Yo, carnívora, longa y mala feminista.

Por Ana Cristina Franco.

Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.

Edición 453 – febrero 2020.

 Firma---Franco---1

Cuando tenía quince años los conciertos de rock eran conciertos de rock. Todos andábamos por ahí, desgreñados, greñudos o como se diga, con la ropa rota y el corazón latiendo. A nadie le importaba cómo se vis­tiera el otro, es más, si se vestía peor, mejor. En los conciertos de rock de mi época (mier­da, estoy diciendo cosas como “mi época”) éramos todos contra todos, existía el pogo, que quería decir correr en círculo y dar quiños al aire o a quien le llegue; en esos tiem­pos, oh sí, en mis tiempos, todavía decíamos malas palabras, los cantantes se enlluchaban en público, los guitarristas pateaban sus gui­tarras. Hippies, aniñados, sureñas, norteños, todos dando vueltas sin sentido. En los con­ciertos de rock de hoy, primero ya no hay rock, el género siempre es algún derivado: “alternativo”, “indie”, “pop”. Tristes tiem­pos los de hoy en los que nadie se emborra­cha ni hace idioteces. Tristes tiempos los de hoy en los que ha muerto el rock.

Pero, bueno, en realidad no quiero ha­blar del rock (o tal vez en el fondo sí), a lo que voy con todo esto es hacia una pequeña observación, si antes los jóvenes nos caracterizábamos por romper las reglas, los mi­llenials de hoy se caracterizan por ser muy correctos. ¿O no han notado ese fantasma de corrección política que recorre el ambien­te, que recorre el Facebook? A pesar de que la mayoría de hipsters/millenials son ambien­talistxs, feministxs, vegetarianxs, ecologistxs, pachamama (¿o pachamamx?), parece que en el fondo se hubieran tragado un rector de escuelita fiscal, un medidor de moral que está permanentemente juzgando, aproban­do o desaprobando el comportamiento de los demás.

Alguna vez escribí una columna en la que hablaba de mi experiencia como única carnívora en una familia de vegetarianos. Mi intención no era otra que describir mi sentimiento de exclusión con una perspectiva cómica, y claro, poner en evidencia que a veces la tortilla se da la vuelta y que hasta en los grupos más alternativos las estrategias de exclusión se repiten. Con las reacciones de los lectores supe que mi tesis era cierta. Hordas de veganos me insultaban, me lla­maban inhumana, imbécil, ignorante, cer­da. Los seres de luz estaban ardidos. Miren nomás. Y yo que había imaginado, sí, quizá desde el cliché, que estos sujetos que, por lo general, combinan su dieta con yoga, eran más pacíficos…

Otra ocasión fueron mis colegas feminis­tas quienes se enojaron conmigo por confe­sar que sigo viendo las películas de Woody Allen, y que por ningún motivo estaría dispuesta a quemarlas; una cosa llevó a la otra y una compañera terminó gritándome, roja de iras: “¡Mala feminista! ¡Mala feministaaaa!”.

Así que tenía a feministas y veganos, perdón, veganes, en mi contra. No confor­me con esto, se me ocurrió participar en una discusión en Facebook en la que unos con­tactos ambientalistas se burlaban de la ma/paternidad; ya saben de qué lado estaba yo, que tengo un hijo de dos años. Estos amigos, que han decidido llevar una vida sin hijos, o como ellos mismos la llaman childrenfree (el buen hipster siempre hallará un término más apropiado en inglés para expresarse, y mejor si es acompañado de un hashtag, así #chil­drenfree), defendían el humor negro. Yo es­taba de acuerdo en eso del humor negro, de verdad, lo que en el fondo me molestaba no era su discurso antipaternidad, sino sus ganas de creerse superiores por profesarlo. Lo que me extrañó fue que fueron ellos mismos quienes se ofendieron cuando, uno o dos días después, alguien aplicó el mismo “humor negro” esta vez al hecho de adop­tar gatitos de la calle. Esto no les pareció nada divertido. De hecho, les pareció im­perdonable.

Empecé diciendo que lo que caracteriza­ba a los millenials era ser correctos. Me equivoco; sospecho que atrás de esa “corrección política” no existe ninguna moral, la única regla es ser cool. Y a la final lo que rige lo cool es una cierta sofisticación que se eleva sobre lo común, sobre “el vulgo”, así que esto otra vez se reduce a una cuestión de clases. En otras palabras, en la lógica hipster/millenial, no importará qué tan vegano, feminista o in­telectual seas, mientras sigas siendo cholo, longo, anticuado, cagaste…

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