Yoann Bourgeois o el arte de la suspensión

Por Carla Badillo Coronado

Edición 459 – agosto 2020.

En Europa le dicen el nuevo enfant terrible del arte y eso, para un tipo que todavía no cumple los cuarenta años, podría incluso quedarse chico. Dicen, también, que museos y galerías de todo el mundo se pelean por auspiciar sus proyectos, o sea, por darle dinero para que haga lo que le dé la gana. Ese es el arte verdadero y libre que tanto necesitamos.

Baila primero, piensa después. Es el orden natural.
Samuel Beckett

“No me interesa cómo se mueven las personas, sino lo que las mueve”, decía Pina Bausch, esa gran renovadora de la danza moderna cuyo estilo vanguardista nació de la mezcla del expresionismo alemán y otras disciplinas, cambiando para siempre el modo de bailar. El mismo precepto —híbrido, libre, visionario— nos remite a otro gran explorador: Yoann Bourgeois (Francia, 1981), coreógrafo, malabarista y acróbata circense cuyo elemento vital es el vértigo. El vértigo como pulso creativo que marca un desafío en toda su obra: mantenerse en pie. Parecería una obviedad si hablamos de danza, pero no lo es. Sus coreografías son una mezcla de teatro y circo, y requieren un esfuerzo doble o triple por parte de los bailarines para seguir los retos que nacen de su cabeza.

“El circo que defendemos” —explicó alguna vez— “se encuentra en el límite extremo de los juegos de vértigo y de los juegos de máscaras. Yo trato de llegar al ‘punto de suspensión’, que es una expresión del malabarista para el momento cuando el objeto lanzado al aire alcanza la cima de la parábola, justo antes de la caída. Mi pasión es la búsqueda de ese punto ideal, libre de peso: el instante de todas las posibilidades”.

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Según el diccionario, vértigo es el “trastorno del sentido del equilibrio caracterizado por una sensación de movimiento rotatorio del cuerpo o de los objetos que lo rodean”, y es eso lo que encontramos en Aquel que cae (Celui qui tombe), una de sus obras más icónicas. Se trata de una plataforma de acero cubierta de madera, imponente, suspendida en medio del escenario y sobre ella seis bailarines desafiando la gravedad. Al inicio todo es oscuro y apenas se escuchan algunos crujidos. Poco a poco la plataforma comienza a girar, se inclina y se eleva, mientras los intérpretes intentan mantener el equilibrio. De repente se escucha la voz de Frank Sinatra cantando My way, y la cadencia de la melodía contrasta con la velocidad cada vez más frenética que los obliga a apresurar sus pasos. Ya no caminan, corren; es imposible no angustiarse y a la vez admirar la belleza de ese cuadro rotativo. ¿Acaso no es esa la representación misma de la existencia? Unos caen, otros se sostienen, algunos extienden la mano para que los otros no vuelvan a caer. La imagen sobrecoge. La plataforma no deja de moverse y ahora es Beethoven quien acompaña la escena. Solemnidad y supervivencia. Resistir para no caer en al vacío.

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“Inventarse algo permite entender la distancia que hay entre la proyección imaginaria y la realidad. Un ejemplo elocuente de esto es ver que la plataforma de madera cruje. Tiene pequeñas inflexiones, se tuerce, la materia trabaja verdaderamente y produce ruidos. Y ese es el tipo de cosas que uno no prevé. Pero cuando uno crea un espectáculo tiene dos opciones: uno se cuelga de lo que se había imaginado, y así, le sube el volumen a la música o envía sonidos que anulen ese crujido de la madera o, por otro lado, y es el que yo elegí, escucha lo que está pasando. Así que le puse micrófonos para amplificar esos crujidos”.

Yoann Bourgeois

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Celui qui tombe causó furor en la Bienal de Danza de Lyon en 2014, donde fue estrenado como espectáculo de apertura, dejando al público maravillado, enloquecido. Fue la primera obra de raíz circense montada sobre el escenario de la ópera de la ciudad. Según Bourgeois, su coreografía nació de un proceso de investigación que le tomó varios años. En ese transcurso, mejoró algunas técnicas en varias escuelas circenses, creando paralelamente otros espectáculos relacionados con aquello que siempre le interesó en el circo: la amplificación de los fenómenos físicos. En ese sentido, la plataforma giratoria fue el mejor dispositivo que encontró para manifestar principios físicos y mecánicos elementales, como la fuerza centrífuga, la gravedad, el equilibrio y la oscilación.

“Lo que necesitaba era devolver estos fenómenos a su condición más simple”.

Y es cierto.

Si uno le sigue la pista por Internet, verá que el escenario y los elementos que utiliza para sus obras son siempre minimalistas. No obstante, esa simplicidad en la ejecución de la danza también requiere una logística compleja, hecha de soportes y dispositivos específicos, a fin de materializar sus ideas que siempre incluyen más de un riesgo.

Tentativas de aproximación a un punto de suspensión (2017) es buen un ejemplo de ello. Se trata de un espectáculo concebido en el formato de números (pequeños actos independientes), interconectados por el tema de la suspensión. Todo se desarrolla en una atmósfera de misterio. La gente va entrando por grupos para encontrarse con varias estructuras de gran tamaño cubiertas por tela. Niños y adultos observan maravillados aquello que prometía ser danza y de pronto se vuelve magia. Las telas van cayendo y algunos escenarios se revelan: un inmenso tobogán, una plataforma giratoria, una montaña de sillas encadenadas. Los bailarines-acróbatas entran en escena; entre ellos el mismo Bourgeois, que interpreta un solo magistral entre una escalera y una cama elástica, mientras suena la Metamorfosis II de Philip Glass.

Celui qui tombe (Aquel que cae), las acciones se desarrollan en una tabla de madera, un cuadrado móvil e inclinado en donde los personajes sufrirán los tormentos de una superficie inestable. La pequeña escena se convierte en un territorio hostil contra el cual deben luchar para mantener una apariencia de equilibrio.

Otro acto que impresiona es el de una bailarina que se mueve sujetada por una grúa y que es arrojada al interior de un tanque tubular lleno de agua. En el fondo yace una silla en la que intenta sentarse, pero el agua la expulsa hacia arriba repetidas veces. Los cabellos cubren su rostro, la ropa se transparenta, y en esa insistencia aparece nuevamente el desafío de mantenerse en pie. El acto transcurre en cámara lenta, por lo que los movimientos se vuelven aun más oníricos. El rostro de la gente cambia, algunos tienen la boca abierta, la belleza es proporcional al temor.

Pero también hay humor; después de todo se trata de un circo existencial. (“Me gusta una audiencia donde un niño puede reír junto a un adulto que se siente asustado”). No en vano, The New Yorker se refirió a Bourgeois como “un ingenioso comediante en la línea de Chaplin y Keaton y un maestro insuperable del trampolín como herramienta para la poesía”. Y en ello radica su maestría, en su capacidad de hacer que el público pase de un estado de euforia frente a situaciones absurdas (sillas y mesas que se rompen y se recomponen por sí solas o partes del cuerpo que se caen como piezas rotas) al silencio absoluto, ya sea por reverencia, por temor o simplemente por el asombro que implica reconocerse en un otro.

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“Me intereso un poco en todo y olvido casi todo al mismo tiempo. Tengo, en el fondo, poca cultura en el sentido tradicional. Creo que todo lo que busco son cosas que necesito para vivir, primero, y luego para hacer alguna cosa que puede ser un texto, un espectáculo. Lo uso y lo olvido, y es genial porque lo puedo volver a utilizar. En este momento estoy en varios proyectos de creación al tiempo que me hacen encontrarme con el Réquiem de Mozart, la Séptima sinfonía de Beethoven y estoy leyendo al pensador israelí Yuval Noah Harari. Pero hay una dimensión que me inspira desde hace mucho y que nunca olvido: la relación con la naturaleza”.

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Si Bourgeois tuviese que elaborar una lista de agradecimientos en sus programas de mano, con un apartado para todo aquello que no sea humano, probablemente la encabezarían las montañas. Desde su natal Jura, al noreste de Francia, hasta la región sureste de Grenoble, donde ahora reside: ese ha sido su hábitat. Desde ahí puede observar La Chartreuse, una cadena montañosa con relieves muy plegados y al mismo tiempo recubierta de dos tercios de bosque, lo que la tiene prácticamente deshabitada y con una biodiversidad preservada. En ese macizo de montañas también se encuentra el primer monasterio de la orden de los cartujos, hombres consagrados al silencio.

En ese contexto, me pregunto cómo y cuándo nació su vocación por el vértigo, y todo me lleva a su infancia. La historia parece un cuento. Cuando sus padres se separaron vendieron su casa. La pérdida desorientó mucho al niño, pero pronto se interesó en saber quiénes eran esas personas que compraron el que solía ser su hogar. Para su sorpresa resultaron ser los fundadores del Circo Pluma, pioneros del “nuevo circo”, un movimiento, sí, circense, que surgió entre la década de los setenta y ochenta, y que combinaba distintos lenguajes y géneros artísticos, sobre todo el teatro. El pequeño Yoann quedó fascinado, sin saber que su curiosidad le mostraría su destino.

Scala, 2018.

“Mi primera experiencia de circo fue en el jardín de mi casa, cuando tenía nueve años. Hice una pila debajo del balcón, con cosas que pudieran amortiguar mi caída: colchones viejos, cojines y almohadas, y convoqué a mis amigos y a mi familia para que vieran mi ‘gran salto’”.

Pero las hazañas de sus integrantes no fueron lo que más lo impresionó y atrajo del circo, sino su forma de vida errante. Así, cumplidos los diecisiete años, se marchó para Rumanía.

“Me sentía desorientado. Tenía dificultades con el colegio, con mi familia, con la sociedad, con todo el mundo. No sabía para dónde iba y no tenía muchos puntos de referencia. Pero me gustaba mucho la música gitana y veía películas que hablaban de esta cultura; por ello quise conocer ciudades y pueblos gitanos. Tenía la impresión de que en esta música había algo que me hablaba a mí en particular. (…) Allí encontré el malabarismo y me formulé a mí mismo el sueño de poder hacer algo sublime con casi nada, con tres bolas”.

A su regreso, decidió estudiar en los Centros Nacionales Franceses de Circo y Danza, y luego pasó cuatro años como bailarín del legendario colectivo de Maguy Marin. En 2010 creó su propia compañía, con la que viaja a dar funciones en diferentes partes del mundo. Actualmente dirige, junto con el coreógrafo Rachid Ouramdane, el Centro Coreográfico Nacional de Grenoble.

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La infancia de Bourgeois me hizo recordar un pasaje de Clarice Lispector en su libro Un soplo de vida. Alguna vez me lo aprendí de memoria gracias a ese otro vértigo que es la poesía. “Cuando era pequeña daba vueltas, vueltas y más vueltas alrededor de mí misma hasta marearme y caer. Caer no era bueno, pero el mareo era delicioso”. Me dio curiosidad saber qué seguía, así que fui al libro y encontré esto: “Marearme era mi vicio. Siendo adulta doy vueltas pero cuando me mareo aprovecho esos pocos instantes para volar./ Creo que la locura es perfección. Es como avizorar. Ver es la pura locura del cuerpo. Letargo. La sensibilidad trémula que hace a lo que está en torno más sensible y lo hace también más visible, con un pequeño susto, e impalpable. A veces se produce un desequilibrio equilibrado, como un columpio que ora está arriba, ora está abajo. Y el desequilibrio del columpio es exactamente su equilibrio”.

Leer a Lispector es (re)descubrir a Bourgeois.

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Otras de sus obras más conocidas: El arte de la fuga (2011), Passants (2018), Ophélie (2018), Réquiem (2019) y La mecánica de la historia (2017). Esta última es un monumento vivo. Se trata de una estructura rotativa (que incluye una escalera y una cama elástica) en la que cuatro bailarines vestidos de gris se lanzan una y otra vez turnándose en los escalones. Es imposible no pensar en el mito de Sísifo cargando la piedra, subiendo y bajando sin parar. La estructura fue ubicada en el panteón de París, exactamente en el péndulo de Foucault, utilizado para demostrar la rotación de la Tierra, por lo que la obra dialoga con ese giro infinito.

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“Me he preguntado a menudo por qué la caída es tan grave y mi propia respuesta, como malabarista al ver rodar mi pelota en la tierra, es porque nos frenamos. La caída es grave porque conduce a la inmovilidad. Y el punto de suspensión es precisamente lo contrario. Es el lugar donde todo es posible. Y seguramente es por eso que es tan fascinante. Es la perspectiva del tiempo que se detiene, de la eternidad”.

Yoann Bourgeois

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La caída, como tema filosófico, ha atravesado todas las artes y todas las épocas. Los ejemplos abundan: desde los cuadros de Brueghel El Viejo hasta los libros de Albert Camus, pasando por las esculturas de Rodin o las coreografías de Pina Bausch que citábamos al principio. Las obras van desde lo explícito a lo metafórico, por eso, el tema se vuelve inacabable; aunque el acto de caer signifique lo contrario: “perder el equilibrio hasta dar en tierra o cosa firme que detenga a ese cuerpo”. Detener. Para Bourgeois el desafío es mantenerse en pie, justamente porque su deseo es que el juego nunca acabe.

Entonces el arte.

Pienso en Bourgeois y pienso en Yves Klein, ese otro visionario que reinventó el azul y que se atrevió a crear una serie de performances con pinceles humanos, cruzando las fronteras entre el sonido y el color, entre el silencio y el tacto. Fue él quien inmortalizó una de las fotografías más icónicas del siglo XX: Salto al vacío (1960), escenificando su propio universo artístico, y logrando a su manera ese punto de suspensión. En ella aparece arrojándose a la calle con los brazos abiertos como si en vez de caer fuese a volar.

Vértigo.

La mecánica de la historia es un mareo colectivo. Escribo esto mientras el mundo sigue paralizado y ya no distingo los días. Seguimos rotando. Mantenerse en pie. Pienso en Bourgeois y pienso en Lispector y pienso en Pina y pienso en Beckett que parecería decirme desde el origen de los tiempos: “Baila primero, piensa después. Es el orden natural”.

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