Por Jorge Ortiz.
Edición 462 – noviembre 2020.

Rodrigo. La traición de parte de la nobleza goda dio la victoria a las tropas islámicas.
Los godos (más tarde llamados visigodos, es decir ‘godos del oeste’ o, en alemán, su lengua madre, ‘Westgoten’) eran un pueblo germánico oriental que ya a finales del siglo III habían empezado sus incursiones, cada vez más frecuentes y sangrientas, contra el Imperio Romano: entraron en Grecia, sitiaron Constantinopla, saquearon Roma y, al final, se asentaron en las provincias más occidentales aprovechando que allí, en Hispania, no había quiénes les opusieran una resistencia consistente. Sus adversarios más temibles eran ellos mismos. Por eso se decía que eran gentes sin desbravar, que no sabían vivir en paz.
Habían llegado de tierras lejanas, a orillas del río Danubio, a principios del siglo V, cuando el Imperio Romano de Occidente se hundía en su decadencia, y decidieron no proseguir con su andar errante sino fundar un reino que les diera el sosiego que no habían tenido durante más de un siglo de guerras y padecimientos. Y, en efecto, ocuparon todas las provincias romanas de Hispania y fijaron su capital en Toledo. A Ataúlfo, su primer rey, coronado en el año 415, le siguieron treinta y dos reyes más, todos ellos guerreros ásperos y turbulentos que gobernaron a punta de espada.
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