En la siguiente crónica Gabriela Alemán no solo va tras los pasos del Premio Nobel William Faulkner a su natal Misisipi, sino que recorre algunos hitos de su vida y su relación con la literatura del boom latinoamericano.

De la celebración de un FitBit
Hace más de nueve meses mi corazón comenzó a correr de una manera descontrolada cuando me dio covid por segunda vez; cuando eso ocurrió una amiga me regaló un FitBit para que pudiera hacer algo al respecto si entraba en modo Usain Bolt. Para los que no saben qué es un FitBit: es un reloj digital que no solo da la hora, sino que muestra en su pequeña pantalla cuántos pasos se han dado en el día, la cantidad de calorías que se ha utilizado al dar esos pasos, el número de millas al que equivalen esos pasos, cuántos latidos produce el corazón por minuto y cuánto oxígeno corre por la sangre. Información que no sabía que necesitaba.
Cuando llegó el regalo no solo mi corazón hacía cosas extrañas, sino también mi cerebro. Tenía lagunas mentales y hacer que funcionara el FitBit fue solo un número más a la larga lista de cosas imposibles. Por eso el reloj quedó en un cajón, hasta que, hace pocas semanas, mi cerebro me pareció menos insondable, y logré hacerlo funcionar antes de salir de viaje a Oxford, Misisipi.
Oxford es el pueblo que William Faulkner llamó su hogar. Me invitaron a una conferencia literaria que tendría lugar allí; cuando llegó la invitación fantaseé con entrar al territorio del mítico condado de Yoknapatawpha, el territorio ficcional de algunas de las novelas más importantes del Premio Nobel, las que le hicieron no solo ganar ese galardón, sino el Pulitzer y el National Book Award. El territorio que Gabriel García Márquez utilizó como plano para crear Macondo sobre el lugar real de Aracataca.
Llegar de Quito a Oxford es una carrera de postas que inicia a la medianoche, cruza por Atlanta y continúa en Memphis, cerca del Graceland de Elvis Presley. Las últimas dos horas se hacen en carro descendiendo hacia el golfo de México por el estado de Misisipi. Cuando por fin llegué al hotel apenas había dormido unas horas y no había comido nada desde la noche anterior, pero solo me quedaban tres días en el pueblo y los quería aprovechar.
Encontré un folleto en la habitación que señalaba quince puntos relevantes relacionados con el Premio Nobel, uno de ellos era el cementerio de San Pedro donde estaba su tumba. Me pareció que podía ser mi entrada a Oxford y salí del hotel con el mapa. Las distancias —para entrar en las dos estrechas páginas del folleto— estaban condensadas y caminarlas a pie fue entender que todo es cuestión de perspectiva. Estaba agotada cuando llegué a Courthouse Square, donde se encuentra Square Books, la librería que devolvió a Oxford al centro de la cultura sureña en los años ochenta.

Gracias a Square Books, pasan miles de turistas y visitantes por el pueblo, la importancia de su catálogo, los eventos que auspicia, los autores que la visitan le han dado una fama bien ganada. Tanto que me olvidé del cementerio y entré a una de sus cuatro sucursales (libros raros, infantiles, la principal y la de segunda mano) regadas alrededor de la plaza central y, una hora después, salí con una bolsa que pesaba más de cinco libras.
La alegría de mi compra me hizo olvidar que las distancias eran engañosas en el mapa y me convencí de que esa parada no era una mala idea pues el cementerio quedaba a cuatro cuadras. Que resultaron ser cuatro larguísimas cuadras.
Cuando llegué a la esquina de la avenida Jefferson y la calle 16, pensé en dejar los libros atrás de un árbol mientras buscaba la tumba, pero desistí cuando reflexioné que sería fácil dar con ella. A fin de cuentas era el cementerio donde estaba enterrado un Premio Nobel y era Estados Unidos. Habría un letrero reluciente indicando el camino. Cuando me di cuenta que no había letreros ni el cementerio era una atracción turística, comencé a amar Oxford.
Pronto entendí que, si iba a dar con el Premio Nobel, me costaría. Como cuesta leer sus libros. Al final siempre llega la recompensa de viajar por el lenguaje, de desentrañar significados, de seguir los cambios en puntos de vista narrativos, entender la distorsión cronológica y entrar en el mundo de personajes complejos que revelan lo mejor y lo peor del ser humano. Cuesta, pero vale la pena.
Comencé en la esquina —decidí que avanzaría hacia el fondo, y así podría revisar dos hileras de lápidas mientras caminaba— y luego regresaría al punto de partida, daría unos pasos hacia la izquierda y repetiría la acción. No sabía qué tan grande era el cementerio, pero quedaban varias horas de luz. Recorrí los apellidos de las familias prominentes del condado y me topé aquí y allá con lo que parecían legos o ladrillos de sentido regados sobre el prado. En uno apenas decía “mamá”, no “mamá de” o “mamá Gloria” o “mamá Linker”.

Solo “mamá”. Como si avanzara sobre un terreno donde el lenguaje se reducía a su esencia y todas las mamás del mundo, las del pasado y las del porvenir, estuvieran recogidas en ese ladrillo tirado al borde de una tumba. Cuando había hecho cuatro pases coloqué la bolsa con libros sobre mi cabeza, mi cuerpo comenzaba a quedar sin combustible y en la parte alta del rectángulo que había recorrido pude ver que me quedaba por lo menos el equivalente a dos rectángulos más de terreno.
Bajé los libros y comencé a pensar que no iba a dar con la tumba y también pensé que todavía me quedaba el camino de regreso al hotel. En el cielo pesaba la amenaza de una nube oscura que se extendía hasta donde podía ver. Bajé por la suave colina, se desprendió una de las manijas de la bolsa y los libros se regaron por las tumbas. Los recogí y los metí dentro de mi bolso, que ya no pude cerrar.
La tarde siguió avanzando y yo seguí caminando. Cuando llegué abajo vi dos letreros, el uno prohibía a las mascotas y descender en trineo por los pequeños montículos regados a lo largo del camposanto; el otro era una placa sencilla que señalaba que la tumba de Faulkner quedaba veinte pasos hacia el este. Caminé hacia la derecha y no la encontré, di la vuelta al letrero y caminé hacia el otro lado. Nada.
Otra vez: era una cuestión de perspectiva. Quien haya escrito el texto no colocó el letrero; las tumbas de William Faulkner y su esposa Estelle quedaban al este del delgado perfil del letrero.
Apenas había un ramo artificial de flores entre las dos tumbas, ningún otro adorno. No tenía nada para dejarle. Pero me paré en silencio, recogida en el momento. Pensando en sus libros, en su vida, en todas las vidas que guardaba ese camposanto. Y cuando cambié el peso de una pierna a otra, una fiesta estalló en mi muñeca. Había caminado diez mil pasos, el equivalente a siete kilómetros y el FitBit lo celebraba con vibración y pasitos de baile sobre el ónix de su pantalla. En Oxford, frente a la tumba de Faulkner, celebré mis primeros diez mil pasos.
Del humor de Faulkner
Una de las traducciones más famosas de un libro de Faulkner, Las palmeras salvajes, la hizo Jorge Luis Borges; el también Premio Nobel Mario Vargas Llosa es un gran lector de Faulkner, tanto que lo señaló como el primer autor al que leyó con lápiz y papel en mano, intentando reconstruir la arquitectura de sus novelas. Sobre su premiada novela La ciudad y los perros dijo que “la forma puede ser un personaje de la novela y a veces el personaje más importante” y sugirió un paralelismo entre ese libro y Luz de agosto, otra obra del autor sureño.
La importancia de William Faulkner para lo que se llamó el boom latinoamericano, ese contingente de autores que tomó por asalto el mundo literario en los años sesenta y setenta del siglo pasado, es inmenso. Conocer su casa, donde escribió las novelas que tanto influenciaron a la literatura latinoamericana y mundial, era, pues, otra parada en el camino. En 1930 Faulkner adquirió Rowan Oak, una casa de dos pisos situada en un terreno amplio, rodeada de árboles.
Si una buscara rowan en un servidor, encontraría que es un árbol ligado a la mitología celta, al que se le atribuyen poderes mágicos. En varias descripciones de la casa, en distintos sitios, se repite que los árboles son robles de la variedad rowan y que por eso Faulkner bautizó a su propiedad con ese nombre.

Tras su muerte, la Universidad de Misisipi adquirió la propiedad. No solo la mantiene como patrimonio histórico, sino que ofrece visitas guiadas por ella. Fui a una. El cuarto más llamativo de la casa, que se encuentra en el primer piso, y que fue añadido en 1952, es donde Faulkner esbozó la estructura de uno de sus últimos libros, Una fábula, con lápices de grafito y tinta roja sobre las paredes de la habitación.
Lo hizo luego de que el viento producido por el ventilador que tenía en su oficina, el que hacía soportable el calor de Misisipi en el verano, desprendiera los papeles donde estaba escrita esa estructura. Otra de las curiosidades del tour fue revelar el sentido del humor del Premio Nobel. El “roble de rowan” no existe, es un invento del autor. Un chiste que lo entretenía cuando respondía a los periodistas que le preguntaban sobre el significado del nombre de su hogar.
De tornados y legados
A pesar del reconocimiento crítico de su obra, sus libros no fueron éxitos de venta y, en la década del treinta y a lo largo de dos décadas, gran parte de sus ingresos se los debió a Hollywood. Firmó seis guiones, dos de éxitos comerciales: To Have and Have Not (1944) y The Big Sleep (1946) y trabajó en otras diez películas —aunque no recibió crédito como guionista—. Una de ellas, Mildred Pierce (1945), en la que brilló Joan Crawford, sigue siendo uno de los clásicos del género negro. ¿Su fórmula para escribir esos clásicos? Según él, “papel, tabaco, comida y un poco de whisky”.
No disfrutó de su tiempo en Los Ángeles y, nostálgico de su natal Misisipi, cuando preguntó a los productores de una de las películas en la que trabajaba si podía regresar a su casa para escribir y le respondieron que sí, en lugar de dirigirse a su departamento fuera de los estudios de grabación, tomó un avión hacia Rowan Oak.
Faulkner ganó el Premio Nobel en 1949. Lo recibió entre otras cosas porque, “Comenzando con Sartoris, descubrí que valía la pena escribir sobre mi pequeña estampilla de tierra natal, pues nunca viviría lo suficiente para agotarla”. El condado de Yoknapatawpha sigue atrayendo visitantes y lectores y, ahora, debido al cambio climático, tornados. Así terminó mi visita. Estábamos en el último día del congreso, dentro de la misma Corte de Justicia que Faulkner utilizó como escenario de algunas de sus novelas, cuando nuestro panel sobre “el otro sur literario” fue cancelado. Había una alerta de tornado. Esa noche se sucedieron quinientas alertas en el centro de Estados Unidos.
Al día siguiente, Yoknapatawpha seguía ahí.
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Palabras clave: #William Faulkner, #Misisipi, #“boom” latinoamericano, #Nobel.