Por Jorge Ortiz.
Edición 463 – diciembre 2020.

Su prestigio no era el más sólido posible. Muy por el contrario, de él se decía que estaba lejos de ser un diplomático brillante, a la altura de la impecable tradición vaticana, obligada a proceder con finura de orfebre en esos tiempos tumultuosos y repletos de malos presagios que transcurrían entre las dos guerras mundiales. Era un hombre bueno, sí, bondadoso y afectuoso, de carácter afable y trato ameno, pero carente de la erudición y la solidez intelectual que distinguieron a los pontífices de aquellos años: Pío XI, primero, y Pío XII, después.
Sea como fuere, el 30 de noviembre de 1934 monseñor Angelo Giuseppe Roncalli fue designado delegado apostólico en Turquía y Grecia, un cargo sin demasiada relevancia ni visibilidad, pero en el que debería moverse con sagacidad y tino porque Europa entera estaba agitada por el desenfreno de los tres caudillos que ocupaban el centro de escenario político continental, enturbiándolo y radicalizándolo: Stalin, Hitler y Mussolini. Se esperaba que su experiencia de nueve años como delegado apostólico en Bulgaria le bastara para desempeñarse sin contratiempos.
Pero en septiembre de 1939, tras un pacto siniestro y secreto entre la Alemania nazi y la Rusia soviética, estalló la Segunda Guerra Mundial, con la invasión y el reparto de Polonia. El conflicto se extendió por todo el planeta, con unas cifras pavorosas de víctimas. Los combates se volvieron cada día más encarnizados y sangrientos, mientras en la retaguardia, sin que casi nadie lo supiera, empezaba la labor de erradicación de la faz de la Tierra de todo un pueblo, el judío, el que unos cuatro mil años antes había recibido en Sumeria, en la lejana Mesopotamia, la revelación del Dios único con la que el patriarca Abraham cambiaría para siempre la historia de las creencias humanas.
En efecto, cientos de miles de judíos estaban siendo arrancados de sus hogares y llevados a campos de concentración, que después serían de exterminio, como parte de la ‘solución final’ que había emprendido el régimen nacionalsocialista. En su sede apostólica, en Estambul, Roncalli recibió una tarde —cuya fecha exacta no quedó registrada— la visita de Ira Hirschman, el representante del ‘War Refugee Board’, quien le contó del holocausto que estaba en marcha y de su angustia por no poder hacer nada para ayudar a tantos judíos desesperados. Fue entonces cuando Roncalli, acercándose y bajando la voz, le preguntó: “¿y si los bautizamos…?”.
La ‘Operación Bautismo’ empezó unos días más tarde: en coordinación con el nuncio apostólico en Budapest, Angelo Rotta, los delegados pontificios expidieron cientos y hasta miles de certificados bautismales a judíos húngaros que, provistos también de salvoconductos, viajaron a Palestina y se salvaron de la matanza. En los Juicios de Nüremberg, al término de la guerra, se supo que al menos veinticuatro mil personas eludieron las cámaras de gas y los hornos crematorios gracias a los documentos emitidos por Roncalli y Rotta. Nadie fue obligado a abrazar la fe católica: quienes quisieron seguir en el judaísmo, la mayoría, pudieron hacerlo con toda libertad.
De Estambul, en 1944 Roncalli fue transferido a París, como nuncio apostólico ante el gobierno de Francia, donde permaneció nueve años. En agosto de 1945, cuando terminó la guerra, el mundo empezó a enterarse, atónito y horrorizado, de lo brutal y masivo que había sido el holocausto judío. Las revelaciones tardaron en completarse por lo difícil que fue levantar testimonios y recoger documentos en la Europa devastada de la postguerra. De la ‘Operación Bautismo’ llegó a saberse poco. Ya proclamado cardenal, en 1953 Roncalli fue designado patriarca de Venecia. Y allí estuvo hasta el 28 de octubre de 1958, cuando, para sorpresa de todos y a pesar de su prestigio escaso, sus pares lo eligieron pontífice de la Iglesia Católica. Fue Juan XXIII, “el papa bueno”.