
Este artículo fue publicado originalmente en Relatto.
Por Pedro Casusol
Al cumplirse cuarenta años de Fitzcarraldo, la obra maestra de Werner Herzog, recordamos el accidentado rodaje de aquella película filmada en el corazón de la selva peruana.
A la memoria de Jorge Vignati
¿No es acaso una verdad universal que los barcos deben navegar sobre mares, ríos o lagunas; nunca sobre bosques, selvas o montañas? Jorge Vignati, asistente de dirección de Werner Herzog, debe haberse preguntado lo mismo esa tarde de 1981, tras conocer la montaña que la enorme embarcación de 320 toneladas iba a tener que cruzar para llegar al río Urubamba.
Así lo establecía el guion: el Molly Aida debía ser remolcado por un millar de indios nativos ante la mirada atónita de quienes vieran a Fitzcarraldo representar la metáfora más grande de la historia del cine.
Vignati había conocido a Herzog en Cusco, diez años atrás, mientras el director trabajaba en la preproducción de Aguirre, la ira de Dios, su otra gran película filmada en la selva peruana. Aquella vez, Vignati acudió para ayudar al realizador a conseguir algunos extras. Después de eso, Herzog le propuso a Vignati que formara parte de su equipo, pero entonces él ya estaba embarcado en otra producción legendaria, The Last Movie, que en ese momento se estaba rodando en Chincheros.

El verdadero Fitzcarraldo
La idea nació de una conversación entre José Koechlin y Herzog. “Tienes que volver a Perú. Tienes que hacer otra película”, le dijo el peruano a su paso por Múnich. Habían entablado amistad mientras el director filmaba Aguirre, la ira de Dios, producción en la que el empresario invirtió cincuenta mil dólares para que pudiera ser terminada.
“Me encantaría —le respondió Herzog—, pero no tengo una historia”. Entonces Koechlin, incansable viajero y promotor del llamado turismo ecológico, le habló de Carlos Fermín Fitzcarrald, ese cauchero que amasó una fortuna explotando la selva y sometiendo a los indios nativos en sus empresas más desquiciadas.
La historia es más o menos la siguiente: Fitzcarrald quería crear una ruta del caucho que uniera los departamentos de Loreto y Madre de Dios, con el fin de aprovechar ese gran sector que estaba en peligro por los caucheros bolivianos y brasileños. En junio de 1894, el llamado “rey del caucho” partió al istmo entre los ríos Purús y Ucayali, donde hizo desarmar su nave, de aproximadamente treinta toneladas, en quince partes distintas, para luego hacerlas remolcar por un millar de indios nativos y más de cien caucheros blancos, con la intención de volverla a armar en la otra orilla. Fue esta historia de desafío a las leyes de la naturaleza lo que llevó a Herzog de regreso a Perú para filmar Fitzcarraldo.
La maldición de Herzog
Pocas películas han tenido tantos problemas durante su rodaje. El equipo de producción tuvo que enfrentarse al agreste clima de la selva, al conflicto armado de Perú con Ecuador y al ataque de la comunidad awajún, que inicialmente trabajaría en el filme pero que terminó botando al equipo de producción y quemando el campamento. Para colmo, Jason Robards, el actor que interpretaría a Fitzcarraldo, aprovechó los meses de vacaciones para renunciar.

Algo muy distinto sucedió con Mick Jagger, el Rolling Stone que actuaría en Fitzcarraldo. Durante su estadía en Iquitos, Vignati invitó al músico a conocer a los extras que interpretarían a los tripulantes del Molly Aida, anécdota que termina con Jagger borracho a la salida de una cantina en Belén gritando: “I’m free for first time in my life! I’m free!”.
Sin actor protagónico, Herzog propuso al músico como Fitzcarraldo, lo que despertó el recelo de otro actor: Mario Adolph, que entonces interpretaba al capitán Orinoco Paul. Al final todos renunciaron, excepto Claudia Cardinale, Miguel Ángel Fuentes y José Lewgoy. Nadie parecía creer mucho en el proyecto. Jagger debía lanzar un nuevo disco y tenía una gira pendiente. Robards alegó disentería.
Filmación en trance
La película estaba lista en 40 %, se había levantado un nuevo campamento a orillas del río Camisea, en la región del Cusco, a más de dos semanas de distancia de Iquitos. Por recomendación de los misioneros de la zona, llevaron visitadoras. Se había comprado un barco enorme, el Nariño, nave a vapor construida en 1905 que sirvió de modelo para otras dos. Una de ellas cruzaría la montaña que separa los ríos Camisea y Urubamba, por lo que se contrató al ingeniero brasileño Laplace Martins; mientras la otra se enfrentaría al Pongo de Mainique (brecha de agua del río Urubamba) y a los rápidos más furiosos de la selva amazónica.
Pero, ¿quién era Fitzcarraldo? Un típico personaje “herzogiano”. Un irlandés medio loco, obsesionado con la ópera, famoso en Iquitos por emprender ambiciosos proyectos que siempre terminaban en estrepitosos fracasos. Su sueño máximo era construir un teatro en la capital loretana para traer a Caruso, motivo por el cual tendrá que incursionar en el negocio del caucho.
Pero entonces ya es demasiado tarde, el filme se sitúa a inicios del siglo XX, y la única zona sin explotar es prácticamente inaccesible. Entonces nace la idea de transportar un enorme barco, de 320 toneladas y sin desarmar, por un estrecho que separa dos cuencas.


Herzog empezó a barajar nombres. La pérdida de Robards y Jagger provocó serios cambios en el guion: Wilbur, el personaje que interpretaba el roquero, fue eliminado. La baja de Robards lo obligó a rediseñar el personaje principal. En esta etapa de borrón y cuenta nueva, Vignati le preguntó a Herzog por qué no interpretaba él mismo a su propio alter ego. “No, Jorge, es que yo no sé sonreír”, fue la respuesta.
Kinski, la ira de Dios
Klaus Kinski era, de lejos, su última opción. El actor alemán, famoso por su carácter explosivo, ya había hecho papeles protagónicos para él en tres oportunidades, incluyendo Aguirre, la ira de Dios, cuyas difíciles condiciones de rodaje terminaron con director y actor intercambiando amenazas de muerte.
Muchos años más tarde, Kinski escribiría en su autobiografía: “Herzog es un individuo miserable, rencoroso, envidioso, apesta a codicia y ambición, maligno, sádico, traidor, chantajista, cobarde y un farsante de los pies a la cabeza”. Un día de abril de 1981, el alemán aterrizó en el aeropuerto de Iquitos para gritar: “Ich bin Fitzcarraldo!”.
Fue el flaco Vignati, con su acento cusqueño, su pelo negro alborotado, su aspecto afable y tranquilo, quien tuvo la pesada tarea de intermediar entre Herzog y él, quienes constantemente estaban a punto de mandarse a la mierda. Con todo, Vignati recordaba al actor como un gran profesional.
A veces, el mismo Herzog tendía trampas al actor para “sacarle la neurosis”. “Lo jodido eran las peleas estando los nativos, porque son muy susceptibles”, afirmaba Vignati. “Yo era el encargado de explicarles a ellos que no era un problema nuestro, que todo estaba bien”. Es un lío entre blancos, les decía. Lo más curioso es que, según Herzog, los nativos “no le temían a Kinski, que gritaba como loco todo el día, sino me temían a mí, porque siempre estaba calmado”. En el documental My Best Friend, el director cuenta que durante la filmación uno de los jefes indios se ofreció a matar a Kinski por él.
Conquistando lo inútil
Cuando Klaus Kinski contempló la pendiente por la que el Molly Aida sería remolcado, supo que todo eso era una locura. Su pelo amarillo estaba desordenado adrede, tenía los ojos saltones y esa expresión dramática en el rostro. Hacía tiempo que el ingeniero Laplace Martins había renunciado, Herzog se empeñaba en que la pendiente por la que trepara el barco fuera de 40 °. “Hay 30 % de probabilidades de que lo logren”, dijo el brasileño antes de largarse.
El realizador mandó a traer remolcadores del Callao, quienes modificaron el sistema por uno de poleas cuádruples y cables muy gruesos, uno de los cuales tuvo que ser llevado en avión hasta Shepagua, un pueblo maderero, y transportado por el río Camisea en cuatro lanchas unidas para ser conservado en una sola pieza.

Una vez con el sistema en funcionamiento, Herzog recibió una llamada desde Manaos: el teatro en el que se debía filmar el comienzo de Fitzcarraldo estaba disponible y tenía que volar con Kinski. Fue entonces que el director llamó a Vignati y le dijo: “Jorge, te dejo el corazón de la película. Tú vas a filmar esto”. La nave estaba siendo remolcada y las tomas en las que aparecía Fitzcarraldo ya habían sido grabadas.
Ahora solo faltaba lo más difícil: que el barco a vapor navegara sobre la montaña, con Caruso en la proa cantando a través de un gramófono y árboles erguidos como brócolis. Una Caterpillar jalaba los cables y hacía funcionar las poleas, que arrastraban el barco por una trocha; debajo de la tierra, unos enormes troncos se encargaban de que el barco no cediera.
Poesía en la selva
La metáfora de Herzog pudo ser completada. Sin embargo, la travesía aún no terminaba. Faltaba la escena en los rápidos, aquellas peligrosas tomas que debían ser filmadas mientras el barco rebotaba entre las rocas del Pongo de Mainique. Thomas Mauch, el director de fotografía, resultó herido mientras sostenía la cámara, así que la responsabilidad volvió a caer sobre Vignati. “Yo hice esas tomas también”, contaba. Después de eso, la nave terminó encallada en un banco de arena, lo que retrasó una vez más la película.
Aunque Fitzcarraldo nunca tuvo la intención de ser un estudio etnográfico, sí termina siendo una suerte de documental, gracias a la actuación de los indios machiguengas y campas. En el making–of de la película, un consciente Herzog dice: “Ellos poseen la autenticidad de su cultura… y eso desaparecerá de la faz de la tierra”.
Hoy día, Fitzcarraldo es considerada la mejor película del alemán, aclamada por la crítica y ganadora del Festival de Cannes de 1982. Hace unos pocos años, Herzog publicó Conquista de lo inútil, el famoso diario que escribió durante la filmación de Fitzcarraldo, aquel centenar de páginas que le infundió un horror visceral durante años y que ahora se anima a describir: “Es como un sueño afiebrado en la jungla. Es poesía. No es un diario sobre un rodaje. No es una memoria. Es poesía”.
Biografía Pedro Casusuol
Lima, Perú, 1986. Escritor y periodista peruano, ha publicado la novela Barranco City Mon Amour (2021) y es autor del ensayo del libro Soy la muchacha mala de la historia (2019). Ha colaborado con diversos medios de su país: Somos, Caretas, Cosas, El Comercio, entre otros. Desde 2020 escribe una columna semanal en Hildebrandt en sus trece. Paralelamente, se dedica a la docencia y ha cursado una maestría en Escritura Creativa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
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