Por Lenin Oña.
Fotografías: Christoph Hirtz.
Edición 435 – agosto 2018.
La multitud que pugnaba por entrar a las salas donde exponía el pintor equivalía, guardando las proporciones, a las aglomeraciones que suscitan los torneos deportivos o los conciertos de estrellas de rock. Por ello, lo que se vivió en la apertura de la última muestra de Jaime Zapata en la Alianza Francesa, El caos invisible, no tiene parangón en Quito.
¿Qué contienen los cuadros de Zapata para seducir a tantos? Sin duda, la perfección realística que exhiben. Y es que el lenguaje del realismo es el más comprensible de todos. A ojos del gran público, parecería que no es preciso estudiar el arte a través de disciplinas académicas: en apariencia basta con mirar las obras para emitir un juicio, y esto es lo que hace la mayoría de personas. Pero la cuestión es más compleja. El medio cultural en el que nos criamos y maduramos impone patrones y valores, es decir, convenciones, cuyo relativismo solo se entiende a la luz de la contrastación con otras convenciones propias de otras culturas y épocas.
Se sobreentiende que el pintor haya tenido que exiliarse en Francia para poder trabajar sin la presión fatigante de sus seguidores, aparte de la atracción que el país galo ejerce sobre cualquier artista e intelectual que se respete. Sin embargo, no se trata de un destierro pues está yendo y viniendo para presentar acá los frutos de su labor, dedicados casi con exclusividad a nuestro incipiente mercado del arte. Lo cual no obsta para que mantenga una exhibición permanente de pinturas, estudios y bocetos en el Café Latitude, allá en su retiro de Montpellier, pero, ojo, que no están a la venta, al menos por ahora.

Academicista sin academia
Sin ser un caso único, el de Zapata es paradigmático. Hay que considerarlo autodidacto pues no accedió a la enseñanza artística formal. Mas, para entender su trayectoria, se debe advertir que quienes se han autoformado como artistas han frecuentado talleres de maestros más o menos reconocidos, estudian los libros de arte deteniéndose más en las reproducciones que en los textos escritos, son habitúes de museos y galerías, y exponen sus producciones sin que nadie les exija certificados ni títulos.
Lo que demandan los galeristas son obras de calidad, que nuestro héroe siempre tiene a mano, porque es un perfeccionista de abundante producción y dominio cabal del oficio. Como realista convencido, cree en la omnipotencia del ojo para captar y reproducir hasta el mínimo detalle de todo lo visible, dando preminencia al retrato y a la figura humana, en particular si esta posa desnuda, y mucho más si es de sexo femenino.
En una tela de gran formato (2,40 x 3,50 m) presenta una bella joven, despojada de prendas, que se yergue, desafiante y voluptuosa, sobre una oscura multitud de rostros abocetados y fantasmales, deformes y agresivos. Ha bautizado a esta sátira con un socorrido acrónimo: Inri. ¿Debe entendérsela como una alegoría del triunfo de la belleza, la vida y la realidad —y, claro, del método realista en el arte— sobre las tergiversaciones (supuestas) de los ismos vanguardistas del siglo XX?
En otro lienzo explícito y de cándido cinismo, titulado Tres vicios, el autor, invisible, impenitente y regocijado, se confiesa frente a los voyeurs apelando a la perturbadora imagen de otra modelo, digna de un filme XXX, que sostiene una copa de vino en una mano y la paleta del pintor en la otra.
Desde luego, la relación sobre la ímproba actividad de tan versátil ingenio quedaría incompleta si no se mencionaran los éxitos que tiene en el retrato y, por ende, en el autorretrato. En Sabatina, él, que es tan jovial, se pinta con el ceño fruncido y gesto de hastío.




La vena crítica de sus pinceles no se agota ahí: un Fusilamiento (1999) permite asistir a una inmolación innominada e infame, tan propia de nuestros tiempos, lo que se deduce por los uniformes de los gendarmes y las armas que disparan. Como desentendiéndose de los sayones y a espaldas de ellos aparece un personaje civil, de traje, gorra y corbata, portando un rollo tan enigmático como él. La escena tiene lugar ante un lejano pero reconocible horizonte de París.
La composición de este cuadro zapatista sigue los lineamientos que dejó Goya en Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808, acaecidos en la lucha del pueblo español contra la invasión napoleónica. El impresionista Édouard Manet también se inspiró en esta obra maestra para armar su serie sobre la ejecución del emperador Maximiliano en Querétaro, episodio de la liberación de México de las monarquías europeas que intentaban restablecer el coloniaje en América Latina.



Los límites del realismo
A sabiendas de que el realismo ha adoptado múltiples variantes a lo largo de la historia, Zapata ha ido estableciendo su propia versión, a partir de tempranas experiencias alentadas por experimentados profesores, sensibles al precoz talento que no dejaba de sorprenderlos por la facilidad con que era capaz de reproducir todo lo que se le ponía por delante.
Es preciso aclarar que en determinadas etapas de su carrera ha incursionado en estilos opuestos al realismo. El expresionismo, el cubismo, el feísmo y hasta el abstraccionismo no han sido ajenos a sus indagaciones. Pero siempre ha retornado a la ruta realista.
En la pared principal del foyer del Teatro Sucre, en el año 2004, tuvo que ingeniárselas para que cupieran las múltiples figuras que alegorizan las artes escénicas y musicales: los vanos en arco de los accesos a la platea —era irremediable— interrumpen la composición pictórica, poniendo en evidencia que el recurso realista, por primorosa que sea cada imagen, no puede evitar que la pintura entre en conflicto con la arquitectura.
La despedida de Eugenio Espejo que marcha al exilio (2016) es el tema del lienzo más grande que ha pintado hasta ahora: 8,72 x 3,72 m. Se ubica —y muy bien— en la escalera principal de la biblioteca de la Universidad Andina Simón Bolívar. El artista ha querido que su obra magna tenga carácter alegórico pero no épico: por ello eligió un formato panorámico y un elenco histórico-sociológico concurrido y variado. El fondo es una fidedigna representación de Quito, recostado sobre las estribaciones del Pichincha.
A ojos de quien admira por primera vez el gran cuadro, surge una interrogante inevitable: ¿dónde ha ido a parar el precursor de la Independencia? Si conoce el retrato imaginario de Espejo que pintó César Villacrés —y que ha servido de referencia a casi toda la iconografía del sabio, periodista y revolucionario— lo descubrirá al lado izquierdo, junto a un rimero de libros y en compañía de su hermana Manuela y su cuñado José Mejía Lequerica, a más de otro prohombre de la Ilustración quiteña: ¿el naturalista guayaquileño Pedro Franco Dávila? Quizá, porque no guarda parecido con la conocida imagen de Pedro Vicente Maldonado.
En suma, en el lado izquierdo figuran los “ilustrados”; en el mismo plano, a la mitad del cuadro aparece un fraile atendiendo a una feligresa, y en el costado derecho, muchos personajes anónimos, del pueblo llano, que viven en condiciones tan infrahumanas que el médico Espejo debió investigar cómo prevenir las viruelas. Todas estas figuras y muchas más están alineadas en un primer plano, democráticamente dispuestas. Pero hay una, que rompe con el realismo comprometido con la representación verídica de la realidad: la efigie de una dama en cueros y con los brazos medio desplegados.
Fue necesario preguntar al autor de este escrupuloso homenaje al gran Espejo quién era y por qué gravitaba en el cenit tan grácil aparición. La respuesta fue simple y concluyente: el cuadro está inconcluso, la bella aparición, cuya cabeza ostenta un nimbo dorado, representa a la Ilustración y sostendrá en sus manos una cinta en la que constará la proclama que el precursor colocó sobre banderines escarlatas en algunas cruces de Quito: “Felicidad y gloria conseguiremos, al amparo de la cruz seremos libres”.
En tonalidades discretas, en el borde inferior del cuadro, Zapata ha incluido la imagen de una barra de control de las reproducciones televisivas. Colofón: el suyo no es un realismo cualquiera, él inaugura el realismo mediático-pictórico. Estamos en el siglo XXI.