Diners 463 – Diciembre 2020.
Por Daniela Alcívar Bellolio
Ilustraciones: Paco Puente
En este texto se encuentran Freddie Mercury, Juan Gabriel y una mujer que recuerda a la chica que fue y, junto a ella, todo eso que siempre será. Hay recuerdos que duelen e incomodan, pero hay también en la nostalgia una especie de puerta muy amplia que conduce a la libertad.
A Toño

Cuando descubrí la voz de Freddie Mercury tenía pocos años, once o doce. Siempre he tendido a la pasión irreflexiva. Recuerdo haber sentido una perplejidad que se mezcló con la instantaneidad del goce, recuerdo muy bien la tensión que esa voz generó en mi cuerpo, parecida a la tensión de la propia voz, que en vivo no es pura ni diáfana, sino que está cruzada de un exquisito temblor de garganta. Entonces, a inicios de los noventa, no existía Internet, así que descubrir música era una mezcla de azar con horrenda televisión nacional o —peor aún— horrenda radio nacional. Nunca enciendo la radio, porque me deprime. Me trae al presente no sé qué recuerdo familiar. Pero en esa época sí que escuchaba radio para atrapar —recuerdo común a todos los que hoy somos o estamos por convertirnos en cuarentones—, si había mucha suerte, alguna canción romántica de las que me hacían llorar y grabarla en un casete una y mil veces borrado y vuelto a usar, con sus capas de música como un palimpsesto indescifrable, símbolo de una época que ahora, que han pasado algunos años, parece demasiado material, demasiado burda en sus mecanismos de registro y reproducción. Sobre esto quisiera escribir más tranquilamente en otro momento.
Ahora quisiera quedarme recordando a Freddie Mercury un poco más. Es posible que esto sea un invento, pero “Bohemian Rhapsody” sonó en la radio mientras yo acompañaba a mi mamá o a alguna tía en el asiento del copiloto y habré pensado: no te olvides de la letra, no te olvides de la melodía, alguien tiene que saber cómo se llama esto. No podía saber yo que la canción ya llevaba más de una década siendo un clásico y que todo el mundo sabía quién era Freddie, qué cosa era Queen, qué pasiones despertaba ese hombre que yo aún no había visto en acción. Muchos años después me compré el DVD de Live in Wembley y contemplé una y otra vez los movimientos gráciles y vulgares, desfachatadamente sexuales y encantadores, los enormes dientes y el bigote, esa forma de bailar, el gesto del puño cerrado y los juegos con el palo del micrófono implicando potencia y lo que desde entonces entiendo por la más bella y atractiva —incluso ideal— masculinidad. Cuando me enteré de su ambigüedad sexual no pensé nada, nada que pudiera cambiar lo que creo hasta el día de hoy: Freddie Mercury es el hombre más hermoso del mundo y su voz es la voz más hermosa de la historia.
Pronto, durante mi preadolescencia, supe que Queen era una banda legendaria y me aprendí todos los temas que pude de memoria. Los cantábamos con mis amigas y yo sentía que era parte de algo hermoso, aunque no sabía bien qué. Cantando “Another one bites the dust” sentí, muchas veces, que yo también podía ser una estrella de rock, aunque el efecto se diluyera en el instante en que se terminaba la canción. Cuando tenía trece o catorce años, amar a Freddie y saberme sus canciones me hacía sentir especial, inteligente incluso, me hacía una persona interesante, y todo eso intensificaba mi placer aunque el amor fuera real y rebasara estas cuestiones relativas a la autofiguración de una adolescente insegura de sí misma y su lugar en el mundo. Yo, que desde siempre peleo con la inquietante sensación de estar fuera de lugar donde sea que me encuentre, encontré en Queen, pero sobre todo en Freddie, un espacio a mi medida.
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Por los mismos años en que descubrí a la banda británica, o quizá algún tiempo antes, es decir, siendo aún una niña, escuché en alguna reunión familiar llena de señores borrachos la voz de Juan Gabriel, el Divo de Juárez, y la experiencia se repitió con frecuencia desde entonces. El hombre a quien en esa época llamaba papá se sabía todas sus canciones, y recuerdo que le hacía bromas a mi abuelo, a quien por alguna razón le molestaba que su hijo cantara esos temas. “Es bello ese zorro, papi”, le decía, y se reía. Mi abuelo negaba con la cabeza, fingiendo enojo, aunque era difícil resistirse a las payasadas de ese señor al que yo llamaba papá. Poco después entendí que zorro quiere decir homosexual (maricón, para ser más fiel a la jerga de mi familia guayaquileña en los ochenta). Y recuerdo también, o quizá invento, la perplejidad que me causaba el modo en que en las bromas de mi papá algo se delataba, no sé bien qué, una cierta ambigüedad, un modesto desvío en su tan tradicional virilidad de guayaco, y así también con mis tíos y sus amigos hombres y todos los borrachos que por esa época pasaban fumando y bebiendo whisky con agua durante las calurosas noches costeñas en casa de mis abuelos, donde yo pasaba largas temporadas por razones que ahora no vienen al caso.

Algunos años después, por la época previa a la adolescencia en que mi furor por Queen estaba en esa cúspide que implican todos los comienzos relativos al afecto, las canciones del Divo se colaban en mis tardes de escucha atenta y caza de canciones de moda en la radio. Algo en mí se alegraba de escuchar, entre la multitud de tonadas indistintas, esa voz y esas melodías. A esa edad era incapaz de entender casi cualquier cosa, mucho más si tenía que ver con mis propias inclinaciones afectivas. Solo sé que una sonrisa, así sea interior, se me hacía cuando me encontraba con los agudos impecables de “Querida” o de “Hasta que te conocí” en las interminables sesiones de girar la perilla que movía la línea roja por el camino horizontal de números del dial. Pero no ponía REC. Nunca grabé en ninguno de mis casetes ninguna canción de Juan Gabriel.
Tampoco sé cómo es que me aprendí tan perfectamente sus hits, dado que nunca los incluí en mi cuaderno de letras de canciones, nunca me detuve, como con los éxitos de Bonnie Tyler, Roxette o Bon Jovi, una y otra vez, con la dinámica stop/play/rewind, a descifrar frases y anotarlas para luego compararlas con las hipótesis de mis amigas. Las canciones de Juan Gabriel entraron solas, sutilmente, a mi cabeza y a mi cuerpo, desde mis años de niña merodeando las fiestas de los mayores, luego en las escuchas fragmentadas en la radio, y finalmente en las horas vespertinas en que, entregada a la evidencia de que no podía evitar que me gustaran tanto su voz y su estilo doliente y melodramático, me sentaba a solas, sin contarle a nadie, a escucharlo y a cantar sus canciones a los gritos, estremecida por la emoción, imaginando no sé qué escenarios telenovelescos.
¿Por qué sentía tanto orgullo de mi auténtico amor por Freddie Mercury y, sin razonarlo mucho, prefería esconderme en mi cuarto para escuchar a Juan Gabriel?
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Hace un par de semanas, un queridísimo y entrañable amigo músico y yo, reunidos por la buena suerte frente al mar en una fiesta en la que asábamos a la parrilla algunas verduras y un poco de pescado, bien acompañados por vino blanco helado, empezamos a hablar de Juan Gabriel. Lo conozco desde hace muchos años. Recuerdo que cuando ambos éramos aún proyectos de adultos, gracias a él, conocí algunas de las bandas y músicos que me marcaron para siempre: The Beatles, Pink Floyd, King Crimson, Charly García, Spinetta, y hasta Soda Stereo y Fito Páez. Yo empezaba a estudiar Literatura y él ya era un gran músico, aunque no tan grande como lo es hoy. Recuerdo que en su presencia cuidaba mucho lo que decía sobre las bandas que me gustaban, porque no quería quedar como una tarada. Hablamos mucho de Queen en ese tiempo, fines de los noventa. Nunca hablamos de Juan Gabriel.
Veinte años después, reunidos, como digo, por un azar alegre frente al mar, los dos medio borrachos, y ante la irrupción de la canción “De mí enamórate”, en su soberbia versión en vivo en el Bellas Artes de Ciudad de México, mi amigo y yo, emocionados hasta la médula, discutíamos medio a los gritos las razones por las que Juan Gabriel es tan genial, las razones también por las que nos recuerda tanto a Freddie Mercury: ambos tenores prodigiosos, ambos vanguardistas del dominio del escenario, ambos portentosos en su interacción con el público, ambos extravagantes en su vestimenta, ambos preciosamente queer, ambos capaces de una revolucionaria cursilería. Solo que el uno fue roquero y, el otro, ranchero.

Mientras hablábamos, yo evocaba cada uno de los movimientos que hace el Divo durante la interpretación, y recordaba vivamente esa mirada dulce y sufrida que dirige al aire mientras canta, en el colmo de la posibilidad expresiva, y recordé también cómo la filarmónica de México y el inmenso coro y el pianista y el director de orquesta, todos, absolutamente todos, observan con atención los movimientos de Juan Gabriel para saber cuándo parar, cuándo reiniciar, cuándo ir al crescendo. Recordaba que la primera vez que canta el estribillo el Divo espera hasta que las cientos de voces del coro están casi extenuadas en la prolongación, esperando su entrada, potenciando el deseo de escucharlo por fin cantar con afinación y proyección perfectas: “el día que de mí/ te enamores”, y que la segunda vez, en cambio, entra con toda potencia mientras aún el coro sigue en la escalada tonal, y que ese efecto es para poner los pelos de punta a cualquiera de tanta emoción que produce.
Pensaba, quizá, que en él la recurrencia a la pompa sinfónica no tiene que ver, como ocurre con la mayoría de las incursiones del pop y del rock en las elegancias de la orquesta, con un deseo de hacer más bello o más digno o más distinguido lo popular, sino que, al revés, lo que quiere y logra es traer a todo ese ejército de personas engalanadas, con todo su arsenal de belleza occidental, en ese monumento que es el Palacio de Bellas Artes al que se va a disfrutar de Lo Bello, al exquisito y dulcísimo barro de la cursilería y el amor cantado como solo puede ser cantado cuando se han perdido los escrúpulos estéticos y morales, cuando cantar es lo mismo que amar y, por eso mismo, exige ignorar cualquier miramiento y cualquier prerrogativa, y se hace brutal y hasta sucio de tan intenso.
En esa recreación mental compartida y en esa discusión sobre su belleza y su genialidad, me pregunté y le pregunté a mi amigo por qué nunca escuchamos juntos a Juan Gabriel. No supimos responder. Le dije que quería escribir un texto en que esta pregunta me hiciera razonar, y me ofreció su ayuda para todos los aspectos técnicos. Yo le dije que deberíamos escribirlo a cuatro manos. Al final, me decidí por esta evocación modesta, de una lega en música que le debe su educación sentimental a las canciones que escuchó desde niña, o sea, que aprendió a amar con esa pasión desmedida que narran las canciones, y aprendió ahí también cómo se debe sufrir por amor. Quizá lo que me enseña hoy la exposición dispar de mi pasión igualmente intensa por Freddie Mercury y por Juan Gabriel no tenga nada que ver con ellos, sino solo conmigo, con mi generación tal vez; un aprendizaje cada vez más contundente, algo relativo a las libertades y las licencias que te da la edad, esta hermosa y rara edad que estamos transitando quienes supimos gastar tardes enteras junto a la radio, buscando una canción que nos enseñara a llorar.