
Giovanna Rivero, deslumbrante narradora boliviana, nació en Santa Cruz en 1972. Con su novela 98 segundos sin sombra ganó el Premio Audiobook Narration, y obtuvo el Premio Internacional de cuento Cosecha Ñ por “Albúmina”. Tierra fresca de su tumba, recién salida del horno, es una colección de seis cuentos, publicada por la editorial española Candaya.
Esta escritora y doctora en Literatura Hispanoamericana vive en Lake Mary, estado de Florida, con su esposo y sus dos hijos. En la actualidad se desempeña como académica e investigadora independiente.
Me encuentro con Giovanna en la terraza del hotel Oro Verde de Guayaquil, pues ha venido invitada a la Feria Internacional del Libro.
—Uno de los personajes de tus cuentos dice que el ser boliviano es una enfermedad mental. ¿Es así?
—La frase surgió hace algunos años; en la FIL de Guadalajara coincidí con un amigo muy querido, el escritor Luis Miguel Rivas Granada, quien dijo: “Ser colombiano es una enfermedad mental”. Eso me quedó resonando. He pensado que puede ser una enfermedad mental el pertenecer a cualquier nacionalidad, cuando hacemos de esta una ideología rígida, un corsé, una cárcel cultural que nos impide ver la humanidad completa e incluso a otros seres, como los animales o el mundo microcelular.
—Tú eres oriunda de Santa Cruz, ¿cómo es la relación de esta ciudad con el resto del país?
—La polaridad La Paz-Santa Cruz está en el germen de lo que somos ahora como una nación pluricultural, y ha definido, durante el siglo XX, una dinámica dañina, una desgarradura, una suerte de dificultad de reconocernos como heterogéneos, lo que implica admitir que hay una parte de cada uno que es del otro.
—¿En qué momento percibiste las disonancias regionales y culturales de tu país?
—Cualquiera que se va de su lugar de origen descubre, en un horizonte mayor, quién es uno y dónde está parado. La extranjería y el cambio de lugar nos dan un cambio epistémico. Al irte, se crea otra verdad. En mi caso me fui de Montero, que en los ochenta era un pueblo, salí de la escuela y fui a La Paz, centro hegemónico de la economía, la política y la cultura. No me eran desconocidos los prejuicios mutuos de cambas contra collas y collas contra cambas, pero por primera vez pude sentirlos en el cuerpo.
—Tú has vivido ya algunos años fuera de tu lugar de origen, lo que debe implicar una sensación más radical de extranjería, ¿no?

—El segundo gran momento en que volví a pensar en mi nacionalidad fue cuando fui a Estados Unidos con la Beca Fullbright en 2007. Era enero y llegué a Arkansas con un metro de nieve y para mí, que venía del trópico, este fue más que un cambio en la estética de paisaje. Entonces, me preguntaba lo que sigo diciéndome hoy: ¿Qué hago aquí?
—¿Tienes ya la respuesta?
—No. Es una pregunta-herida. A veces, estoy lavando los platos. Hay una Giovanna, otra de mí, que se quedó en Bolivia, en una potencialidad que pertenece al mundo de la teoría de la relatividad de Einstein, que es quien está allá, donde lleva otra vida. Abro la ventanita y me veo allá, la veo allá, en una potencia que no fue concreta.
Señales del cielo
—¿Cuán estimulantes han sido para ti galardones y becas?
—Los premios han llegado cuando más los he necesitado. Incluso los que no han tenido dote económica fueron clave para seguir en un camino como el arte, en que una se mete sin garantías de felicidad, sino en una vocación casi delirante. En momentos oscuros del alma, llega un premio y una dice: “No, mirá, hay gente que te lee y estás consiguiendo comunicación con otra imaginación”. Es como la señal que le llega al que busca, por años, comunicarse con los extraterrestres.
—Has dedicado libros a tu hermano y a tus abuelos. ¿Cómo ha sido esa fuerza filial?
—Tengo una relación diaria con el mundo de los muertos y una necesidad de conectarme con lo invisible. No tengo dotes de médium, pero creo que hay que oír el llamado de lo espiritual. Me sueño mucho con mis abuelos, vivo una actividad onírica de conversación muy frecuente con ellos y también con mi hermano menor, que se suicidó en 2018. Eso me sostiene en el mundo.
—El diálogo entre la vida y la muerte está presente en tu obra. ¿Es parte de alguna tradición literaria?

—Siento gratitud con narrativas de distintos orígenes que se han ocupado del tema, pero se trata de algo anterior, que está en mí. Mirar el cielo, cuando niña, me producía un estremecimiento tremendo: eran preguntas que me ahogaban y al mismo tiempo me abrían el pecho. ¿Cuándo comenzó todo y cuándo va a terminar? La escritura me ha dado algunas respuestas, al igual que lecturas como Pedro Páramo.
—Por tus relatos pasean personajes de diversa nacionalidad, desplazándose de un país a otro o incluso fuera de la esfera terrestre. ¿Por qué esa enorme apertura de lo local?
—Hay un llamado interior a exceder la minúscula circunstancia que me toca y nos toca: el ser boliviana o ecuatoriano o canadiense o haber nacido rubio, blanco, negro es una pequeñez frente a la totalidad del universo, que siempre me abisma. Mi abuela coleccionaba una revista esotérica de ciencia ficción, Duda, lo increíble es la verdad. En forma de cómic, tenía historias de reencarnaciones, abducciones de ovnis y leyendas históricas. Yo las leía, y las inquietudes propias se exacerbaban. Ahora, mis personajes están abducidos por la vida.
Cargamos nuestros huesos
—En los cuentos de tu último libro, ¿por qué la conmovedora presencia animal?
—Tengo que nombrar mi pasión por la astrología, vinculada con los arquetipos, componente fundamental de la imaginación humana. En mi carta astrológica, la casa del amor animal está muy marcada, y empezó a manifestarse más con la llegada de mi perra Luna, en cuya inteligencia y trascendencia pienso mucho, como en la de todos los animales, portadores de un misterio que me estremece.
—Uno de tus cuentos habla de un campamento menonita en Bolivia; otro de un náufrago que sobrevive gracias a los restos del almirante. ¿De dónde salen estos seres?
—Cuando nos enteramos de la noticia del campamento y las mujeres violadas en Manitoba, nos dimos cuenta de que era un dato ya conocido, en el que había complicidad de la comunidad. Quise abordar el tema no desde la sociología, sino desde la subjetivad de un personaje singular.
El del náufrago viene de la noticia de un marinero salvadoreño que zozobró con su almirante, y tiene que dar cuenta de por qué él está vivo y el otro no. Vi muchos reportajes sobre él: ser superviviente te convierte en otro sujeto. Nunca más sos el mismo.

—Hay quienes asocian esta historia con el Relato de un náufrago, de García Márquez. ¿Será?
—Nunca lo pensé. Yo estaba pendiente de la noticia de la que te he hablado, del salvadoreño, pero no impugno un posible vínculo, porque creo en los arquetipos. A partir de Ulises, la narrativa occidental ha tenido momentos del extravío acuático, que es un extravío espiritual. Ahí está Neptuno, ofreciendo esa gran vastedad cósmica del agua para darnos la posibilidad de encontrarnos.
—¿Y la mujer que sabe de poesía japonesa, hace origami y cultiva un jardín?
—Cuando estaba en la escuela, tenía compañeras descendientes de japoneses instalados en una región que el Estado boliviano dio a quienes huían de la Segunda Guerra Mundial, que crearon la comuna Okinawa. Hablaban japonés y español, lo que a mí me parecía fascinante, y dibujaban manga. Se quedaban de internas en la escuela de monjas e iban a su comunidad los fines de semana. A mí, esta vida otra me producía una curiosidad enorme. Y quise acercarme a esas abuelas en el cuento “Cuando llueve parece humano”.
—¿Qué hay con la enfermedad como tema literario? Lo he sentido en tus páginas.
—Somos cadáveres en potencia. Cargamos nuestros huesos. Con la reciente aparición en mí de la neuralgia del trigémino, una enfermedad crónica, he sentido el dolor en mis huesos y me he dado cuenta de que soy un esqueleto interior. La muerte me dice: “Te recuerdo que estás cargando tus propios huesos, de los que estás hecha”. La enfermedad es una metáfora de la cita prometida.
—En uno de tus cuentos, un personaje dice que Bolivia es otra, y que se han generado enemistades ¿Qué opinas de la situación de tu país?
—Lo que ocurrió en octubre de 2019, un momento de división y dolor, es una guerra de narrativas de quién tiene la verdad absoluta, y el problema de esta Bolivia es que no hay una verdad absoluta. La vieja dicotomía izquierda-derecha es más dañina que nunca. La Bolivia de hoy es otra, porque las clases sociales también son otras, pero el racismo y el clasismo están ahí y no los hemos solucionado. Las leyes, otras narrativas, no han sido suficientes.
—¿Planes de volver a tu país?
—No por ahora, pero no lo descarto. La carta astral es tan dinámica, que una no puede anticiparse. La cultura gringa pide que una describa cómo se ve dentro de diez años, pero soy incapaz de tener este dominio economicista de la vida. Ni para el año que viene puedo imaginarme.
—¿El tener hijos te ha hecho modificar ideas sobre la muerte?
—Las ha acentuado. Veo a mis hijos, y viene la certeza terrible de que ellos también tienen que morir, ni mi amor infinito los va a proteger. Y si las cosas suceden como deben suceder en el ciclo de la vida, yo no estaré ahí para acompañarlos en ese tránsito. Se ha acentuado el abismo que me causa la muerte.