El espectáculo era atroz, aterrador: miles de personas moribundas, agonizando entre dolores terribles y sin siquiera fuerzas para gritar, atravesadas de abajo hacia arriba por unos palos gruesos y engrasados, incrustados en el suelo lodoso. Era un bosque de hombres y mujeres a quienes había que ayudar a morir, acortándoles su padecimiento, lo que causó en Mehmed II, el enjundioso sultán del Imperio Otomano, “un horror como el que nunca nadie pudo haber sentido”. Y juró por Alá que habría venganza.
Nueve años antes, en 1453, Mehmed II había conquistado Constantinopla, la reluciente capital bizantina, donde a lo largo de mil años había sido configurada la doctrina cristiana y a donde se había trasladado el esplendor del gran Imperio Romano. Con la toma de Constantinopla los otomanos no sólo cumplieron el mandato de Mahoma, sino que adquirieron el control de la Ruta de la Seda, que durante veinte siglos había visto pasar el comercio caudaloso entre China y los reinos europeos. El sultán era, en ese momento, el hombre más poderoso del mundo.
Al norte de Constantinopla, en el principado de Valaquia, gobernaba Vlad III, de la dinastía Draculesti, con quien Mehmed había crecido en Edirne, la antigua capital otomana, donde compartieron juegos y diversiones. Valaquia era, desde 1446, un Estado vasallo del Imperio y, como tal, debía pagar tributos y rendir honores al sultán. Pero Vlad estaba atrasado en los pagos. Mehmed envió, entonces, dos emisarios para exigirle al príncipe que pagara lo que debía y, además, que fuera de inmediato a Constantinopla (ya llamada Estambul) y se postrara ante el sultán.
Vlad ya había demostrado su altivez rebelándose contra los boyardos, la nobleza del principado rumano, acusándolos de haber asesinado a su padre y a su hermano mayor. Y había demostrado su valor ayudando a Esteban de Moldavia a recuperar su trono. Con lo cual su reacción a la exigencia del sultán fue feroz: ordenó que los dos emisarios fueran ejecutados. Para entonces, Vlad ya era tenido como un jefe despiadado, que mataba sin contemplaciones. Y su método predilecto era el empalamiento.

Su siguiente acción fue lanzar las tropas hacia territorios otomanos, donde arrasó aldeas y pueblos a lo largo del Danubio. Estaba decidido a romper como fuera el vasallaje de Valaquia y recobrar la independencia de su nación. Dispuso que todos los prisioneros fueran empalados. Todos. En una carta que el 11 de febrero de 1462 le escribió al rey de Hungría, Matías Corvino, pidiéndole ayuda contra la ocupación otomana, le aseguró que habían sido 23.884 los turcos, y sus aliados búlgaros, los que habían sido ejecutados. Fue un “bosque de empalados”, según la horrorizada descripción de Mehmed II.
El sultán, enardecido, reunió un ejército inmenso para tomar Valaquia, derrocar a Vlad y, en su reemplazo, entronizar a Radu, el menor de los príncipes de la dinastía, quien había jurado lealtad al Imperio. Cercado, Vlad atacó el campamento de Mehmed II, pero fue repelido y huyó a Hungría, donde el rey jamás respondió sus pedidos de ayuda y, peor aún, lo encarceló durante doce años. Liberado en 1476 por gestión de Esteban, rey de Moldavia, volvió a la lucha por expulsar a los otomanos, pero a principios de 1477 fue emboscado, muerto y decapitado. Su cabeza fue exhibida en la punta de un palo, en Estambul. La leyenda de su crueldad se regó por Europa.
Siglos más tarde, un escritor irlandés, ‘ Abraham Bram Stoker’, recogió los relatos sobre ‘Vlad el empalador’ (‘Vlad Tepes’, en rumano), contenidos en textos húngaros, alemanes, eslavos y turcos, y, sobre esas leyendas, creó el personaje de un conde transilvano, un vampiro bebedor de sangre llamado Drácula. Su libro, publicado en 1897, fue un éxito mundial. Pero para entonces Vlad Draculea había sido ya reivindicado por la historia rumana, reconociéndolo como un gobernante recio que defendió su país del imperialismo otomano con los métodos brutales propios de esos tiempos. Y en 1977, en el quinto centenario de su muerte, fue declarado Héroe de la Nación. Y la leyenda perdura.