Ya pasaron cien años…

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Hace un siglo Lenin tomó el poder e inauguró una era de avances sociales, guerras y fracasos.
Por Jorge Ortiz.

Edición 425 / octubre 2017.

Sabía, pues lo proclamó en charlas y conferencias, que el suyo no era un invento cualquiera, de aquellos con utilidad limita­da y vigencia pasajera. No. El suyo era un invento importante, que tendría aplicacio­nes variadas y, tal vez, duraderas. Pero el artilugio que había diseñado James Watt en su laboratorio húmedo y obscuro de la Universidad de Glasgow, en Escocia, termi­nó siendo mucho más que eso: su máquina de vapor (un motor de combustión externa que convierte en energía mecánica la ener­gía térmica del agua hirviendo) cambió para siempre los sistemas de producción, trastornó la economía, modificó las formas de vida de la gente y generó transformacio­nes sociales, políticas y culturales de una profundidad como la especie humana no había conocido desde que inventó la rueda o, acaso, desde que dominó el fuego. Nada menos.

Con la máquina de vapor, dotada de un movimiento rotatorio que Watt patentó en 1769 y que sirvió para mover máquinas, bombas, vehículos y fábricas, la producción se masificó y pudo planificarse. La creación de riqueza ya no dependería nunca más de los ritmos caprichosos de lluvias y sequías. El progreso y el bienestar serían en lo sucesi­vo constantes e incesantes. Había empezado la Revolución Industrial. Era un quiebre, un punto de inflexión, en la historia de la huma­nidad. Su primera etapa, transcurrida entre 1790 y 1850, hizo que la economía dejara de ser rural y comercial, como lo había sido siem­pre, para convertirse en urbana y mecanizada. Las industrias se asentaron en las ciudades, requirieron grandes cantidades de fuerza de trabajo y, claro, el proceso de urbanización se volvió vertiginoso. Surgieron la burguesía y el proletariado. El capitalismo se afianzó.

(James Watt, contado sea de paso, fue también quien desarrolló el concepto de ‘caballo de fuerza’, como unidad de medi­ción de potencia, además de que la unidad de potencia del sistema internacional de unidades fue llamada ‘watt’, en su honor, y traducida al español como ‘vatio’.)

Nace el socialismo

En 1815, con la Revolución Industrial todavía en sus comienzos, terminaron las Guerras Napoleónicas y empezó un largo si­glo de paz global, en que la ausencia de con­flictos armados entre las grandes potencias militares (Gran Bretaña, Francia, Austria, Rusia y Prusia) alentó aún más el auge del capitalismo, que con el transcurso del tiem­po se reforzó gracias al sistema democrático nacido de la Revolución Americana de 1776 y de la Revolución Francesa de 1789. Pero la expansión del capitalismo industrial implicó, como efecto colateral, la irrupción de nuevas manifestaciones políticas, portavoces de un proletariado que, sin organización propia ni leyes laborales, era explotado por los dueños de fábricas y empresas: el sindicalismo, el anarquismo, el socialismo y el comunismo.

Surgieron así los primeros pensadores de lo que llegaría a ser el socialismo, que no alcanzaron a diseñar un sistema político que fuera antagónico al capitalismo, sino que ante todo se dedicaron a denunciar la “desigualdad entre los hombres”, que atenta contra “la voluntad general”, según la expre­sión que acuñó Jean-Jacques Rousseau. Allí estuvieron Henri de Saint-Simón, Charles Fourier y Robert Owen, entre otros, los llamados ‘socialistas utópicos’, que propo­nían la implantación de sociedades iguali­tarias, basadas en la fraternidad humana, o François “Graco” Babeuf, quien incluso intentó dar un golpe de Estado en plena Re­volución Francesa, la ‘Conspiración de los Iguales’, lo que le valió morir en la guilloti­na. Pero mientras los ‘utópicos’ pergeñaban la teoría socialista, el mundo se acercaba ya a la mitad del siglo XIX.

Fue Karl Marx quien, a partir de 1843, cuando publicó Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, dio el paso del ‘so­cialismo utópico’ al llamado ‘socialismo científico’-+, una teoría que se atribuyó la categoría de ciencia de la historia, según la cual las sociedades avanzan debido a la dialéctica de la lucha de clases, cuya sínte­sis final, inexorable, será la toma del poder por la clase obrera, que implantará la dic­tadura del proletariado. Con ella llegaría el socialismo, que implicaría la supresión de la propiedad privada y el traspaso al Es­tado de todos los medios de producción, la eliminación de la división de clases, la aplicación de una justicia social en la que cada persona recibiría en función de sus necesidades y, como resultado de todo eso, el surgimiento del “hombre nuevo”, sin co­dicias ni egoísmos. Entonces sería posible alcanzar el final de la historia, que sería la sociedad comunista, en la que ya no exis­tirían el instrumento de dominación de clase, que es el Estado, ni la herramienta de acumulación y acaparamiento de los exce­dentes productivos, que es la moneda. Esa sociedad comunista sería perfecta, definiti­va y planetaria.

Preparando la revolución

Karl Marx (1818 - 1883). Considerado el “padre del socialismo científico”, del marxismo y del materialismo histórico, así como uno de los mayores representantes del comunismo moderno.
Karl Marx (1818 – 1883). Considerado el “padre del socialismo científico”, del marxismo y del materialismo histórico, así como uno de los mayores representantes del comunismo moderno.

Marx, apoyado en su reflexión, su dis­quisición y su trabajo por Friedrich Engels, fue un pensador incansable y prolífico. Algunos de sus libros (Los Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844, Miseria de la Filosofía, El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, La Sagrada Familia, El Mani­fiesto Comunista, El Capital…) tuvieron un impacto enorme, aunque en las primeras décadas circunscrito a los círculos intelec­tuales de Alemania y Gran Bretaña, los dos países en los que vivió y en los que vatici­nó que empezaría la revolución proletaria mundial. En aquellos años se formaron también algunas de las organizaciones que aspiraban a ser el motor de esa “revolución inevitable”: la ‘Liga de los Proscritos’ creada en 1834, la ‘Liga de los Justos’ aparecida en 1836, la ‘Liga de los Comunistas’ impulsada por Marx y Engels en 1847 y, más tarde, la ‘Primera Internacional’, con sindicalistas, anarquistas, socialistas y comunistas de va­rios países europeos, surgida en 1864.

Ninguna logró nada, sin embargo. Nada, al menos, en términos prácticos, aun­que la teoría socialista (que ya era conocida como “marxista”) se divulgó y difundió sin pausa durante la segunda mitad del siglo XIX, a medida que ciertos sectores proleta­rios adquirían conciencia de clase y, unidos a intelectuales burgueses de izquierda, for­maban las vanguardias destinadas, según Marx, a hacer la revolución en los países in­dustrializados avanzados. Pero, contrarian­do esos pronósticos, fue en un país rural, agrícola y atrasado, Rusia, donde las ideas revolucionarias germinaron con fuerza, en especial desde la aparición pública de un teórico sólido y activista implacable, que con astucia y constancia supo capitalizar el descontento cada día mayor del pueblo ruso, que para entonces, los años finales del siglo XIX y, sobre todo, los iniciales del XX, ya había roto sus lazos de afecto y res­peto con la dinastía reinante: Vladímir Ilich Uliánov, conocido como Lenin.

Nacido en 1870 en Simbirsk, a orillas del Volga, Lenin fue un joven estudioso y silencioso, no demasiado interesado en la política, hasta que la muerte del hermano mayor trastornó a toda la familia y marcó a fuego el carácter y la vocación de ‘Volo­dia’, como con cariño era llamado Vladímir Ilich. En efecto, Aleksandr Uliánov se ha­bía vinculado con un grupo radical que, en medio del vendaval político de esos años fi­niseculares, se deslizó hacia el terrorismo y en marzo de 1887 pretendió asesinar al zar Alejandro III. La conspiración fue desbara­tada, los complotados fueron apresados y, tras un juicio sumarísimo, fueron dictadas cinco sentencias a muerte. La ejecución de Aleksandr, quien había estado a cargo de fabricar las bombas para matar al monarca, acabaría por ser el principio del fin de la di­nastía de los Románov.

Rusia y el abismo

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Lenin dirigiéndose al Ejército Rojo en Moscú el 5 de mayo de 1920, a la derecha León Trotski.

Para entonces, 1887, la emotiva compe­netración del sufrido y místico campesina­do ruso con sus zares se había difuminado casi por completo, a medida que su pobre­za se acentuaba y se volvía más lacerante, mientras en el resto de los países de Europa, en especial los del centro y los del norte, la Revolución Industrial que había desenca­denado la máquina de vapor de James Watt ya estaba elevando año tras año el nivel de vida de la gente, incluido el proletariado urbano. En Rusia, los tiempos de los zares reverenciados (y también temidos), como Pedro I, Catalina la Grande y Alejandro I, habían dado paso a una época de rebelión y tumulto, en que la casa imperial estaba en el centro del disgusto de las multitudes. Y Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, quien tras la muerte de su hermano había asumido sus ideales revolucionarios, se había colocado en la vanguardia de la insurrección.

Para 1893, a su llegada a San Petersbur­go para radicarse, Lenin ya había asumido la doctrina marxista y estaba en contacto con grupos comunistas en diferentes lugares de Rusia. Si bien sobrevivía a duras penas como abogado, su dedicación primordial en aquellos años fueron el activismo y la propaganda, aunque ya comenzaba a ejer­citarse como escritor enviando artículos a periódicos y revistas. Su erudición (era un lector infatigable y más tarde sería un autor torrentoso) le había convertido en una voz de referencia indispensable en los círculos políticos y académicos, en los que su prestigio era cada día más sólido. Pero su labor de agitador se hizo tan visible, sobre todo después de ha­ber fundado la Unión de Lucha para la Emancipación de la Clase Obrera, que en diciembre de 1895 fue apresado, encarcelado durante un año y después desterrado a Sibe­ria. Ese primer destierro, que duró tres años, le permitió dedicarse con pasión a escribir, lo que le convertiría a través del tiempo en el mayor teórico del socialismo, después de Karl Marx.

Al final de su exilio siberiano, ya en 1900, Lenin se sintió obligado a buscar re­fugio en Europa Occidental, pues en su país todos los dirigentes revolucionarios estaban fichados y perseguidos. Vivió sucesivamente en Múnich, Londres y Ginebra, aunque sin perder ni un solo día el contacto epistolar con sus camaradas en Rusia. Pero ya desde entonces los devotos del marxismo se en­redaban en debates agrios e interminables sobre cualquier tema, grande o pequeño, relevante o nimio. Y, en ausencia de Lenin, sus camaradas se enmarañaron en unas po­lémicas fragorosas que terminaron dividién­dolos en dos bandos. Ocurrió en agosto de 1903 durante el congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, realizado entre Bruselas y Londres, cuando ‘bolcheviques’ y ‘mencheviques’ separaron sus caminos por discrepancias menores (que a todos ellos les parecían fundamentales).

Matanza y ruptura

Ya para entonces, comienzos del si­glo XX, reinaba en Rusia Nicolás II, un zar sin la intuición política ni la vocación autocrática de sus antepasados, quien se desentendía por largos períodos y dema­siada frecuencia de los asuntos de Estado, absorbido por sus preocupaciones fami­liares. Esa desprolijidad coincidió, para el infortunio de la monarquía y los parabie­nes de los revolucionarios, con la época de mayor insurgencia callejera, que culminó el 9 de enero de 1905, cuando una con­centración obrera frente al Palacio de In­vierno, en San Petersburgo, que pedía ser atendida por el zar para presentarle sus re­clamos, fue disuelta a tiros de fusil y cargas de caballería por la guardia imperial. Fue el ‘Domingo Sangriento’, que entre muer­tos y heridos dejó unas mil víctimas, in­cluidos niños, y que rompió para siempre el vínculo emocional del pueblo ruso con la dinastía Románov. A partir de entonces, todo sería desentendimientos y tensiones entre el gobierno y sus gobernados.

Pocos meses después de la matanza de San Petersburgo, Nicolás II fue forzado a capitular ante el Japón, al cabo de una gue­rra iniciada en enero de 1904 y concluida en septiembre de 1905 con la derrota rusa y la destrucción casi total de su marina de guerra. La firma en Portsmouth, Estados Unidos, de un tratado en que Rusia aceptó la preeminencia de los intereses japoneses en Corea y Manchuria fue otro golpe de­moledor para el prestigio ya escaso de la monarquía. Ese mismo año, la familia real fue estremecida por la confirmación de que el heredero del trono, el zarévich Alexéi, na­cido en agosto de 1904 después de cuatro hijas mujeres del zar y la emperatriz Ale­jandra, padecía hemofilia, una enfermedad de la sangre que por entonces solía matar a sus contagiados antes de que salieran de la adolescencia.

La enfermedad de su hijo terminó de trastornar al zar, que se alejó cada vez más de los asuntos públicos y sucumbió a la influencia de la emperatriz, quien, a su vez, estaba sometida a la voluntad de un predicador siberiano locuaz y carismático, incluso visionario, pero abusivo, grosero, borracho y fornicador, Gregori Rasputín, quien conseguía lo que ningún médico de la corte había podido: detener las hemo­rragias del zarévich Alexéi y, así, salvarle la vida. Pero mientras Nicolás II trataba de asegurar la sucesión dinástica, las calles de las ciudades rusas se convulsionaban con una rapidez incontenible. La revolución parecía cada vez más próxima. Y Lenin, desde su exilio en Suiza, intentaba mante­ner el control de los dirigentes callejeros y lograr que no se apartaran de la ortodoxia marxista.

Triunfo y fracaso

El estallido de la Primera Guerra Mun­dial, el 28 de julio de 1914, precipitó los acontecimientos: en alianza con Gran Bre­taña y Francia, Rusia se involucró en el con­flicto y, casi de inmediato, empezó a sufrir grandes cantidades de víctimas en los cam­pos de batalla, desbordada por la tecnología más avanzada y las mejores estrategias mili­tares de Alemania. La guerra se volvió muy impopular en Rusia y, claro, Lenin supo sa­car provecho político de la situación. Plan­teó, primero, que el conflicto se convirtiera en una guerra civil, planetaria, del prole­tariado contra la burguesía, para terminar con el capitalismo e implantar el socialismo en el mundo entero. Y ofreció, después, que si llegara a tomar el poder, mediante una revolución popular, de inmediato sacaría a Rusia de la guerra y repatriaría a sus tropas. Ese ofrecimiento hizo de Lenin el líder más aclamado de su país, en un momento en que la caída de la monarquía ya era inevita­ble e inminente.

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Reunión de la Unión de Lucha por la Emancipación de la Clase Obrera, San Petersburgo, diciembre de 1895. De izquierda a derecha, de pie: A. L. Malchenko, P. K. Zaporozhets, A. A. Vaneyev; sentados: V. V. Starkov, G. M. Krzhizhanovsky, V. I. Ulyanov (Lenin) y Julius O. Martov.

Alemania cometió, entonces, un error inaudito: llevó a Lenin de regreso a Rusia, desde su exilio en Suiza, en un tren sellado, considerado una entidad extraterritorial, para apresurar el estallido de la revolución. El propósito era que tomara el poder y saca­ra a Rusia de la guerra, con lo que el frente oriental desaparecería y las fuerzas alema­nas se concentrarían en el frente occidental para derrotar a los británicos y los franceses antes de que Estados Unidos entrara en la guerra. Y, en efecto, Lenin llegó a San Pe­tersburgo el 3 de abril, cuando ya Nicolás II había abdicado y había sido formado un gobierno provisional. Seis meses más tarde, Lenin asumió el poder como presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo e impu­so una dictadura unipartidista. Era el 25 de octubre de 1917 (según el calendario julia­no, aplicado por entonces en Rusia, el 7 de noviembre según el calendario gregoriano, ya vigente en el Occidente). Ese día, hace exactamente un siglo, empezó la era del so­cialismo.

Después, a lo largo de los siguientes cien años, Rusia saldría de la Primera Gue­rra Mundial (pero, a pesar del tren sellado de Lenin, Alemania sería derrotada), sur­giría la Unión Soviética de quince repúbli­cas, serían estatizados los medios de pro­ducción, el agro sería colectivizado, serían creados los órganos de control y represión, irrumpiría Stalin e impondría un régimen de terror, la industrialización sería ejecuta­da a marchas forzadas, las purgas internas causarían al menos veinte millones de muertos, la Rusia soviética se aliaría con la Alemania nazi para invadir Polonia y des­pués sería invadida por las tropas de Hitler, su resistencia sería heroica y saldría triun­fante de la Segunda Guerra Mundial, ocu­paría militarmente media Europa y en ella impondría regímenes socialistas, fabrica­ría su bomba atómica y con ella desafiaría la supremacía americana, se enfrascaría en la Guerra Fría, difundiría la doctrina mar­xista-leninista por los cinco continentes, impulsaría avances sociales significativos y tendría decenas de gobiernos aliados, acu­mularía inmensos fracasos económicos y sociales que le causarían crecientes tensio­nes internas hasta que, en 1989, la Unión Soviética y toda su órbita de influencia ha­rían implosión y, sumidas en el caos, se extinguirían para siempre. Fueron, en to­tal, 72 años. Hoy, el socialismo (que no es la socialdemocracia de derechos, garantías, libertades y Estados de bienestar) no es nada más que un episodio fallido de la siempre turbulenta e impredecible historia de la especie humana. Nada más. Cuba y Corea del Norte son tan sólo excepciones absurdas. En fin.

 

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