Este 11 de septiembre se cumplen cincuenta años del golpe militar que cambió radicalmente el destino de Chile y marcó para siempre a una generación de jóvenes que respaldaban a Salvador Allende. Este es el testimonio de uno de ellos: nuestro editor cultural.

La amenaza de golpe flotaba en el aire cuando llegué a Santiago a principios de marzo de 1973. Iba a continuar mis estudios de Sociología en la U de Chile, pero, sobre todo, quería vivir de cerca ese proceso político extraordinario que mantenía encandilada a la izquierda latinoamericana.
Y a la derecha también pues en plena Guerra Fría entre Washington y Moscú, insólitamente, una alianza de partidos marxistas, la Unidad Popular, había conquistado la presidencia en 1970. Pero muchas fuerzas se oponían a la llamada “vía democrática al socialismo”.
Los intentos de frenar ese avance social ocurrieron desde el principio, con el asesinato del general Schneider, y llegaron a un punto muy alto con el paro de transporte que afectó gravemente a una economía que ya estaba en problemas.
Después se supo, por ejemplo, que los empresarios brasileros habían colaborado con diez millones de dólares para financiar a los parados. Y se sabría también que el secretario de Estado, Henry Kissinger, orquestaba desde Washington a la oposición.
Fiesta al filo del abismo
A pesar de las tensiones políticas, o quizás por eso mismo, la vida era muy loca y muy libre en Santiago en los meses finales de la Unidad Popular. La prensa de ambos lados decía lo que quería y lo que no debía, mientras los bares y las discotecas estaban llenos de gente alegre, sobre todo de extranjeros que recibíamos remesas de estudiantes, pero que nos permitían vivir más allá de nuestra realidad pues el dólar de la calle valía tres o cinco veces más que el cambio oficial.
Recuerdo los piscos con cola y el alboroto sin tregua de La Sirena y el Mon Bijou, pronunciado billú, “para que te diviertas tú”. Recuerdo el legendario fricasé de sesos del restaurante El Bosco en La Alameda y los deliciosos steaks de caballo del Chez Henry, cuando ya escaseaba la carne de vacuno. El restaurante quedaba en la plaza de Armas, muy cerca del café Haití, apodado el café con piernas por las meseras que atendían en hot pants.
Pero estaban también las colas para obtener artículos esenciales que solo circulaban en el mercado negro. Y rugían las marchas de respaldo al Gobierno con consignas como: “¡La calle es de la izquierda, los momios a la mierda!”. Momio era y sigue siendo el equivalente de pelucón.
Allende, un demócrata de toda la vida —un romántico de esquelas perfumadas y citas furtivas, como lo describió García Márquez—, hacía malabares para soportar las presiones del ala radical de su Partido Socialista, así como del MIR y otros que le exigían “avanzar sin tranzar”. Un avance que conducía ineluctablemente al abismo.
El 29 de junio del 73 se sublevó un regimiento de tanques que rodeó el palacio de La Moneda y lo ametralló. Pero el grueso del ejército se mantuvo leal, incluido el astuto y ladino general Pinochet. Esa mañana Allende llamó a que los obreros se tomaran las fábricas y salieran a respaldar al Gobierno legítimo.
Al anochecer, inmerso en una multitud de cientos de miles de simpatizantes que colmaba la plaza, escuché la arenga del presidente desde el balcón del palacio. Fue un triunfo fugaz pues dos meses después la derecha, que actuaba dentro y fuera de las Fuerzas Armadas, logró la renuncia del general Carlos Prats (que luego sería asesinado en Argentina, donde se había exiliado tras el golpe). Allende nombró como comandante en jefe al general Augusto Pinochet, firmando también y sin saberlo su sentencia de muerte.
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El día del golpe
Intentando escapar del ambiente ultrapolitizado, el segundo semestre me inscribí en Literatura, en la Universidad Católica. Era una escuela muy prestigiosa en un ambiente más sosegado. Hacia allá me dirigía la mañana del martes 11 de septiembre, pero no pude cruzar el río Mapocho pues había militares apostados en cada puente, que impedían el paso al centro para que no se dieran concentraciones de respaldo al Gobierno.
Solo permitían salir del centro, de donde venían gentes apresuradas, asustadas, pues el miedo se había instalado bruscamente en la ciudad, un miedo que iba a durar diecisiete años.
De vuelta en la residencial, escuché por radio el último mensaje de Allende, que se volvería legendario, cuando dijo que no iba a renunciar: “Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”. Añadió con tono profético que “más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre”.
Poco después aviones de la Fuerza Aérea bombardearon con rockets el palacio de La Moneda. Ante la débil resistencia, las tropas que lo rodeaban irrumpieron fácilmente. Entonces, honrando su palabra, para evitar ser apresado y humillado, el presidente se suicidó con la metralleta que le había regalado personalmente Fidel Castro, cuya larga visita, en 1971, exacerbó a los militares y a la Embajada americana.
Acostumbrados a los golpes criollos que no traen mayores secuelas, algunos universitarios ecuatorianos creíamos que pronto se calmaría el ambiente. Pero las cosas se iban agravando día a día, y se emitían bandos militares pidiendo a los chilenos que denunciaran a “los extranjeros que han venido a matar chilenos”, decían.
Así funciona la narrativa fascista. De los miles de extranjeros que habíamos llegado a Chile por distintas razones, ninguno tenía en mente matar chilenos. Por ejemplo, los brasileros, que se destacaban tanto con su look tropical, venían escapando de la dictadura militar que torturaba y eliminaba a la gente de izquierda. Y muchos tuvieron la desgracia de ser capturados y desaparecidos en Chile.
Empezaron a bajar libros de marxismo y cadáveres por las aguas lodosas del río Mapocho y los militares lanzaban redadas nocturnas, barrio por barrio, manzana por manzana. Muchos fueron llevados al Estadio Nacional, adecuado como centro de detención y tortura. Otros nos salvamos de milagro.
Como no tenía sentido permanecer allí, fui uno de los setenta y pico de compatriotas que nos asilamos en las oficinas de la Embajada del Ecuador, en el cuarto o quinto piso de un edificio ubicado en Providencia y Pedro de Valdivia.
La mayoría éramos muy jóvenes y ya sintiéndonos seguros nos dimos modos de entretenernos la semana que pasamos allí. Varios ecuatorianos no tuvieron esa suerte y fueron asesinados por los soldados de la dictadura.
“¡Te vas sin libros, huevón!”
Cuando preparé mi maleta, casi no metí ropa sino básicamente libros de literatura, arte y psicoanálisis. No recuerdo bien cómo me deshice de los libros de política, temas sociales y marxismo, cuya posesión te podía costar la vida. Quizás los quemé en el patio o los arrojé furtivamente al río. Todo implicaba un alto riesgo.
A los salones de la embajada, en cuyo suelo dormíamos sobre algunos periódicos y con chulla cobija, llegaban noticias sueltas de la represión brutal que se había lanzado y de las dificultades para salir del país, incluso como asilados. Que te quitaban los dólares, decían, con el cuento de que no podías sacar divisas de Chile. Que a algunos los retenían o maltrataban; en fin, rumores letales.


Finalmente nos avisaron que había llegado el avión de Tame y debíamos prepararnos para el viaje. Recordemos que en el Ecuador gobernaba la “dictablanda” del general Rodríguez Lara, quien, comparado con Pinochet, era un ángel bajado del cielo. Pero no dejaba de ser un Gobierno represor cuando lo consideraba necesario.
Usaba yo una chompa gruesa y distribuí por el forro acolchado los dólares en billetes de unos cuatro o cinco compañeros de viaje. Riesgos que uno no mide bien en esa edad de la solidaridad.
Cuando tocó la revisión de mi equipaje en una sala aparte del aeropuerto de Cerrillos, el milico se sorprendió de ver tantos libros en lugar de ropa e intentó clasificarlos con fastidio, sin entender bien de qué carajo se trataba hasta que llegó a La literatura y el mal, ese clásico de George Bataille.
—El mal, el mal bien subrayado —dijo, ojeándolo. Por fin había encontrado el pretexto que buscaba.
—Son ensayos literarios —intenté una defensa.
—¡Te vas sin libros, huevón! —replicó, echando al suelo con el dorso de la mano todos los libros. Pero me di por bien servido pues ya no me esculcó la chompa cargada de dólares.
Me veo finalmente sentado en la cabina del avión ecuatoriano, que está vigilada por un par de paracaidistas que impiden cualquier alboroto. Entonces cierro los ojos y hago un breve recuento de los siete meses increíbles que he vivido desde que salí de Quito, sin calibrar todavía el peso y la permanencia que tendrá la dictadura de Pinochet.
Y sin sospechar que cincuenta años después reviviré esos momentos, ahora, cuando muchos de los protagonistas han muerto, pero la derecha pinochetista cobra mucha fuerza y amenaza volver al poder con Katz.