
Cada semana, un animal. A diario, una lagartija. Por la tarde, una familia de patos. A la madrugada, un coro gatuno. Ciertas mañanas, cruzando el paso cebra como un peatón más, su majestad el pavo real. Y, si el azar es bondadoso, me regala el encuentro con una pareja de manatíes coreografiando el amor bajo el agua de un puente. Nunca, en mi vida, había tenido tantos animales cerca. Nunca me había maravillado tanto.
Miami es un bestiario. Aquí, te guste o no, debes convivir con la fauna y la insecta. Un botón: las cucarachas —de diversos apetitos, tamaños y velocidades— se entrometerán en tu casa más que la policía o que un casero latoso. Seré sincero: la presencia y la compañía de otras especies, a veces, me agobia. Pero también me fascina. Me inspira. El libro de cuentos que vine a terminar en la Magic City tiene como protagonistas o leitmotiv a animales e insectos, así que yo feliz y grato de encontrármelos a diario y saludarlos como vecinos.
“¿Por qué los animales?”, le han preguntado siempre a la escritora estadounidense Susan Orlean. En el texto que abre su espléndido libro de crónicas On Animals, Orlean responde: “[Porque] son maravillosos para ver”. Y sigue: “Parecen tener algo en común como nosotros, y aun así son como aliens: desconocidos. Familiares pero misteriosos”. Sus-cri-bo. Aunque yo, a diferencia de Orlean, no me crie con animales. En mi niñez fueron ausencia.
Mi madre no nos dejó tener mascotas a mí y a mis hermanos. Nunca, jamás, un perro. La única gata —Mandy— que pisó nuestro jardín desapareció después de la primera noche. Me la regalaron por mi cumpleaños y, como mi madre ni muerta iba a dejar que entrara a la casa, la dejamos en la lavandería, afuera, encerrada en un fortín con una puerta de cartón que, claramente, derribó carcajeándose. Demasiado pronto, como humanos, nos quedaremos sin gatos ni flamencos ni leones. Cargaremos con la cruz de haber extinguido la belleza.
“La actividad humana ha desencadenado la sexta extinción masiva del planeta”, señala un artículo publicado en la revista Time, en mayo de 2023, titulado “La biodiversidad se acerca a una crisis de extinción”. De las 71 000 especies analizadas para el estudio citado —entre mamíferos, aves, anfibios e insectos—, apenas el 3 % tiene poblaciones en aumento. El 48 %, en cambio, presenta números en picada. Con los insectos hemos sido igual de exterminadores.
La advertencia de que podemos —y de que seguro vamos a— quedarnos desamparados no es nueva, pero cada vez son más las voces, desde distintos campos, que la exponen con rigor y empatía. La filósofa chilena, Diana Aurenque, autora de Animales enfermos, filosofía como terapéutica (Fondo de Cultura Económica, 2022), dice que los seres humanos somos animales enfermos, porque la salud no nos está dada por la naturaleza. Aurenque plantea que necesitamos sentirnos más terrícolas, más conectados con las plantas y la fauna. Debemos, de una vez, soltar ese relato autocomplaciente de que somos la especie más “evolucionada”.
Yo, la verdad, no creo en absoluto en esa falacia. Cada día que me encuentro con el verdor fugaz de una iguana adolescente, o con el ceño prudente y ancestral de un pelícano en plena pesca, o con la pesadez gallarda de los manatíes, pienso exactamente lo mismo que pensó la escritora estadounidense Maggie Nelson cuando aprendió sobre el divino ritual de cortejo del pergolero satinado: “Me pregunto si habré nacido en la especie equivocada”.