Y, de pronto, llegó el futuro…

La crisis sanitaria mundial hizo que las ansiedades políticas se convirtieran en turbulencias

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Cuando empezó, a principios de 2020, nadie sabía qué daños causaría, cuánto duraría y, sobre todo, en qué terminaría. Se sabía, eso sí, que las grandes epidemias anteriores (la de Atenas, la de los Antoninos, la de Justiniano, la Peste Negra, la Gripe Española…) desencadenaron procesos indetenibles de cambio, no siempre inmediatos pero sí profundos, que trastornaron las formas de vida de sus épocas respectivas. Casi nada volvió a ser igual después de las catástrofes. Pero de la pandemia de coronavirus no se esperaban conmociones decisivas porque se suponía que en pleno siglo XXI, con la ciencia y la tecnología en alturas deslumbrantes, pronto todo estaría otra vez bajo control.

Y, en efecto, el despliegue de científicos e investigadores fue de una urgencia y una eficacia nunca antes vistas, gracias a lo cual el mundo tuvo sus vacunas con una rapidez admirable. Con ellas, las cifras de contagiados y de muertos comenzaron a contraerse antes de que terminara ese año, por lo menos en los países avanzados, al mismo tiempo que las economías se reabrían con cautela y la normalidad de la vida empezaba a volver. Esa tendencia se acentuó con la llegada de 2021 a medida que las vacunas se esparcían por el planeta, aunque las mutaciones del virus se aliaron con la corrupción, el desorden y la pobreza para desencadenar nuevas mortandades en regiones de todos los continentes. Pero, aun así, a mediados del año a la epidemia ya se la sentía declinante.

Para entonces, sin embargo, la humanidad ya había pasado por sus primeros cambios. Así, por ejemplo, después de por lo menos cinco siglos de ascenso y crecimiento de las ciudades, erigidas en el motor fundamental de la civilización y el progreso, millones de personas volvieron la vista hacia el campo y las áreas rurales, temerosas de que la aglomeración urbana, con sus viviendas mínimas y sus transportes abarrotados, ayudara a la difusión de la epidemia. Y, de paso, los edificios de oficinas y los centros comerciales, característicos de la vida cosmopolita y moderna, perdieron su brillo de otros tiempos porque legiones de seres humanos ya alteraron sus hábitos de trabajo y de consumo.

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El aislamiento social debido a la pandemia de covid- 19 ha generado diferentes cambios no sólo en la rutina diaria, la movilidad o las interacciones sociales, sino en nuestra relación con la tecnología y diversas herramientas digitales que han sido necesarias para continuar actividades vinculadas con la salud, el entretenimiento, la fe, el trabajo, las compras y, por supuesto, la educación. Fuente: www.ciencia.unam.mx

Pero, además, las tecnologías que con constancia pero sin prisa iban incorporándose a la cotidianidad del ciudadano común (Zoom, Glovo, Netflix, PayPal, Amazon…) dieron un salto, empujadas por la pandemia, y de un día para el otro se volvieron diarias, inevitables, imprescindibles. Y se multiplicaron los programas de reconocimiento facial, y los software de localización, y las cámaras de rayos infrarrojos en aeropuertos y estaciones de trenes, y los sistemas de vigilancia masiva. Sí, de pronto el futuro se había apresurado y había llegado cuando nadie lo esperaba. No obstante, los cambios recién estaban comenzando.

Después de las crisis…

Recién están empezando, sí, porque cada una de las grandes epidemias anteriores sublevó las estructuras políticas y el orden social de su época. Fue así que después de la Peste Negra, cuando entre 1347 y 1351 la fiebre bubónica mató al menos a un tercio de la población de Europa, los pilares que sostenían las sociedades medievales se desplomaron y poco a poco, en un proceso de duró décadas, las ciudades italianas y holandesas abrieron el camino de lo que sería el Renacimiento. Nada menos. Mucho antes, en el siglo V antes de Cristo, la Peste de Atenas —de viruela, según parece— precipitó la derrota de Atenas ante Esparta en la Guerra del Peloponeso y, en definitiva, el colapso de la civilización griega.

Y no sólo las epidemias transformaron el mundo. También las guerras lo hicieron. Y también los preparativos para las guerras. En los primeros años del siglo XIX, cuando Napoleón ampliaba los dominios franceses por media Europa, Inglaterra creó el impuesto a la renta para financiar su esfuerzo bélico. Y ese tributo terminó generalizándose en el mundo. Cuando irrumpió la pandemia actual, Zoom era una aplicación corporativa con no más de diez millones de usuarios en todo el planeta. Pocos meses más tarde ya era utilizada por trescientos millones de personas, que no se limitaban a efectuar sus reuniones de trabajo, sino que con ella dictaban clases y conferencias, daban recitales y conciertos, participaban en congresos, dirigían sesiones de yoga y de gimnasia, asistían a ritos y ceremonias religiosas, se reunían con sus amigos y hasta celebraban cumpleaños y aniversarios, brindis incluidos. Y su empleo sigue ampliándose.

Detrás de esas novedades en usos y costumbres están viniendo los cambios de fondo. El primero es el económico: la expansión del comercio se detuvo y la recesión estremeció a países de todos los continentes. Cientos de millones de personas perdieron sus trabajos y cayeron en la pobreza. La recuperación de las economías industriales ya se inició, pero pasarán varios años para que recobren la dimensión y la vitalidad previas, si es que logran hacerlo. En el resto del planeta los síntomas de convalecencia son todavía tan escuálidos que resultan casi imperceptibles. En lo que alguna vez fue llamado el Tercer Mundo la prosperidad es una palabra que desapareció de la conversación diaria.

Más víctimas

Cuando todavía la pandemia está presente y, por consiguiente, aún es imposible saber cuál será su legado, ya está claro que la relación del poder global quedará muy alterada. La Organización de las Naciones Unidas, que es el emblema primordial de la institucionalidad internacional vigente desde el final de la Segunda Guerra Mundial, hace tres cuartos de siglo, ha sido dolorosamente irrelevante desde el comienzo de la epidemia. Y en torno a la Organización Mundial de la Salud proliferan las dudas y los cuestionamientos. El multilateralismo, en general, está muy venido a menos precisamente cuando se suponía que sería el instrumento fundamental de negociaciones y acuerdos.

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La pandemia ha hecho que el deterioro del mercado laboral supere todas las preocupaciones de los empresarios en el Ecuador y en el mundo. Cuando una persona está desempleada por un período prolongado es más difícil que se reincorpore al sector formal. Esto se debe a que pierde destrezas y entusiasmo y se deprime, de manera que el tema se convierte en un problema de salud pública. El deterioro del mercado laboral en el Ecuador se ve en el hecho de que apenas tres de cada diez personas de la población económicamente activa tienen un empleo adecuado. Fuente: www.primicias.ec

Si antes de la crisis sanitaria ya se hablaba de la Segunda Guerra Fría, que había arrancado tan sólo como una disputa comercial pero que iba ganando en intensidad a medida que China aceleraba su avance hacia la cumbre del poder mundial, con la epidemia su rivalidad con los Estados Unidos se profundizó con una velocidad de vértigo. Y es que, por una parte, están muy extendidas las sospechas de que la mutación del virus ocurrió en suelo chino y, por otra parte, es evidente que si algún país ha expandido su influencia y sus áreas de control durante los ya largos meses de la crisis del coronavirus ha sido la China del presidente Xi Jinping, erigido en un emperador rojo con poderes tan concentrados como sólo los tuvo Mao.

Pero el ensanchamiento de la rivalidad no se limitó a los Estados Unidos. Incluso antes de la pandemia y de la exasperación por ella causada, Europa ya había descrito a China como “un rival sistémico y un competidor estratégico”. Lo hizo cuando aún existía y funcionaba un marco de cooperación económica al que la Unión Europea cuidaba con dedicación. Pero la actividad constante y punzante de la diplomacia china, sobre todo en las redes sociales, sumada a la utilización de la ayuda sanitaria para promover sus intereses geopolíticos y hasta comerciales (el impulso a Huawei, por ejemplo) llevó a los líderes europeos a “repensar esa relación”. Y no exactamente en términos amistosos.

Las potencias mayores

Si bien durante la epidemia los estadounidenses lograron librarse de Donald Trump, un cacique errático y propenso al desvarío y los excesos, y reemplazarlo en la presidencia por Joe Biden, un gobernante sereno, equilibrado y con una energía inesperada, está claro que la primera potencia mundial no pudo sostener el liderazgo planetario que le otorgó su victoria sin atenuantes en la Guerra Fría, al extremo de que no dejan de aparecer síntomas del inicio de un proceso apurado de decadencia. En Rusia, a su vez, los confinamientos y los sobresaltos de la epidemia están siendo utilizados por el presidente Vladímir Putin para reforzar su poder político y, en especial, para avanzar en sus afanes imperiales. La presencia rusa tanto en el África como en el Oriente Medio (a través de Siria) se ha afirmado desde el estallido de la emergencia sanitaria.

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Colombia está pasando por una difícil y complicada situación de protestas que comenzaron el pasado abril contra la reforma tributaria propuesta por el presidente, Iván Duque. Esto causó un gran descontento entre las personas que salieron a mostrar su postura en las calles del país y han sufrido ataques policiales en confrontaciones. Fuente: www.marca.com.

En la India, mientras tanto, su primer ministro, Narendra Modi, no ha dejado ni un solo día de valerse de la crisis para erguirse en el caudillo mayor del supremacismo hindú, ahondando la marginación de la enorme población musulmana de su país. No es descartable, sin embargo, que su base de poder político esté resquebrajándose por el pésimo manejo de la pandemia en que ha incurrido su gobierno, como se reflejó en las escenas aterradoras que se vieron desde principios de mayo, con hospitales agobiados, gente desfalleciendo en las calles sin que nadie pueda auxiliarla y el fuego de cientos de piras funerarias rituales enardeciendo el cielo de las abigarradas ciudades indias.

A pesar del descontrol de la pandemia, que en segundas y terceras olas sigue diezmando las poblaciones a las que la vacunación masiva todavía no ha llegado, el rol del Estado se está reforzando en decenas de países, lo que el tiempo dirá si es un fenómeno positivo o negativo. Aún es temprano para saberlo. Al sentirse agobiadas por la crisis, millones de personas están apelando a sus autoridades en busca de algún amparo. Y, en efecto, incluso en los países más desarrollados, donde el sector privado es un puntal de la prosperidad de las sociedades, han sido los gobiernos los que han acudido al rescate de la gente con ayudas, estímulos y obras públicas que han inyectado millones de dólares en sus economías, sacándolas de su letargo, tal como ocurrió en los Estados Unidos del presidente Franklin Roosevelt tras la gran depresión que siguió al colapso de Wall Street de 1929. Y en los países atrasados la asistencia de los gobiernos es incluso más irreemplazable.

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La pandemia está descontrolada en la India. El subcontinente lleva días superando el récord mundial de contagios un día tras otro. Los hospitales, especialmente los de la capital, Nueva Delhi, están colapsados, no hay suficiente oxígeno para atender a todos los pacientes que lo necesitan y el cielo de algunas grandes ciudades se ha llenado de humo procedente de cremaciones masivas de fallecidos por covid. Fuente: www.elpais.com

Precisamente en esos países de desarrollo tardío es donde las ansiedades políticas están convirtiéndose en turbulencias, como —para citar el caso más cercano— ocurrió en Colombia en mayo. El ambiente está cargado en muchos otros países y, en medio de las angustias y las incertidumbres del colapso económico y sanitario, los estallidos callejeros parecen estar cada día más próximos. Ya es dable anticipar que, arrasados por las turbulencias, habrá gobiernos que se desplomarán y, acaso, el predominio en el mundo de las democracias acabará y se abrirá otra era de golpes y autoritarismos. Más populismo, más nacionalismo y más dictaduras. Tal vez el cuartelazo de Birmania haya abierto el camino. Quién sabe. Lo cierto es que, con la epidemia, una época se cerró. Hay un nuevo mundo por delante.

¿Se puede ser optimista?

Los seguidores de las teorías de la conspiración, que son millones y cuya paranoia se ha agravado durante los confinamientos y las soledades de la pandemia, describen un mundo siniestro, en el que un grupo de magnates insaciables y despiadados (tal vez encabezado por George Soros o Bill Gates) ha puesto en marcha un plan tenebroso para someter a toda la humanidad. Y, para hacerlo, desató la epidemia o, al menos, la magnificó, de manera que por medio de las vacunas, otra creación cruel y perversa, sean inoculados microchips para controlar a miles de millones de personas. ¿Terrible? ¿Demencial?

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Terrible no, pero sí demencial. Semejantes disparates, refutados por la ciencia y derrumbados por el sentido común, han hecho las delicias de millones de personas juiciosas, que se han deleitado durante los encierros de estos meses comprobando hasta qué extremos de insensatez pueden llegar los individuos descarriados por la fiebre y el radicalismo. Pero, además de deleitar a los prudentes, esas teorías de la conspiración también causan preocupación e incertidumbre: ¿no serán el síntoma de una época sin norte ni brújula?

Perecería que, en efecto, la humanidad no acaba de acomodarse al tercer milenio de la era cristiana. ¿Quiénes somos, a dónde vamos? Los cambios de siglo (y más aún de milenio) siempre fueron difíciles. Y este no tenía por qué ser distinto, en especial por la confusión y los rencores que multiplican las redes sociales, cuyo mal uso ha alcanzado niveles devastadores. Pero, incluso en medio de incertidumbres y pesares, hay muchos motivos para el optimismo y la esperanza.

El primer motivo es toda la solidaridad y la entrega que afloró durante la epidemia y que demostró que la especie humana no está perdida: cientos de miles de médicos y enfermeras enfrentando el virus y salvando vidas con una vocación admirable, al mismo tiempo que legiones de científicos de varias disciplinas trabajaban veinticuatro horas al día, en turnos agotadores, para desarrollar la que es la vacuna más rápida de la historia, cuya eficacia —a pesar de rumores e insidias— está siendo confirmada por las cifras.

Y si bien la economía global se paralizó y se contrajo, todavía la tasa de pobreza está hoy en la tercera parte de lo que estaba en una fecha tan cercana como 1990. Y, a pesar la mortandad de la pandemia, la esperanza media de vida aumentó siete años desde 2000. Y hoy, incluidos los datos de los países más pobres y desamparados, llegan a ser adultos veinticuatro de cada veinticinco niños (en lo que, dicho sea de paso, un abanico de vacunas ha tenido un rol decisivo).

Pero hay más: el número de muertos en guerras declina año tras año, la mortalidad por cáncer bajó en el mundo 15,9 por ciento desde 1990, la clase media sigue ensanchándose (en China salieron de la pobreza cincuenta millones de personas desde 2010), la conciencia ambiental (a pesar de Donald Trump y de los sectores más necios de la extrema derecha) no para de difundirse y de convertirse en planes concretos de conservación, los intolerantes frente a la diversidad (étnica, religiosa, sexual) están quedándose en una minoría cada vez más ridícula y torpe y, en fin, los niveles promedio de vida no han dejado de mejorar a pesar de los retrocesos periódicos de pandemias y calamidades.

Y, por último, los países ya pueden elegir ser prósperos o atrasados. Antes, la prosperidad dependía de los ciclos incontrolables de lluvias y sequías, de la cantidad de recursos naturales de que cada país disponía, de su acceso a mares, ríos y rutas de comercio, de la prodigalidad de su suelo. Pero hoy, en el mundo globalizado, cuando las experiencias ajenas están a la vista y mandan el conocimiento, la iniciativa y la creatividad, está claro cuáles políticas generan empleo, estabilidad y riqueza y cuáles arrastran a la pobreza, el estancamiento y la violencia. Los pueblos ya pueden decidir si quieren parecerse a Venezuela, por ejemplo, o si optan por el progreso paulatino pero constante, a veces lento pero siempre seguro, que los regímenes de libertad y derechos están llevando a cada vez más países de Europa, Asia, Oceanía e incluso, en unos pocos casos, de África y América Latina. Sí, sí hay motivos para el optimismo.

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