Por Anamaría Correa Crespo.
@anamacorrea75
Ilustración : María José Mesías.
Edición 444 – mayo 2019.
¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”.
(Pedro Calderón de la Barca, 1635).
¡Y qué caprichosos son! Varias noches me sucede que despierto sobresaltada, después de haber soñado vívidamente con personas y situaciones tan reales que se me paran los pelos de punta. Tan reales han resultado algunas de mis aventuras oníricas, que algunos días he sentido que he estado violando la intimidad ajena porque me he tomado personajes reales para su actuación en unos maravillosos montajes cinematográficos privados de madrugada. Mi subconsciente, tomándose una amplia licencia sobre mis afectos y desafectos conscientes, ha decidido traer a personas cercanas y lejanas para protagonizar obras ante mí.
Del imaginario común recuerdo alguna vez haber leído que cuando uno sueña a una persona significa que ella te está pensando. ¡Qué bonito sería que se conecten nuestros pensamientos más recónditos y lejanos! Más que pensar en esas conexiones un poco estrambóticas, cada día me sorprendo más y más con el subconsciente humano y su capacidad ilimitada de montar películas en todas las categorías (drama, drama excesivo, xxx, comedia) en esas horas de descanso que tenemos.
Hace unos días, tuve el privilegio de escuchar a Héctor Abad Faciolince en Quito, quien explicó en vivo una de sus obsesiones literarias: la memoria. Él hacía referencia al sueño, como ese mecanismo profundo, incontrolable y arbitrario que hace que se fijen en nosotros las memorias. Así lo dice la ciencia. El sueño tiene como una de sus funciones asentar aquella porción de lo vivido que nuestra mente más interior considera que va a ser útil para nuestra vida. Quizá lo hace al azar o quizá utiliza un algoritmo avanzado para anticipar qué cosas resultarán usables en el futuro y también qué debemos desechar quizá por autopreservación, cuando se trata de sucesos muy dolorosos, o qué resulta tan trivial que nuestra memoria lo sepulta en el último baúl en la tranquera mental.
Mientras Abad hablaba, me venían a la memoria recuerdos de cosas vividas, pero también de esas cosas soñadas, de esas producidas por los estudios cinematográficos Freud AMC. Y entonces con el asombro aún al rojo vivo, recordaba sueños imperdibles en los que había podido despedirme de seres queridos que habían partido y que en la vida real no alcancé a hacer y reafirmé cómo los sueños habían sido catárticos para la sanación y el duelo. También recordé pasajes breves y borrosos de otros sueños —quizá pesadillas— que me advertían de situaciones de las que tenía que salir despavorida. En ese caso eran sueños que me habían dejado un mensaje claro e ineludible: fuga y hazlo rápido por tu bienestar emocional.
No soy psicóloga ni psiquiatra y tampoco he tenido una relación siempre amistosa con el sueño. De hecho ha sido una relación tormentosa desde hace más de veinte años por mi síndrome de las piernas inquietas (no se inquieten que es un desorden real de algunos insomnes), pero me aventuro a pensar que el sueño y los sueños también fungen de policías de nuestra sanidad vespertina. No solo porque cuando no dormimos la vida se vuelve pesada y oscura, sino porque a veces nuestro consciente no se atreve a mirar ciertas cosas y las esconde bajo la alfombra o la almohada en este caso; los sueños las alumbran, incomodan y nos fuerzan a cerrar capítulos y sanar dolores. La vida es sueño, y los sueños son eso y también un poco más.