Luego de dos años de pandemia y en medio de una economía que presta cada vez menos garantías, una nueva generación de migrantes ecuatorianos se mueve por el mundo. Aquí presentamos la mudanza de una escritora y profesora universitaria que, pensando sobre todo en sus hijos, se fue a Canadá con su familia. La clase media parece ser la primera en cambiar de patria.
Todo comienza
Todo comienza con nueve maletas, cuatro mochilas y una jaula para perros.
Tal vez todo comienza con una casa semivacía, un colchón en el suelo, la refrigeradora desconectada; ni siquiera hay utensilios para preparar un café.
Todo comienza con veinte cajas de libros que se abren y se cierran, se amontonan en filas, se clasifican y etiquetan: vender, regalar, donar, conservar.
Hay bolsas de basura de tamaño industrial en las que se empacan zapatos, pantalones, sacos, blusas, vestidos, pijamas. Y otras en las que se reúnen juguetes, pelotas, gorras, ponchos, títeres, alcancías, peluches.
Todo comienza en el fuego. Quemas fotos viejas, cartas, tarjetas, diecisiete años de declaraciones de impuestos y facturas.
Entonces aparecen cuatro pasaportes nuevos. Todo sigue comenzando con cuatro pasaportes sellados con visas y un certificado de agrocalidad (el pasaporte perruno). Todo comienza con cuatro pasajes de avión, solo de ida.

¿Cuándo comienza todo? ¿Cuándo te despides? ¿Cuándo te decides? ¿Cuándo te aceptan? ¿Cuándo tú aceptas? ¿Cuándo despegas o cuando aterrizas?
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Han pasado varios meses desde que mi familia y sus nueve maletas y sus cuatro mochilas y su perra salieron desde Tababela, en una camioneta, hacia el aeropuerto, e iniciaron un viaje que terminaría (o comenzaría) 36 horas después en una ciudad al oeste de Canadá.
Durante los cinco meses anteriores al viaje, dediqué casi todo mi tiempo a desarmar nuestra casa. Catorce años de matrimonio, dos hijos, una perra. Vivimos ese período en cinco casas distintas, y odié todas y cada una de las mudanzas, en especial la última, que sucedió durante la pandemia y que implicó la primera etapa de achiques. En cada caso amé el resultado, pero odié los procesos, siempre. Soy impaciente y me produce una ansiedad insoportable todo lo que implica dejar un lugar y empezar de nuevo (algo que ahora suena gracioso).
Odio las cajas, detesto envolver vasos, copas, tazas. No soporto lidiar con las cosas que no tienen categoría, las piezas pequeñas, lo que no calza. Los muchísimos papeles, el polvo de los libros, los muebles pesados, la mesa de vidrio. Subir las cosas a un camión, volver a bajarlas.
Pienso en esos cinco meses en los que mi vida se centró en estas actividades, reducirlo todo al tamaño de cinco maletas de veintidós kilos y cuatro de catorce kilos, sin nada de sobrepeso. Pienso en esos días y no reconozco a la mujer eficiente, decidida y desprendida que llevó a cabo esa transición. Tengo que darme yo misma el crédito de algo que pasó hace una eternidad, que yo pensaba era lo más importante que me iba a pasar, para luego llegar a esta vida de ahora y entender que era menos que un preámbulo.
Llegamos a Canadá en agosto del año pasado, durante un verano precioso, caliente, de cielos completamente azules, atardeceres tardíos y luminosos. Me desperté durante muchas semanas sin entender dónde estaba o qué había pasado. Lo que contuve durante tantos meses apareció en forma de llanto: lloraba al amanecer, lloraba antes de dormir.
Pasé meses concentrándome en cada una de las tareas de cada uno de los días, en cada paso, en cada caja, en que cada objeto (entre miles) encontrara su lugar en el centenar de categorías que inventé. Lo hice sin permitirme pensar demasiado en qué pasaría después, cuando llegara a otro país a empezar todo de nuevo, como tantas otras familias que sienten que tienen que brindarles a sus hijos “algo más”.
El verano pasó. El otoño llegó breve y tan hermoso como todo el mundo dice que es. Realmente bello, equilibrado, el balance perfecto entre el frío y el calor, la estación ideal para enamorarse de una ciudad, caminar, tomar buses y ver por las ventanas, recorrer senderos, recoger hojas, tener conversaciones casuales con desconocidos, casi siempre en torno a nuestros perros: todos los perros que fueron adoptados por medio mundo durante la pandemia.
Cada vez que puedo, cuento y repito la misma historia sobre el nacimiento de nuestra perra. Hablo de la madre que murió durante la cesárea, de cómo ella, que nunca había salido de nuestra casa en el campo, viajó de pronto con nosotros en la cabina del avión, después en carga y después en taxi, en bus, y así, hasta llegar a estos parques de perros donde personas solitarias pasean a sus covid dogs a cualquier hora del día, mantienen conversaciones casuales y lanzan pelotas atadas a juguetes de plástico.
Yo, que insistí en que trajéramos a la perra, me encuentro ahora agradeciendo su presencia, de otra forma, muchas veces no tendría con quién conversar.
Un camión a cien kilómetros por hora
Conseguimos un departamento. Manejé un camión a cien kilómetros por hora en una autopista mientras lloraba, a gritos, por no saber cómo manejar un camión a cien kilómetros por hora en una autopista.
Recogimos, en el imperial IKEA, colchones que vienen enrollados, pasamos por un almacén de muebles de segunda mano y compramos un sofá colorido y floral, de los años sesenta, y una mesa de madera, grande y pesada. Cargamos nuestras maletas, vajillas, vasos y ollas, también de segunda mano, y varias herencias recibidas con gratitud.
Nuestro departamento está en uno de los muchos barrios de migrantes, el edificio tiene diecisiete pisos y en varios de ellos ondea la bandera de Ucrania. Nuestro balcón tiene vista al basurero y, todas las tardes, mis hijos saludan con los conductores del camión que se lleva los residuos reciclables. No tenemos televisor ni comedor, pero en la sala se instaló de inmediato una cancha de fútbol.
Mi esposo empezó clases en la universidad (esta vez, como alumno), mis hijos fueron a la escuela. Ocho minutos caminando a la universidad y ocho minutos caminando a la escuela. Los compañeros de mis hijos son de Corea, Ucrania, Siria, Yemen, Irán, Jordania y Canadá. Mi hijo pequeño llora en clases porque no entiende el idioma; el mayor lleva una libreta y pide a sus nuevos compañeros que escriban en ella sus nombres para poder entender cómo se llaman y cómo se pronuncian. Juegan fútbol, la única lengua que todos dominan por igual.
El otoño fue muy corto y pasó rápido
Pasó el Día de Acción de Gracias sin que pudiéramos celebrar ni entender qué se celebra y por qué en esa época la gente empieza a suicidarse tirándose a las vías del tren. Pasó Halloween, repletamos bolsas de dulces. Empezó a hacer frío, frío de verdad. Compramos abrigos, compramos más abrigos, compramos botas, compramos medias, compramos ropa interior térmica, oímos a todo el mundo decir que nos abriguemos por capas.
Vimos nevar por primera vez, mis hijos hicieron un hombre de nieve, la perra orinó sobre la nieve que se derretía al calentarse y quedaba amarilla, de un amarillo granizado. Tuvimos que volver a comprar botas, esta vez unas que funcionaran, esperamos el bus en la nieve, nos reímos, mandamos videos a la familia. Nos reímos. Apenas a cero grados nos reímos.
Aprender y aceptar lo nuevo
Yo cocino y me parece que así la casa es un lugar más agradable. Tenemos mucha hambre, todo el tiempo. Comemos golosinas, comemos cereales. El cereal se come en el desayuno, se come como snack, se come como postre, se come si no tienes qué hacer, si te sientes triste y si no hay nada más que comer.
Aprendo las rutas de los buses y los trenes; conozco las tiendas de segunda mano, voy todos los días a las bibliotecas públicas, investigo sobre los mejores precios de los supermercados. Aprendo que todo lo que está en oferta caduca mañana, pero que si se congela no pasa nada. Pasando un día me reúno con una trabajadora social diferente, de agencias especializadas en migración, en mujeres, en niños, en búsqueda de trabajo. Busco trabajo.
Hago cursos sobre cómo buscar trabajo. Hago cursos sobre cómo hacer una hoja de vida canadiense. Hago cursos sobre cómo hacer entrevistas de trabajo. Hago hojas de vida. Las hojas de vida las lee un software de inteligencia artificial. Ninguna sirve. Sobrecalificada, escribo cosas que nadie lee. Hago más cursos sobre hojas de vida. Hago entrevistas grupales e individuales. Espero.
Mientras espero, logro que nos declaren familia de bajos recursos y consigo pases de bus con 75 % de descuento y cursos de natación con pensión reducida para 2023. Nos pongo en lista de espera para conseguir un médico, nos pongo en lista de espera para conseguir un comedor, nos pongo en lista de espera para conseguir atención dental. Consigo un examen visual subsidiado, pero luego no puedo pagar los lentes. Hago compras y regreso con la comida en maletas en el bus. Tengo neuritis por cargar las maletas.
Llega el invierno. Esta vez es en serio. La sensación térmica es –24 grados centígrados. Caminamos a la escuela y es de noche, nieva. Dejo a mis hijos en la puerta y cuando esta se cierra me pongo a llorar. No sé ni por qué lloro. Creo que lloro porque siento que hice algo mal, porque me pregunto qué hacemos aquí. Me abrazo a mi marido. Le quiero más que nunca pero le busco pelea a diario. A veces no hay nadie más alrededor para sostener tantas emociones.
Todo empieza con nueve maletas, cuatro mochilas y una jaula de perro. Todo avanza entre el frío polar, los días que parecen noche, esperar el bus y rezar para que llegue antes de congelarnos. Todo avanza, todos los días aprendemos algo nuevo, cada día nuestro departamento parece más nuestro hogar.
Hay muchos inicios posibles para esta historia, pero todos me llevan al mismo lugar: la vida es nueva cada día ante nuestros ojos deslumbrados, y estamos juntos para presenciar la belleza de volver a comenzar.