Yourcenar la posibilidad de una isla

Por Diego Pérez Ordóñez
Fotografía: Shutterstock | cortesía
Edición 456 – mayo 2020.

La tradición de aislamiento creativo tiene antecedentes notables. Vienen a la mente dos casos, Michel de Montaigne encerrado cerca de Burdeos en el siglo XVI en su torre señorial, que había elegido para desentenderse de la política francesa de la época, cruel, sangrienta y signada por la guerra religiosa entre católicos y protestantes. Y el príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa, confinado voluntariamente entre las ruinas palaciegas de una Palermo milenaria, flanqueado por una biblioteca riquísima y con mínimo contacto humano, a mediados del siglo XX.

Montaigne, solitario y rodeado de libros, inscribió pensamientos y máximas de los más sabios filósofos de la Antigüedad en las vigas de su torre, y se dedicó esencialmente a dos placeres: leer y escribir. De esta reclusión autoimpuesta nació el ensayo como género literario, un intento de reducir a escrito reflexiones trascendentes, de activar el monólogo interior, de destilar los grandes temas de la circunstancia humana —la amistad, la soberbia, la generosidad, el amor— sin necesidad de ficción (la novela tendrá posteriormente su época de vigencia) y sin recurrir a una trama o a una brújula. En el aislamiento, Montaigne, que bebía de las fuentes grecolatinas, conectó al Renacimiento con la Ilustración y puso en órbita la reflexión como parte de la genealogía de la literatura. “Quien busque ciencia, que vaya a sacarla de donde mora; de nada hago yo menos profesión. Son estas de aquí obras de mi pensamiento con las que no intento dar a conocer las cosas, sino a mí mismo. Las cosas las sabré quizá un día, o las supe, si la fortuna me condujo a los lugares donde las explicaban; pero las he olvidado ya; y aunque sea hombre de algunas lecturas, no soy hombre de memoria; no puedo, pues comprometerme a nada que no sea informar de con qué rasero se miden ahora mismo los conocimientos que yo tenga”, registró en el papel hace siglos.

El aislamiento de Lampedusa produjo, en 1958, una de las más fascinantes obras literarias del siglo pasado, El gatopardo; novela póstuma (el príncipe murió de complicaciones pulmonares en Roma, tras el rechazo editorial, y sin ver la publicación de su obra maestra) que es un verdadero tratado sobre la soledad y acerca de la preparación para la inminencia de la muerte, al tiempo que un punzante retrato del declive de la aristocracia siciliana, todavía en épocas del “Risorgimento” aferrada a costumbres del antiguo régimen, fastuosa y perezosa como se debe. El gatopardo germinó en el retraimiento casi absoluto, porque Lampedusa (que se había casado con una sicoanalista letona que tenía rutinas nocturnas) pululaba por Palermo durante el día. Desayunaba inmutablemente en un café determinado, caminaba por las calles de la ciudad para escudriñar con perseverancia de minero en los estantes de las librerías y almorzaba, también rutinariamente, en otro café. Las tardes, evidentemente, las dedicaba a la lectura, con especial preferencia por Shakespeare y Stendhal. De esas lecturas obsesivas surgió la iniciativa de formar un grupo de conversación literaria compuesto por jóvenes, en particular por su pariente Gioacchino Lanza Tomasi (quien custodia ahora mismo su legado literario) y el futuro crítico Francesco Orlando. Cuando el príncipe se entendió como un fin de raza y como uno de los últimos miembros ilustrados de una clase en desaparición, se abocó a componer su novela espléndida. Abad Faciolince, cultor él mismo de la memoria, aporta: “El recuerdo, en Lampedusa, rastrea sensaciones de todos los sentidos y por eso sus párrafos son a veces visuales (el color preciso de una cortina), otras auditivas (el tono exacto de la voz de su padre), táctiles (la sinuosa curva de una estatua) gustativos y olfativos (los macarrones de la vecina). El tono amatorio, casi cortesano con el que habla de su casa es un indicio más de este interés obsesivo en los objetos y en su descripción detallada, literalmente sensual”. En su aislamiento, concluye el novelista colombiano, Lampedusa buscó reemplazar la realidad por la literatura.

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