Vivir mata

EDICIÓN 485

Vivir mata columna Huilo Ruales
Ilustración: Miguel Andrade

Mediodía con sol inhumano. Avenida República. Mi vista hace un zum desde las nubes, el Pichincha, el paso a desnivel, y se detiene en una perra vagabunda que en un concurso de desdicha ganaría por unanimidad. Una especie de Roma tercermundista, con las tetas vacías raspando la suciedad candente del suelo.

Guardando la reglamentaria distancia con un posible puntapié, la perra se detiene, pendula varias veces su cabeza como si sintiera algo en el aire, un mensaje telepático, un recuerdo, una corazonada. Después, se encamina titubeante hacia el borde de la acera, como al filo de un abismo. Con el hocico abierto y la lengua coleteando como pez fuera del agua, contempla el torrente de autos, buses, camiones, motos, todos sin frenos.

¿Qué es lo que atisba al otro lado de esta estruendosa avenida?, me pregunto. Oteo al frente y no hay nada tentador, al menos para mí, imaginándome que soy perro. En cuanto a basura, este lado es más pródigo, incluso a tres pasos tiene un promontorio en el que pudiera hundir narices y hocico. En el lado opuesto ni siquiera se atisba un perro, si tuviese necesidad de un polvo. Claro que si se hallara en calores tendría, incluso ella, una hilera de galanes pegados a su culo purulento.

Pero, mírenla, con ínfulas de jirafa estira su cuello como si al frente le esperara el paraíso. Por fin, el flujo vehicular se interrumpe o más bien se resquebraja, y ahí la tenemos afinando su empeño de cruzar la vía de tres carriles. De pronto, a ritmo de gacela perseguida por leones se lanza al mar de asfalto, pero cuando ya le falta un brinco para llegar al parterre del medio, surge de la nada y del esmog, el destino: un taxista, ansioso por cobrar a la puta existencia al menos algo, acelera a fondo su destartalado auto.

Al percatarse de sus intenciones, la perra dilapida más de un segundo en el titubeo del sigo-adelante o retrocedo. En esa selva de smog y claxonazos, el golpe pasa desapercibido y, aparte de mí, nadie se percata que la perra, vía aérea, es devuelta, por pocos metros, a su punto de partida.

Debe haber quedado en piezas, aunque todas dentro del pellejo, de allí su desgarrador aullido. Un solo y entrecortado lamento de vocales abiertas, casi como gato en batalla amatoria, como si más que su carcaza hecha pedazos le doliera el alma. Un llanto humano pero de perra. Como si de pronto recordara todas sus desgracias, todo el chorro de vástagos paridos y abandonados en su trashumante vida.

Lo más loco es que, además de no morirse, la perra quiere seguir viva, como todo el mundo. Mírenla, intenta erguirse y reptar hacia la acera, propósito inalcanzable si no es porque una moto con bramido de Mirage pasa afeitándole el hocico. Tal es el susto, que se yergue casi de un golpe y con las patas delanteras borrachas logra la proeza de remolcar las patas traseras, que le cuelgan como dos rabos adicionales. Al fin, logra llegar a la cuneta donde se derrumba. Y no crean que se ha dado por vencida, pues, allí está a salvo, aunque muera.

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