Texto Alice Goy – Billaud.
Fotografías Omar Sotomayor.
Edición 430 – marzo 2018.
Yoya Gutiérrez sabe usar las tijeras desde los tres años. Hoy tiene veintiséis. Periódicos, revistas, libros, enciclopedias, cualquier soporte es bueno para acumular figuritas de papel y despertar su creatividad. Cortar y pegar es una fijación que tiene nombre y referentes internacionales: el collage aparece en 1911, cuando Braque y Picasso empiezan a integrar piezas de papel recortado en sus pinturas. Pero Yoya viene de un ámbito donde hacer manualidades, cantar o bailar, son considerados nada más que pasatiempos. Para los mormones, la creación solo le pertenece a Dios.
En los engarces de sus dudas, entre desesperación y caídas, Yoya ha sobrevivido a la frustración de no poder desarrollar su arte escribiendo poesía. Al caminar con el viento en contra, se dibujó un chasquido lento pero seguro, que le permite imponerse hoy con determinación y sensibilidad como artista “collagera” en Guayaquil.
El camino del error
En Guayaquil hay dos tipos de bares: los que te ofrecen lo que quieres, pero no tienen alma; te toca traer la tuya. Y otros donde tú puedes ofrecer algo porque, más que un bar, es un espacio compuesto de las almas de los que lo llenan. Ubicado en la calle Rocafuerte, en el número 304, antes de llegar a la calle Loja, el Guayaquil Social Club era eso: con sus paredes empapeladas de afiches de rock y cubiertas de grafitis, un garaje acogedor que me llevó a ser parte de una comunidad cultural que organiza ferias autogestionadas y a conocer a Yoya en julio de 2015.
Pelo zambo, camiseta rayada, brazos cruzados, Yoya estaba concentrada en escuchar la lectura de poesía que se realizaba en ese momento en la parte alta del bar. Sin embargo, me recibió con una sonrisa amplia y honesta. Sobre su mesa se esparcían coloridos cuadernos, libros con portada de cartón y algo que parecían fotocopias. Eran fanzines, medio de expresión esencial de la cultura alternativa: diseños, ilustraciones y poemas de libre circulación. Le compré uno llamado Mapa Mental. Esa misma noche lo leí y admito que mi garganta se contrajo y solté una lágrima encima del papel de caña. Era la primera vez que entendía poesía en castellano. Caí en cuenta de que la autora de esos poemas era Yoya Gutiérrez.
A menudo, la simplicidad de las palabras esconde un tejido de sufrimiento. Yoya Gutiérrez viene de lejos. No tanto por su origen, sino por el camino recorrido. Tiene una idea propia de la felicidad: “Para poder mantenerte bien, necesitas haber estado mal y no querer volver a ese estado. Realmente, encuentro fuerza a partir de dejarme cometer errores y caer porque, mientras no exista este juego de caer y levantarse, no hay progreso”. Con otras palabras, así lo dice Samuel Beckett en su obra Rumbo a peor: “Todo de antes. Nada más jamás. Jamás probar. Jamás fracasar. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”. En ambos casos, hablamos del derecho al error.
Las caídas fueron bastante fuertes. “Especialmente en el ambiente guayaquileño”, precisa Yoya. Yo no soy de aquí. Nací y crecí en Francia. Me interesó saber qué es un ambiente guayaquileño. “Bastante hostil hacia el arte”, explica. De vivir y trabajar tres años en esta ciudad, es una sensación que comparto, pero ella nació aquí y el ambiente guayaquileño también incluye a su familia, de tradición mormona muy estricta. “Te enseñaban lo valioso de la familia y del matrimonio. Y que es un error no casarte. Y que las mujeres tienen que estar en la casa con sus hijos. Y que los hombres son las personas que tienen que proveer para la casa”. Yoya se sentía estancada, inhibida por esas normas familiares que le imponían quedarse en casa y cuidar a su hija. “Mis manos me dolían por no hacer cosas, pero la chispa creadora siempre existió. Esa es mi esencia. A eso salí: a descubrirme a partir de dejarme caer. Haga lo que haga, porque la otra opción era morir”.
La voz
Tengo un amigo escritor que dice que escribe para no matar a cierta gente. Mientras hablo con Yoya, entiendo que en ese no matar uno puede incluirse. Estamos en Casa Cosmos, el apartamento que alquila junto con otros amigos y al que decidieron convertir en un espacio para talleres de arte.
La voz se escribe, pero también se canta. Desde sus dieciséis años, la voz de Yoya fue su instrumento de expresión. Por ello formó parte del coro de la Casa de la Cultura y estudió producción musical. Sin embargo, algo le faltaba.
Según lo que Yoya cuenta, los mormones dan muchos talleres y herramientas para la educación porque tienen una idea de mejoramiento continuo mediante el cual las personas pueden llegar a la perfección. Pero la idea de la perfección no permite el error: solo Dios es creador. “Estás en formación continua; estás haciendo, pero no estás creando. Creer que la perfección está en un solo ser te corta de tu divinidad. Para mí, la creación artística es mi divinidad. El día que entendí que si creamos somos Dios, entendí que yo también era Dios. No lo digo en el sentido de narcisismo, sino de que cada uno tiene su parte creativa y yo no podía más con los límites”.
Luego de dar a luz a su hija Zoe a los veintiún años, en diciembre de 2012, Yoya sufrió una fuerte depresión posparto que la dejó literalmente sin voz: ya no logró cantar. “No es cierto que el amor de una madre sea algo natural. Es una relación. En mi caso, no tenía ni siquiera bien la relación conmigo misma”. Sin embargo, está consciente de que todo lo que hizo a partir de aquello hasta ahora es producto de ese abandono, porque si la esencia de un ser reside en su voz, saldrá de una manera o de otra. La poesía fue una ventana.
Pero en esa época, la chispa creativa de Yoya no encontró respaldo dentro de su ámbito: “Me sentía frustrada en mi casa escribiendo en mis cuadernos. Además, yo era la única persona de mi círculo que escribía poesía”. Entonces salió a buscar diálogo.
En octubre de 2013 asistió al Segundo Festival de Microcuentos Ciudad Mínima dirigido por Adelaida Jaramillo, gestora cultural y fundadora de Palabra.lab, un espacio para la promoción de la lectura. Allí, Hidrante Verde, Depende Producciones y Ojo Loco presentaron una muestra de cortometrajes y fotografías inspiradas en microrrelatos. “Quedé tan impactada con el evento que no hablé hasta el final. Estaba en el auditorio del cine del Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo (MAAC), sentada al fondo. Esperé a que todos se fueran; Adelaida fue la última en salir. Me acerqué, y le dije que yo estaba buscando qué hacer con lo que sentía como una necesidad: escribir”. Adelaida le sugirió hacer un blog. El 26 de octubre de 2013 Yoya hizo su primera publicación: Ella.
“percibió algo nuevo que no lograba reconocer (¿felicidad, tal vez?…). Era agradable estar así. Se tomó unos minutos y cerró los ojos para admirar ese mundo que florecía dentro de sí…
Sólo hay un problema: ahora, luego de ver el mundo que crecía en ella, ya no quiere abrir los ojos nunca más”.
En el blog La del rincón están las palabras de una mujer que grita por dentro y, para no implosionar, empieza a publicar extractos en Twitter. Ahí sus gritos encontraron eco. Jorge Franco, un poeta guayaquileño que animaba el programa Esquirla Poética en la radio en línea My Insomnia Radio, era uno de sus seguidores. Fue, para Yoya, una de esas personas que cambian el rumbo del camino. En abril de 2014 Franco compartió con ella una convocatoria en la que buscaban nuevos escritores para un evento donde se leía poesía. Para ese entonces su hija Zoe tenía un año y medio, y su matrimonio ya había sufrido varias separaciones. Su atrevida participación en la quinta edición de El Último Jueves (EUJ) fue el detonador, el punto de partida.
De la iglesia a la cultura
underground
EUJ es un colectivo multidisciplinario de acción literaria autogestionado que defiende la libertad de crear y desea proponer un espacio con dinámicas innovadoras y diferentes que generen entretenimiento a partir de escuchar poesía. Antes de encontrarse con El Último Jueves, Yoya asistía a la iglesia todos los domingos. Como la mayoría de los niños recibió clases de oratoria desde los ocho años y luego dio clases a la gente de su comunidad. “Si es que tengo facilidad para hablar frente a las personas, es por eso”.
Leyó por primera vez el último jueves de mayo de 2014 en el bar White Rabbit, ubicado en esa época en la esquina de las calles Panamá y Juan Montalvo; ahora Kruger Rock Bar (les aconsejo dar una vuelta por allí, si están en Guayaquil). Al mes siguiente se separó definitivamente del padre de Zoe. “Ya no soportaba más ser algo que no quería”. Tampoco deseaba enseñar a su hija cosas en las que no creía. “En el momento de romper, decidí abandonar todo lo que yo había sido antes”.
Marcos Negrete, uno de los organizadores de EUJ, le propuso mudarse con él. La necesidad de alejarse era tan fuerte que aceptó, sin conocerlo realmente. Tuvo que dejar a Zoe con su papá. Lejos de su hija, las ganas de caer de nuevo en un agujero negro no faltaban, pero Marcos tenía fuerza para dos. Con su valiosa ayuda, Yoya tenía que levantarse a una hora fija, desayunar, luego hacer un plan para el día y cumplir con sus objetivos. Empezó también a mirar muchos documentales y a descubrir otra forma de entender el mundo. Ella ve su transformación exactamente como un collage: un conjunto de elementos cortados en una mesa y una serie de elecciones: “eso tomo, eso dejo, eso no entiendo, investigo, pregunto. En realidad, lo que hice fue descartar las cosas religiosas, misóginas, machistas, y quedarme con esta parte estructurada que ahora me permite desarrollar proyectos”. Marcos es diseñador de formación y de esas personas que necesitan hacer. Con él, “la explosión creativa fue brutal”. Juntos parieron Furia editorial, el Guayaquil Fanzine Fest y Volátil, una marca de cuadernos artesanales de los que me enamoré al conocerlos y en uno de los cuales tomo las notas de esta entrevista.
Le pregunto: ¿Y cómo se vive de hacer cuadernos y collage? Contesta sin dudar: “Si quieres saber cómo se vive haciendo cuadernos o cualquier otra disciplina artesanal, te doy una clase de emprendimiento. Cuando quiero algo, investigo sobre el tema. ¿Quieres vender algo? Hay que buscar cómo hacen los que venden. Vengo de una familia donde no hay dinero pero no se preguntan cómo hacer dinero”.
“Nadie lo hace mejor”, dice una negra que sale de una licuadora en el mural que Yoya y Marcos hicieron en diciembre de 2015 en El Café del Cangrejo, un bar cultural en la calle Córdova. Otras de las obras de Yoya no tienen texto sino personajes con cabeza de animal o de flores porque, además de cortar, lo importante del collage es la composición.
“A los tres años aprendí a usar las tijeras. Era mi juguete favorito. Cogía periódicos y cortaba figuritas sin motivo alguno”. Una de las anécdotas más tiernas sobre el tema es que, cuando la familia se mudaba (y se mudaron varias veces), había que llevar una lavacara llena de figuritas recortadas. ¿Pero cómo hacer entender a los demás que cortar papel y colocar los retazos en un soporte puede ser arte? “Cortas papel, loca, ¿cómo alguien te va a tomar en serio?”, dice Yoya.
Fue al encontrarse con el colectivo editorial Dadaif Cartonera que cortar sin sentido tomó sentido. Este grupo de ingeniosos estudiantes frecuentaba El Último Jueves y proponía a la venta libros con portada de cartón a fin de difundir la literatura contemporánea a bajos costos y en material reciclable. La manera de cortar de Yoya, su destreza única, motivó al colectivo a incluirla en el proyecto.
El collage apasiona tanto a Yoya que entiende que la única manera de poder hablar con otras personas sobre el tema es utilizar un espacio para comunicarse, porque hay muy pocos referentes locales. Por suerte existe Instagram y, a través de ese medio, Yoya empezó a seguir a “collageros” que le gustan y a publicar fotos de sus propias obras en su página personal @yoyap y en la página de su marca @cutcollageroom.
El jueves 21 de julio de 2016 se atrevió a proponer su primera sesión de collage en Arte Espacio, un lugar creado por María José Félix. Yoya estaba convencida de que nadie iría. Sorpresa. Unos quince participantes, con inquietudes y horizontes diferentes, llenaron el ámbito: unas señoras mayores con ganas de relajarse junto a unos chicos de diseño que querían saber de composición. Es el inicio del collage como disciplina en Guayaquil y del reconocimiento de Yoya Gutiérrez como artista “collagera”.
En mayo de 2017 el colectivo El Salto de Mendieta la contactó para ser parte de un proyecto de collage a gran escala llamado El gran fiambre fabuloso. Muchas veces no somos conscientes de nuestras proezas ni de la donosura inherente a nuestros actos. Su miniobra de 7 x 7 cm integró un cadáver exquisito en el que intervinieron más de 450 artistas del mundo. La exposición efímera se pudo contemplar durante la velada dadaísta, el 13 de mayo de 2017, en el Estudio Tigomigo de Barcelona, España. “En mi medio, cortar y pegar figuritas es hacer cualquier cosa. Pero cuando me junto con gente que hace arte, me doy cuenta de que sí es arte, ¿entiendes?”.
Crear y creer en ello es un acto de fe. Entiendo que el collage es parte intrínseca de Yoya y el reconocimiento por sus pares era lo único que faltaba, ya que el talento le pertenece. “Fue maravilloso ver una partecita de mí al otro lado del mundo, un lugar que ni siquiera había pisado y con gente con la cual nunca había hablado”.