Por Francisco Febres Cordero
Fotos: Juan Reyes
No funcionó mi piloto automático: para llegar a la casa de Eduardo Emanuel, situada en los alrededores de Puembo, se necesita algo más que un simple mapa dibujado sobre el papel. Los vericuetos son múltiples y despistan a cualquier piloto que no esté acompañado de los más modernos artilugios de navegación vial, como una brújula, un sextante o un GPS, por lo menos. Si a esto se añade el mal tiempo, una llovizna pertinaz, la ya rutinaria congestión vial y un maldito un accidente que hacía que el tránsito se volviera tartamudo, se comprenderá por qué la hora de nuestra cita se postergó por más de media hora. Pero, al final, tonteando tonteando, llegué.
Eduardo me recibe en la sala y para calmar mi agitación, los nervios de quien por momentos se sintió desconcertado ante una geografía desconocida, me ofrece un enorme jarro de café, que bebo a sorbos gruesos. Por un amplio ventanal, miro hacia el jardín y la naturaleza, pródiga en flores, en árboles, me devuelve la calma y más si en el centro del jardín contemplo un lago sobre cuyas aguas, plácidamente, se desplazan dos gansos (¿o son patos?). No pregunto, no vaya a ser que no sean ni lo uno ni lo otro, sino unas aves exóticas traídas desde algún lugar ignoto por ese viajero impenitente que es Eduardo.
En cambio, sí le pregunto cómo, por qué se involucró en la aviación.
Eduardo es un conversador de verbo ágil y, además, dueño de una memoria fotográfica que le permite citar con precisión fechas y lugares. No interrumpo su narración, le dejo que se explaye:
—Hacia finales de los años sesenta, yo estudiaba en la Politécnica de Quito, pero por la enfermedad de mi padre regresé a Guayaquil y para empatar los estudios entré a Ingeniería Civil en la Universidad Laica Vicente Rocafuerte que era nocturna. Entonces, el día lo tenía prácticamente libre. Unos amigos trabajaban en una agencia de viajes y cada vez que iba a preguntar por ellos me informaban que estaban en Lima, en Panamá, en Miami. Luego ellos me explicaron que por su trabajo tenían derecho a pasajes de cortesía que les permitían ir de aquí para allá. Ellos me consiguieron un trabajo a tiempo parcial y así empecé mi carrera en la compañía Area, en 1968. Area tenía cuatro aviones, de los cuales dos eran unos jets que volaban a Miami; los otros dos eran turbo, para vuelos domésticos. En esa época los vuelos a Miami duraban catorce horas, con escalas en Cali, Panamá y México. Cuando Area cerró, me encargaron abrir la empresa Alitalia, como una empresa comercial en el Ecuador. De Alitalia pesé a Braniff, que se fusionó con Panagra, pionera en la aviación comercial en América Latina. Panagra hacía los vuelos domésticos y también operaba los aeropuertos. Braniff terminó sus operaciones en 1982 y yo llegué a ser director regional. En 1982 asumió la operación de Braniff la Easter Airlines y al poco tiempo me promovieron a Quito como director nacional. Ahí estuve hasta 1986, en que pasé a ser presidente de Ecuatoriana de Aviación, en un período en que era necesario renovar su flota de aviones, básicamente por la subida del precio del combustible: se necesitaban naves más modernas, con nueva tecnología y mayor capacidad. Terminé mi gestión en 1988 y me vinculé con Metropolitan Touring, donde estuve hasta 1993, año en que Roberto Dunn me invitó a participar en su proyecto de expansión de San y Saeta. Ahí estuve hasta 1998 en que incursioné, dando un giro de 180 grados a mi vida, en la política: fui, durante cinco años, diputado del Partido Social Cristiano por el Guayas. Al término de mi gestión, en 2003, decidí optar por la línea que más conocía y crear una empresa de servicios aeroportuarios, que se dedica al manejo logístico de la carga perecible de exportación, principalmente flores. Descubrí que había una falta de infraestructura adecuada para el manejo de esos productos tan delicados e instalamos bodegas frigoríficas en el aeropuerto de Quito, además, damos seguridad en todo lo que tiene que ver con los riesgos en la exportación, como control de drogas y bioterrorismo. En los últimos once años, hemos desarrollado con éxito ciertas tecnologías que nos han situado como líderes en el mercado. Trabajamos con Quiport en el viejo aeropuerto y no se diga en el nuevo, donde las instalaciones de carga son un lujo. La carga está hoy en día siendo manejada con estándares de calidad muy altos.
—¿Mayores que para los pasajeros?
—Me atrevería a decir que la carga superó notablemente al servicio de los pasajeros. Pero mi tema central ha sido el aeroportuario. Siempre creí que el Estado no debía ser el encargado de construir los aeropuertos, sino los municipios. De alguna manera esa idea la pude poner en práctica en mi período como legislador.
—Y hablando de aeropuertos, ¿cómo aterrizaron los Enmanuel en el Ecuador?
—Por barco. Mi origen es italiano. Mi bisabuelo llegó al Ecuador a finales del siglo XIX. Era un judío italiano que pasaba por aquí y se prendó de una señora de la provincia de Los Ríos. Se casó, nació mi abuelo y un hermano, y de ahí deriva mi familia.
—¿Tú naciste en Guayaquil?
—Sí. Mi padre era senador de la República y tal vez por ahí me llegó el virus de la política. Primero fue senador por elección popular y luego senador funcional por la agricultura. Esa fue la razón por la que sus seis hijos, cuatro mujeres y dos varones, vinimos a vivir a Quito. Yo tenía cinco años.
—Ese virus político de tu padre no solo te contagió a ti, sino también a tu hermano Carlos Julio…
—Yo creo que para ser político no hay que ir a la universidad. Creo, sobre todo, que hay que ser simpático. Y yo a mi hermano, a quien respeto y quiero mucho, le gano en eso. Él me puede ganar en una discusión sobre economía, pero yo le gano en mi lenguaje, en mi apertura al mundo. El éxito de un político radica en cómo puede llegar a la gente.
—¿Y tu padre era como tú o como Carlos Julio?
—Él era un campesino simpático, gran orador, brillante, un hombre con una cultura extraordinaria, pero autodidacto. Un hombre que podía leer un libro por día, leía sobre historia, geografía, arte, ciencia. Además, fue uno de los pioneros de la siembra del banano en el Ecuador, en los años cuarenta. Yo tenía dos años cuando vivíamos en Quevedo. Mi padre era el administrador de la estación experimental de Pichilingue, que luego se transformó en Iniap. Esa era una institución regentada por el Ministerio de Agricultura y por el ejército, razón por la que había la famosa conscripción agraria. La estación tenía técnicos franceses que habían venido para el desarrollo de la cepa del banano, que traían de Guinea. Cuando mi padre terminó su trabajo, como teníamos casa y comida, no había cobrado su sueldo y el Gobierno le pagó con tierras baldías, donde mi padre sembró banano. Yo viví en Quevedo hasta que tuve edad de ir a la escuela, mientras tanto andaba correteando por el campo, pata al suelo.
—¿Dónde estudiaste la escuela?
—En Quito, en la escuela Espejo, gracias a que mi padre era senador y consiguió cupos para mi hermano Carlos Julio y para mí.
—¿Y tu mamá?
—Un ama de casa que ejerció la más noble de las profesiones de la época: criar hijos y cuidarlos. Una vinceña criadora de hijos, correctora de los deberes de la escuela, instructora de religión.
—¿Esa religión era la católica?
—Siendo de origen judío, el matriarcado con que se encontró aquí mi bisabuelo era tan poderoso que no tuvo más opción que permitir, al revés de lo que manda la Torá, que la mujer decida. Y por eso todos somos profundamente católicos.
—¿Dónde hiciste la secundaria?
—Llegué a Guayaquil al tercer grado de escuela, al colegio Americano. Sin embargo por un par de años, en la convicción de que los chicos necesitábamos una disciplina fuerte, mi padre nos puso en la academia militar Gómez Rendón, en Playas. Pero regresé al Americano y ahí me gradué.
—¿Y la universidad?
—Fui a Estados Unidos, pero la enfermedad de mi padre me hizo regresar. Mi padre falleció de cirrosis al hígado. Su vida de agricultor y político estuvo siempre acompañada de licor. Cuando regresé de Estados Unidos, para no perder el ciclo educativo vine a Quito y entré a la Politécnica, donde estuve dos años. Luego fui a Guayaquil, donde me gradué de ingeniero civil, y ahí empecé también mi carrera de aviación, que lleva ya medio siglo.
—¿Es decir que naciste en…
—1946. Este año cumplí 68, lo cual me ubica como un individuo de la tercera edad. Cuando estuve en el Congreso, Cecilia Calderón y Marco Antonio Proaño Maya presentaron una reforma a la que se llamaba Ley del Anciano. Yo les sugerí que le cambiaran el nombre a Ley de la Tercera Edad, y así quedó. Marco Antonio me invitó a participar en el proceso de esa ley y allí pude incluir ciertos beneficios para los de la tercera edad, como que pagaran la mitad de precio en los pasajes y en los espectáculos públicos, de lo cual ahora estoy gozando, aunque para ello haya tenido que esperar trece años.
—Para lo que no has esperado es para viajar. ¿Cómo son tus viajes?
—Por mi empresa estoy obligado a visitar clientes, ir a seminarios, a eventos. Por otro lado, soy consultor independiente y como tal me convocan al exterior. Pero tengo otra actividad que me sale más del corazón que de la cabeza: pertenezco a una organización que me dio la oportunidad de ir becado a Estados Unidos. Esa organización es American Field Service que me abrió horizontes. Viví con una familia americana y mucho de mi personalidad se formó allí, donde aprendí también a ser tolerante con la diversidad e hice muy buenos amigos. A esta organización le he dedicado 50 años de mi vida. Hoy American Field Service promueve la educación intercultural entre 55 países del mundo. Quiere que los jóvenes del mundo se interrelacionen porque, en la medida en que se conozcan, aprenderán a respetar religiones, culturas, costumbres, idiomas. Crece con el intercambio de becas, tiene el aval de las Naciones Unidas y estuvo nominada para el Premio Nobel de la Paz. Viajo también por esa razón y como el 4 de noviembre se cumplirán cien años de su fundación, tengo que ir a París (la entrevista se realizó pocos días antes). Esas tres son las motivaciones básicas que me mantienen en las nubes. Hay un cuarto renglón viajero que es el que tiene que ver con la familia.
—¿Hacia dónde vas con mayor frecuencia?
—Viajo por el mundo entero. Este año debo tener unas 120 000 millas recorridas. El rubro más importante de mis viajes es con la familia. A mi esposa Eva y a mí nos fascina el país. Ese segmento del viaje de recreo, del viaje de placer, de diversión, lo hacemos preferentemente por el Ecuador. No hay rincón donde no hayamos estado. Desde marzo de este año, estamos planeando que para enero de 2015 iremos a la provincia de Loja para ver la floración de los guayacanes. Como soy muy activo en el Facebook, hice por esa vía una intensa promoción de este espectáculo, tanto que algunos creyeron que tenía algún interés turístico en la zona. Y no. Solamente soy un enamorado del país. Con Eva tenemos una costumbre: viajar solo con nuestros nietos. No van sus padres, que hacen que sus hijos no se porten bien. En cambio, los nietos cuando están solo con los abuelos son perfectos. De seis hijos varones que tenemos (nunca llegamos a tener una mujer, lamentablemente), cuatro están casados y tres de ellos tienen hijos: tengo siete nietos.
—¿Cómo nació el amor con Eva?
—Cuando regresé de Estados Unidos y volví de Quito a Guayaquil, me llamó un viejo amigo, Alfonso Jalil, propietario de la academia de inglés Berlitz para invitarme a dar clases allí. El sistema de enseñanza era muy amigable, muy interactivo e informal porque las clases se daban a un grupo de seis alumnos, alrededor de una mesita. Un día, al comienzo de uno de los cursos, entré a la clase con cara de ogro (yo era un profesor muy estricto, aunque luego me iba haciendo simpático) y vi sentada a una niña de unos ojos verdes cristalinos, un pelo lacio largo y una cara angelical. Durante los tres meses del curso, fui muy exigente y cuando terminaron las clases me acerqué a ella pero ya no como profesor. Yo tenía veintidós años y ella diecisiete. Eva para entonces estaba ya en primer año de universidad. Es hija de un gran matemático, fundador de la Escuela Politécnica del Litoral, Homero Ortiz Egas y, por tanto, creció en un ambiente académico. Nos casamos cuando yo tenía veinticinco años y ella veinte.
—Pero hubo un paréntesis, ¿no?
—Claro, hubo una época en que mis actividades empresariales (yo estaba agarrando vuelo en la aviación) me llevaban de un lado para otro, copaban el día. Y esas actividades no eran muy compatibles con las de una mujer joven, madre de tres hijos, que veía a su marido solo por momentos. Esa diferencia de prioridades —de la cual me siento culpable pero no arrepentido porque todo lo que tengo lo he conseguido a pulso— hizo que se dañara el matrimonio. Terminamos oficialmente divorciados. Sin embargo, durante los próximos cinco años no nos dejamos de ver porque había tres niños de por medio que para mí eran la adoración. Ese continuo contacto nos mantuvo en una buena relación y pudimos comenzar a ver las cosas con otra óptica. Yo ya había escalado posiciones y Eva se había graduado de arquitecta. Un día decidimos que, si habíamos mantenido una buena relación durante el período crítico del divorcio, podíamos seguir juntos. Entonces fuimos al registro civil y nos volvimos a casar. Mi padre siempre quiso mucho a Eva (ambos compartían su afición por la literatura y por el mar) y me pidió que me volviera a casar con Eva para poder morir tranquilo. Yo le decía: papá, no quiero que te mueras, no me pidas eso. Bueno, nos volvimos a casar el 15 de abril de 1981 y mi padre murió el 11 de mayo, es decir, tres semanas después. Se fue tranquilo.
—¿Qué más heredaste de tu padre?
—Ser el mejor anfitrión posible para mis amigos y gran conversador. En cambio, no soy un gran lector, pero sí un gran investigador. Y en eso me impulsaba mi gran amigo, Nicolás Svistoonoff, recientemente fallecido, quien fue mi compañero en el colegio Americano. Él me llamaba y me decía: oye, me he enterado de tal y tal cosa, ¿puedes averiguarme algo sobre eso? Y yo me ponía a investigar. Últimamente su obsesión era aprender a cocinar y me decía que tenía un estilo nuevo que se llama la cocina improvisada y con ese pretexto le metía al plato todo lo que le daba la gana. Un día me invitó y había preparado un pollo al no sé cuántos. Ese día me preguntó si yo creía en los ovnis. Le dije que era un tema que me fascinaba y me tuvo investigando sobre ellos hasta que, repentinamente, murió.
—¿Y a ti te gusta cocinar?
—Me encanta. Tengo una enorme intuición para combinar los sabores. Dentro de mis viajes me gustan dos actividades: tomar fotografías y conocer qué come la gente. Si estoy en algún país, siempre guardo un espacio para visitar mercados, para ver qué alimentos compra el hombre de la calle. Acabo de venir de Bankok, de una reunión de negocios, y tomé un curso de cocina tailandesa que ocupó el poco tiempo que tenía libre. Aprendí a hacer cuatro platos, aunque todavía no he pasado la prueba de cocinarlos aquí.
—¿Y de tus viajes traes objetos?
—En mi biblioteca están algunos recuerdos de mis viajes, ciertas cosas especiales de los sitios por donde he pasado: Tailandia, Egipto, Patagonia, India, el Tíbet, Rusia, China, México, Italia, Australia. De la aviación, guardo como un tesoro un modelo a escala del famoso trimotor de la Ford de los años treinta, que era todo de hojalata y llevaba hasta dieciséis pasajeros. Y también del avión insignia de todos los tiempos, el DC-3, que salió en 1939. Comparto con Eva la afición por las artesanías ecuatorianas y nuestra casa, como puedes ver, está llena de ellas.
—¿Qué otras aficiones tienes?
—La hípica. Ahora tengo un bellísimo caballo, mezcla de inglés con español, que me regaló un amigo. Monto todas las mañanas, a partir de las seis. Fui muy deportista, jugué básquet, béisbol, practiqué natación. Nadaba en el estero salado, a la altura de Urdesa, donde vivíamos; ahí paseábamos en bote y pescábamos corvinas y jaibas, en una etapa en que esas aguas eran límpidas.
—¿Esa afición acuática hizo que ahora tengas un lago?
—No. El lago estaba ahí cuando compré esta propiedad. Esto era parte de una gran hacienda ganadera y este lago era uno de los reservorios, porque esta zona era muy seca. La biblioteca era un silo donde se almacenaba el grano para el ganado. Y afuera, donde hoy está la sala de juegos, era el ordeño. Antes de que esta hacienda se lotizara, aquí se sembraba caña de azúcar.
—Volvamos a la aviación. Yo recuerdo que hubo una época en que los accidentes eran pan de cada día. ¿Por qué?
—La aviación comercial se inició con pilotos temerarios, a partir de la Segunda Guerra Mundial. Terminada la guerra, quedaron miles de pilotos en el desempleo. Por otra parte, la industria aeronáutica comenzó a fabricar aviones comerciales, sin medir si había o no demanda de pasajeros. Como existían miles de pilotos, se creaban líneas aéreas en cantidad. Eso se contagió a América Latina y en el Ecuador también tuvimos un boom de la aviación comercial. Solo en la familia Arias Guerra, dueña de la compañía Area, había cuatro parientes pilotos. Entonces la aviación, por ese desarrollo desenfrenado, desordenado, se olvidó de las normas de seguridad y los accidentes se multiplicaron. La aviación comercial se tornó insegura, peligrosa. El problema era que los pilotos que operaban las líneas comerciales estaban formados militarmente y la estructuración académica de un piloto militar dista mucho de la de un piloto civil. Los pilotos militares están hechos para cumplir una misión: ir de un sitio a otro sin que les importe las condiciones en que ese vuelo se cumple, si llueve, truena o relampaguea. El reentrenamiento de los pilotos militares se produjo a partir de los años cincuenta. En el Ecuador ocurrió lo mismo, aunque con cierto retraso. Se fueron estableciendo normas de seguridad, porque antes no había instrumentos, los aviones estaban muy precariamente habilitados, tenían máximo una brújula y un altímetro. Si bien los pilotos conocían las rutas de memoria, una pequeña falla de la brújula cambiaba el destino, igual que un viento. Los radares no existían y solamente había comunicación radial. Todavía había aviones de Area que tenían la cúpula de vidrio en el techo de la cabina y, en vuelos largos, el navegante usaba sextante para guiarse por las estrellas. Ahora las condiciones de la tecnología permiten al piloto estar relajado con respecto a la navegación, para encargarse más de la parte mecánica del vuelo.
—¿Nunca sentiste miedo a volar?
—Cuando empecé mi vida activa en la aviación comercial y tenía que viajar mucho, me atormentaban las turbulencias en los vuelos. En una ocasión me tocó viajar de Guayaquil a Miami en Braniff y, cuando estábamos sobre Panamá, las turbulencias eran terribles. Un piloto notó que, aunque era de noche, yo no dormía porque estaba intranquilo y me dio un gran consejo, aunque nada barato: me dijo que si quería seguir en esta actividad aprendiera a pilotar. Pues bien, me matriculé en un aeroclub. Hice todo el curso, meteorología, navegación, trigonometría. Y después, la parte práctica. Volé con muy buenos instructores que me pusieron a prueba: apagaban el motor, me tiraban el avión en picada, horrores. Pero el resultado fue que logré entender la bondad de una aeronave y eso me dio confianza.
—¿Adónde quisieras ir, que no has ido?
—La vida ha sido muy generosa conmigo, he recibido mucho. Y me siento con ganas de hacer algo por los demás. Coincide que hay una parte del planeta que no conozco, que es el África Septentrional. Quiero hacer allí un retiro de por lo menos dos años. Acabo de ser aceptado como voluntario en una reserva en Sudáfrica que se dedica a rescatar animales en peligro de extinción por culpa de los depredadores. Me han dado a escoger entre varios programas y he seleccionado uno que complementa muy bien mis aficiones, mis gustos, mis anhelos: el rescate de los rinocerontes. Y allá iré.