudad, hay que andar con cuidado —dice Rachel Standen, la viajera alojada en The Secret Garden.

En la oficina de la UPC de La Tola Co­lonial, sobre la calle Los Ríos, el jovencísi­mo oficial José Luis Jaya luce sereno.

—En este sector no hay casos de ma­yor violencia. Lo más peligroso es el pla­yón de La Marín. Acá hay una o dos de­nuncias por semana, por lo general, son arranches de cámaras.

Nadie niega que la delincuencia está integrada a la identidad del barrio, pero hay quienes la ven como una amenaza constante y los que hablan de casos espo­rádicos. A nadie se le escapa tampoco lo que en ese cuadro representa la venta de las famosas puntas de San Blas.

En la esquina de la Antepara y Los Ríos existía una estación de buses que venían de Pacto, al noroccidente de Qui­to. Comerciantes traían frutas, verduras y alcohol de caña envasado en bolsas de caucho llamadas zurrones. La gente lo compraba por litros. La estación de bu­ses desapareció, pero no el expendio de trago. Hoy los vendedores se concentran en la parte baja de la Antepara, y sue­len agazaparse detrás de algún portón para escapar a las redadas policiales. Los principales clientes, cuentan los vecinos, son alcohólicos y menesterosos que, en muchos casos, además de provocar es­cándalos en la vía, agreden y asaltan a los transeúntes.

Un martes por la tarde me acerco a un hombre que vende pilas para relojes en un kiosco de madera en la esquina de la Antepara y Pichincha. Le pregunto por los vendedores de puntas y él fanfarronea.

—Aquí no hay nada. Llame al 911 para que le lleven a domicilio.

Intento seguir con la charla, pero me llama la atención un tipo parado afuera del hostal Oasis. Hace con la mano el ade­mán de quien ofrece un trago. Insiste. Me silba. Viene hacia mí.

Tomo la calle cuesta arriba y me hago el desentendido.

A finales de octubre, diario El Comercio informó que “ocho personas murieron por haber consumido alcohol adulterado com­prado en el Centro Histórico de Quito”, y que, “tras los fallecimientos, la Policía deco­misó en el sector de San Blas seis mil litros de licor artesanal y detuvo a dos personas”.

•••

Estampas de barrio.

Otra mañana ardorosa de octubre en­cuentro a un grupo de turistas alemanes que descienden por las escalinatas de la Antepara.

—El tipo de casas y las escalinatas me hacen pensar en Valparaíso, en Chile —dice Moritz, uno de los viajeros—. El barrio es muy bonito, me inspira paz.

Es cierto. Por fuera de las horas álgidas en que las calles se llenan de autos y estudiantes con uniformes impecables, la Tola Colonial, con su particular fisonomía escarpada y sus casonas viejas de paredes en piedra y colores pasteles, mantiene un apacible aire bucólico.

Vista del centro histórico desde la calle Los Ríos.
Vista del centro histórico desde la calle Los Ríos.

Tomo la calle Los Ríos hacia el sur y antes de llegar a las gradas de la Caldas me cruzo con dos jóvenes que, por su acen­to, parecen venezolanos. Atraídos por los bajos precios de los arriendos (menos de trecientos dólares por una vivienda de tres piezas), decenas de venezolanos se han instalado aquí desde hace aproximada­mente un año. Sin que las razones queden claras, su presencia ha generado una cier­ta incomodidad en algunos vecinos.

—¿Cómo es la vida en este barrio? —pregunto.

—Todo tranquilo, es un buen barrio —responde Christian, uno de los jóvenes.

—Me han contado que la presencia de venezolanos ha provocado algunas ten­siones.

—No pasa nada. Cuando uno se porta bien con los demás, los demás se portan bien con uno. Solamente al comienzo nos manda­ban a la policía para que no nos quedáramos por la noche en las gradas de la Caldas.

—¿Qué hacían ustedes ahí?

—Nada. Es que, como nosotros no te­nemos televisión, nos reunimos en la calle a conversar.

Subo por las escalinatas de la Caldas. Un tipo grande con el rostro lacerado sale de una casa y se sienta en la vereda a fu­mar un cigarrillo. Al pasar a su lado, me habla con una voz acuosa.

—Tengo la blanca, vecino.

Subida a la calle Valparaíso.
Subida a la calle Valparaíso.

Sigo hacia la calle Valparaíso. Hay basura acumulada en una esquina y los rayones de espray que como una plaga arruinan las paredes del barrio entero. Un hombre camina detrás de mí.

—¿Usted es periodista?— me pregun­ta al verme tomando notas.

—Sí, soy periodista.

—Tome unas fotos en las gradas de la Esmeraldas, nos haría un gran favor. Ahí pasan fumando droga todo el día.

Las escalinatas de la calle Esmeraldas son las más desatendidas del barrio.
Las escalinatas de la calle Esmeraldas son las más desatendidas del barrio.

Las escalinatas de la Esmeraldas tienen los pasamanos corroídos, la vegetación crecida, el camino cubierto de tierra. Em­piezo a descender, pero solo llego hasta la mitad porque el paso está bloqueado por un amasijo de cartones y otros remiendos que conforman el maltrecho hábitat de un mendigo. Unos pies desnudos sobresalen por debajo de un edredón percudido.

Junto a esas escalinatas se construye un moderno conjunto habitacional que marcará un quiebre en la tradicional ar­quitectura del barrio, y que a nivel social podría acrecentar las sospechas de una venidera gentrificación.

—La gentrificación, como concep­to, es el desplazamiento de los habitantes que existen en un barrio por la llegada de otros —explica Fernando Soto, uno de los responsables del proyecto—, pero, en este caso, nuestro terreno estaba en desuso y nosotros creemos que la ciudad tiene es­pacios vacantes que deben ser utilizados. Estamos conscientes de que el proyecto puede tener un impacto y queremos que sea positivo, por eso, hemos propuesto algo que nos parece coherente con el barrio.

Sereno Moreno: bar especializado en cerveza artesanal y platos con fritada.
Sereno Moreno: bar especializado en cerveza artesanal y platos con fritada.

Cae la noche y en La Tola se encien­den unas modernas luminarias de bombi­llas led. La luz blanca que se expande con delicadeza cubre el ambiente de una aco­gedora bruma tungsteno. Más abajo en la Esmeraldas, el bar Sereno Moreno funde los universos complementarios que ya son característica en el sector: innovación y a la vez permanencia. Los padres vendían fritada y ahora los hijos, además de frita­da, ofrecen una cuidada selección de cer­veza artesanal y mantienen una atractiva agenda de fiestas y conciertos.

—Si hay una gentrificación, que no sea invasiva, que permita que los negocios pequeños sobresalgan, que tenga respon­sabilidad social —dice Josué Moreno, uno de los dueños del bar—. No queremos parecernos a La Mariscal o a La Ronda, queremos mantener esta atmósfera de ba­rrio, donde los niños juegan afuera hasta las diez de la noche, donde sabemos los nombres de todos los vecinos.

Además de por su cerveza artesanal, el Bandido Brewing, primer bar de ese tipo que se instaló en La Tola, es conocido por la calidad de su pizza.
Además de por su cerveza artesanal, el Bandido Brewing, primer bar de ese tipo que se instaló en La Tola, es conocido por la calidad de su pizza.

El vértice que colinda con La Marín reúne la mixtura más vistosa de la zona. En 2013, en la esquina de la Don Bosco y Cevallos, los estadounidenses Nathan Keffer y Ryan Hood montaron Bandido Brewing, el primer bar de cerveza artesa­nal de La Tola. Parecía una locura ofrecer cerveza rara a precios inusuales en un ba­rrio bravo de anclaje popular. Cuatro años más tarde, Bandido Brewing es un refe­rente de la producción artesanal en Quito y un negocio sólido con clientela habitual.

A pocos metros está el Community Hostel, otro hospedaje para mochileros, fundamental en la reconfiguración turís­tica del sector. Lo abrió hace cinco años Marco Fiallo, un ecuatoriano crecido en La Tola y paseado por el mundo que confió en el potencial de su barrio. Tuvo razón. Hace pocos meses abrió también, a una cuadra, la cervecería artesanal Altar, la cuarta de ese tipo en un perímetro que ya carga la buena fama de distrito cervecero.

Los viernes por la noche parte del Community Hostel un tour gastronómico que lleva a los viajeros a conocer los entre­sijos del caldo de 31 y otros platos popula­res en fondas y picanterías con tradición. Curiosamente, el aire en ese paraje culina­rio no se siente impregnado de aromas. La comida, preparada bajo los umbrales de las casas, tiene un primer impacto visual.

El barrio puede ser una entera fiesta po­pular si el coliseo Julio César Hidalgo vibra con un concierto de música rocolera o, como en esta noche de octubre, con la final del campeonato nacional de ecuavóley. Tu­ristas o locales se deslumbrarán al ver, frente al Bandido Brewing, a gente dando manive­la a cinco asadores colmados de cuyes.

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