En el país de los ayatolas la vida es un asunto clandestino.
Edición 429 – Febrero 2018.

Los baños en Irán son letrinas de porcelana. A la salida, frente al espejo mi mirada se encuentra con la de una joven de belleza persa —cabello oscuro, ojos claros intensos— que se acomoda con cadencia suave el velo rosado pálido que enmarca su rostro. Lo ajusta de manera que se vea un poco el cabello sobre la frente, no mucho, un poco. Apenas una insinuación. Luego introduce sus dedos entre el cabello y el velo para darle un poco de aire al óvalo de su cara. El suficiente para que no se vea una tela apachurrada sobre sus orejas. No mucho. Que solo se insinúe. Por último acomoda la seda de manera que resbale discretamente sobre sus hombros y oculte su cuello. Me regala una sonrisa a través del espejo y sale.
Aprovecho cuando me da la espalda para espiar su atuendo (no se usa mucho eso de requisar a alguien con la mirada en Irán). Lleva jeans ajustados —no rotos, pero sí un poco desteñidos— y un camisón largo de la misma familia de color que su jihab —un rosa oscuro llegando al granate— que cae desde sus hombros hasta los muslos delineando, discretamente, su torso y sus caderas apenas insinuadas. Después, los zapatos. Unos tenis sin marca con plataforma alta como los que están de moda.
Eso: unos zapatos, unos mechones de pelo y un rostro enmarcado en un pedazo de tela, es lo que se ve de una mujer joven en Irán. Y, además, la silueta. Silueta que en las mujeres adultas y mayores se vuelve un espejismo negro, ondulante, en medio del desierto. Irán es un desierto en su mayoría y la vida de estas mujeres, que eran niñas o jóvenes cuando el Ayatola Jomeini se tomó el poder el 1 de abril de 1979, se ocultó bajo un manto. Negro.
Durante el reinado del dictador prooccidental sha Reza Pahlaví, que gobernó Irán entre 1941 y 1979, se obligó a todas las mujeres, incluso a las más radicales a quitarse el chador (la túnica negra holgada que las cubre de la frente a los pies). En cambio, a partir del triunfo de la Revolución islámica, se les impuso a todas volver a usarlo: las mujeres que hoy tienen menos de 38 años nunca supieron lo que es salir de sus casas sin taparse la cabeza. Tampoco las turistas. Ni siquiera para tomar el ascensor dentro del hotel.
Lo que se ve de una mujer: unos ojos, unos labios, una nariz, y lo que se prohíbe mostrar, pero se insinúa, adquiere una presencia más rotunda. Lo mismo pasa con el color: subraya lo que los ayatolas quieren borrar: la juventud, la sensualidad, la alegría de las mujeres iraníes.
A diferencia de lo que creí, aquí las mujeres no solo usan el jihab desde que entran en la pubertad, sino desde que ingresan al colegio a los siete años, como parte del uniforme. Sobra decir que en Irán no existen los colegios mixtos. Hoy en día entre las mujeres que llevan chador hay algunas que lo hacen por convicción propia, o de sus maridos, y otras que se ven obligadas a hacerlo como parte de su función o estatus en la sociedad: maestras de colegio, esposas de funcionarios o aspirantes a cargos públicos en los que la participación de la mujer es aún muy incipiente. Mientras ellas son el 50,04% de una población calculada en 80 millones, representan el 62% de la población universitaria y tienen actualmente el 3% de los escaños del Parlamento.
Lo bizarro es que ellas, las que visten chador, escasamente sonríen. Tienen un semblante duro, con un rictus de amargura y no les gustan las fotos. Son mayores de 40 por lo general. En cambio, las que solo usan jihab, especialmente las más niñas, revolotean por mezquitas, mausoleos, jardines y parques, con una animosidad bulliciosa. Casi estruendosa. Inocente.
Se las ve especialmente en parques y jardines, en uniformes de colores discretos, con sonrisas amplias y diciendo en coro “Welcome to Irán”, mientras se dirigen en bandadas como aves en el paraíso hacia las turistas. Nunca hacia los hombres. La comunicación en Irán es unisex. Solo mujeres con mujeres, solo hombres con hombres.
Tras el cortejo inicial, se aproximan y hacen las dos preguntas que saben hacer en inglés: “Where are you from?” y “Can we take a selfi?”. Entonces, igualito que mi hija de dieciséis, estiran la trompa, simulan un beso volado con los labios y sacan de la manga un garfio metálico con un iPhone agarrado a un extremo, sonríen y clic.
Muy educadas, ofrecen compartir. “¿Tienes Instagram?” preguntan. Como Facebook, Twitter y YouTube están prohibidos en su país, esa es su plataforma hacia el mundo. Su espejito mágico de likes.
En persa jardín y paraíso son una misma palabra: pairidaeza. Estos retazos de paraíso a los que tanto cantaron poetas como Hafez, Sa’adi y los místicos sufíes, y donde transcurre buena parte de la vida de los iraníes, tienen una belleza descuidada, silvestre. Avenidas de flores, a veces fragantes rosas, acompañan a las piscinas que preceden a todo monumento. Algunos parques están equipados con camastros, como unos sofás cuadrados de madera, a los que se accede descalzo y uno se sienta sobre alfombras persas.
Los parques también pasan llenos, especialmente los viernes que es el día dedicado al rezo y en el que nadie trabaja. Después de ir a la mezquita, se van al parque a hacer picnic, a fumar narguilé y a jugar. Es una costumbre extendida: la única escena de la reunión familiar en el entorno público. Empiezan a las diez de la mañana y pueden terminar a las once de la noche.
En algunas ciudades que se dan el lujo de tener amplios parques verdes como Shiraz y la gran Isfahán (a pesar de la alarmante escasez de agua), se ve en las mañanas a las familias de turistas iraníes desarmando modernos iglús de nailon en los que pernoctaron la noche anterior. Todo el que quiera puede instalar su carpa y pasar la noche en los parques. Esta práctica es facilitada por las autoridades y posible porque casi no hay robos en Irán.
Incluso el sha Reza Palavi mandó a armar decenas de lujosas carpas en un bosque cerca de las ruinas de Persépolis, la antigua gran capital de los persas que, según la leyenda, fue destruida por Alejandro Magno, para recibir a los monarcas y mandatarios extranjeros invitados a la fastuosa ceremonia con la que celebró, durante tres días, los 2 500 años del Imperio persa en 1971.
No existe la vida nocturna en Irán. Al menos al exterior (de la carpa o de la casa).
NARCISISMO PERSA
Las guías de turismo evocan algunas cifras para hablar del hambre de narcisismo oculto en los chadores negros: las mujeres iraníes llevan la delantera a nivel mundial en cirugías de nariz (algunas exhiben sus esparadrapos como señal de estatus), tienen el segundo puesto en consumo de maquillaje per cápita y les encanta pintarse el pelo de muchos colores.
Dicen que esta apertura responde a que desde 1997 los castigos se suavizaron (antes la pena era de 74 latigazos. Después de esta fecha el castigo se limita a una advertencia, aunque la ley recoge también una pena de prisión que va de diez días a dos meses, según un diario español). En este caso la vigilancia proviene de Los Guardianes de la Moral, una policía integrada especialmente por mujeres que custodia que sus congéneres se vistan de acuerdo a los mandatos de la Sharia (Ley Islámica).
La adicción a los opiáceos es un problema creciente en Irán. Se calcula que más de tres millones de personas son adictas a la heroína o a las metanfetaminas, 800 mil de las cuales son mujeres. “La mayoría de las toxicómanas empezó a consumir metanfetaminas para perder peso. Es la causa más común. Buscaban adelgazar rápidamente y cayeron en la adicción en poco tiempo”, relata una fuente citada por el periódico La Vanguardia de España. A otras “las enganchó la pareja”. Solo existe desde hace pocos años un centro de rehabilitación para las mujeres.
Cuando una mujer es sorprendida consumiendo drogas o alcohol, es detenida y puede acabar condenada por un Tribunal del Vicio a una pena a base de latigazos.
El chador (la túnica negra que cubre a las mujeres de la cabeza a los pies) se ha convertido en el cliché de la mujer iraní.
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La carpa, como el chador o el jihab, podría usarse como la metáfora de la dualidad con la que los iraníes se ven obligados a vivir en un régimen teocrático omnipresente que les respira constantemente en la nuca y pretende meterse en todos los resquicios de su intimidad. La fuerza pública está dividida en facciones como los Guardianes de la Moral, los Guardianes del Vicio, los Guardianes del Ambiente y los Guardianes de la Revolución, una policía secreta civil que, según una periodista que vive en Teherán, inspiró a las milicias del chavismo.
En 2006 la coreógrafa alemana Helena Waldmann presentó en el Teatro Bolívar de Quito una obra titulada Letters from Tentland (Cartas desde el país de las carpas) que utilizó carpas sobre el escenario para simbolizar precisamente eso: el adentro versus el afuera/ lo íntimo versus lo público/ lo que no se ve versus lo que se ve.
“Si todo está prohibido no queda más remedio que jugar a las escondidas”, es el único camino que les queda a directores de cine independiente, blogueros, DJ de música electrónica, las 312 bandas de indie rock y los 2 500 grupos de rock que hay en Irán. Están todos prohibidos. Por lo tanto, todos son clandestinos.
Los avatares de la escena musical joven están muy bien contados en dos documentales: No one knows about Persian cats, que en 2009 ganó un premio del jurado en Cannes y Raving Irán (2016), que vino a Quito como parte del Festival EDOC de 2017.
Ambos muestran un pedacito de la impresionante escena de la música entre los jóvenes, los ensayos en granjas, los raves en medio del desierto y su lucha para sortear los obstáculos burocráticos que les impiden tocar y promocionarse dentro y fuera del país. Las mujeres en Irán no pueden cantar.
Así como la música, el cine iraní tiene cada vez más eco en Occidente. Desde que en 1997 Abbas Kiarostami obtuvo la Palma de Oro en el Festival de Cannes con El sabor de las cerezas, los trabajos de varios directores iraníes, como Bahman Ghobadi, Madjid Madjidi, Samira Makhmalbaf, Jafar Panahi y Asghar Farhadi, han sido reconocidos con importantes palmarés. Farhadi, por ejemplo, obtuvo el Óscar a mejor película en lengua no inglesa en 2011 y en 2017 por las películas La separación y El cliente, respectivamente, además de varios festivales europeos.
Jafar Panahi a quien un Tribunal Islámico condenó en 2010 a seis años de cárcel y veinte sin hacer cine, ha sido desde entonces codirector de tres películas en forma clandestina: This is not a film (2011), Closed Curtain (2013) y Taxi Teherán (2015).
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Las únicas imágenes que el islam permite son masculinas. La imagen del ayatola Jomeini, líder de la Revolución de 1979, y la del actual líder supremo con cara de abuelito bueno, el ayatola Alí Jamenei que lo reemplazó en 1989, aparecen a cada vuelta de esquina, en redondeles, plazas públicas, ingreso a las mezquitas, universidades, fachadas de edificios residenciales, bazares y obligatoriamente a la entrada de todos los locales —incluso en los coffe shops que se han convertido en los lugares de resistencia de los jóvenes iraníes—. No existe la publicidad comercial en Irán.

Los otros hombres, por supuesto, cuyos retratos aparecen en las avenidas de ciudades como Kerman, Yazd, Shiraz o Isfahán, son los mártires de la guerra Irán-Iraq (1980-1988). Guerra que algunos críticos, como la realizadora franco-iraní Marjane Satrapi (autora de la historieta Persépolis), consideran que fue una estrategia del Gobierno islámico para unir al país contra el enemigo externo al inicio de la revolución. Costó un millón de vidas de lado y lado. No hubo ganadores.
No hay un solo monumento, tumba o mausoleo dedicado a una mujer en Irán. En su historia no hay mujeres heroicas. Sin embargo, todas lo son. En 1979 el manto negro no solo cayó sobre sus cuerpos. Sofocó también su expresión y sus derechos.
Ante la ley islámica (Sharia), la vida de una mujer vale la mitad que la de un hombre.
Así, quien mata a una mujer recibe el 50% de la pena de quien mata a un hombre. De igual manera a la hora de repartir las herencias (les toca la mitad que a los varones), o de dividir la sociedad conyugal en un divorcio (para obtenerlo una mujer debe tener una causa justificada como drogadicción, alcoholismo, abandono o enfermedad terminal). La mujer perderá la custodia de sus hijos si ellos tienen más de siete años, en el caso de los niños, y trece en el caso de las niñas.
Como en el país de los ciegos el tuerto es rey, me topé con que en uno de los puestos que promocionan la religión musulmana a la entrada de las mezquitas mediante un cartelito que dice “Free talks about Islam”, un imam con turbante que tenía como oyentes a dos parejas de europeos mayores de edad y muchas sillas vacías, se quejaba amargamente de que la ONU había decidido por esos días (abril 2017) incorporar a Arabia Saudita en el Consejo Económico y Social, un órgano dedicado a “la promoción de la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres”.
“¡Un país donde las mujeres no pueden conducir auto, salir a la calle solas ni votar! En Irán sí pueden”, se vanagloriaba en inglés.