Diners 464 – Enero 2021.
Por Paulina Simon Torres.
Ilustraciones: Paco Puente.
¿Cuidamos realmente nuestro cuerpo como si fuera un templo? Siendo sinceros: no. Es más, la mayoría del tiempo somos conscientes de que lo habitamos solo en situaciones extremas: el dolor y el placer. Ok, hablemos de esto.
Vivir en un cuerpo
no es lo mismo que ser un cuerpo
o tener un cuerpo
Como tener una casa que descuidas
y de la que te puedes mudar
el cuerpo no tiene salida
Llegó 2021, el año en el que cumpliré cuarenta años. La cifra tan temida. Una meta y un límite mental que me puse hace mucho tiempo.
Es posible que haya tenido miedo de cumplir cuarenta desde que cumplí veinte. El temor a envejecer, a perder el hilo de la contemporaneidad. Una serie de imágenes preinstaladas, no sé dónde o por quién, de una barrera infranqueable entre el universo de la juventud y la belleza, y la decadencia del cuerpo y la obsolescencia de la mente.
El año en el que cumplo cuarenta, mi padre cumplirá sesenta y mi abuela ochenta; dos personas que también temen a las cifras, pero que imagino las llevan mejor que yo. Mi abuela me repite: “Hago yoga desde que tengo veinte años, eso me mantiene a salvo de todo”. Y yo le creo, porque lo veo. Es posible que haya detenido su marcha en este último año por la pandemia, pero sigue siendo una mujer en extremo activa y lúcida. Mi padre, por su parte, es invencible. Es Iron Man. En serio, Iron Man por tres o por cuatro. Una de esas personas que duermen poco, entrenan seis días a las semana desde las 05:00. A sus 59 años, mi padre ha viajado a tres países para cumplir sus sueños atléticos. Corre, nada, monta bicicleta por cientos de kilómetros. Se ha inscrito en varias maratones, y su vida y su círculo social giran en torno a la buena salud de su cuerpo; veo en él a un hombre realizado, extrañamente joven. Recuerdo que mis tíos y algunos amigos le decían Dorian Gray: es posible que sea verdad. (¿Dónde tendrá su retrato?).
En la terapia que empecé el año pasado (una de las tantas terapias que inicié el año pasado), mi terapeuta, la mejor a la que haya conocido en mucho tiempo, me ha iniciado en un camino de aceptación: la crisis de la mediana edad es una patraña concebida por la sociedad en un afán de disminuirnos, de vendernos productos, de reprimir nuestros deseos naturales haciéndonos creer que no somos lo suficientemente jóvenes para llevarlos a cabo. Ella es alemana e insiste en que esto de creerse vieja a los cuarenta es algo que está ligado a nuestra cultura, que nos ha marcado unos tiempos irreales en los que se debe estudiar, trabajar, tener hijos y retirarse. He sido una digna hija de nuestra sociedad, haciendo todo lo que se supone que se debe hacer siempre a tiempo.
Durante 2020, sin embargo, y en parte gracias al encierro (nunca pensé que sería algo que agradecer) he logrado que mi mente se ocupe de levar ciertas anclas. Poco a poco he visto el lado brillante de los cuarenta años, una edad en la que acepto que soy una mujer adulta. Por ridículo que pueda sonar, es una batalla perdida con dignidad. Ese “ser adulta” (que ante todo significa enterarse que le debes mucho dinero a algo que se llama patente, que no sabes qué es, pero que eres suficientemente adulta para pagar) es una fortaleza. Para mí es la despedida de una adolescente que todavía anhelaba la aprobación de los otros; que muchas veces era incapaz de decir NO, de marcar sus límites con claridad. El límite con la familia; el hecho de que mi núcleo ya es otro, y que sobre él tengo voz y voto. El límite con el trabajo que, aunque precario, no se puede seguir practicando en condiciones miserables (aunque en el Ecuador esto parece utópico). Los amigos son los que son, un pequeño puñado entre el que me siento segura sin hacer esfuerzo.
Llegó el momento de decir: soy la que soy, le guste a quien le guste.
Sentir que, aunque el proceso de construirme es inagotable, he llegado, al fin, a la versión más parecida a mí: que quiero, acepto y habito.
*
Ahora bien, a los cuarenta, los principios son un asunto intelectual, un tema de la mente, de reacomodar las creencias, de quemar las banderas y los puentes, de asumirse desde el poder de las ideas. Pero existo en “otro” elemento que no ha sido mirado en mucho tiempo, uno cuya edad cronológica es quizá más de cuarenta. Ese “otro” que se sienta y sostiene estas ideas; sostiene esta cabeza que piensa, elabora, elucubra, a la velocidad de la luz pero sin moverse, sin estirarse, sin sentirse. El cuerpo, el gran “otro” en mi vida. El tristemente olvidado en las buenas y en las malas. El trasnochado, intoxicado, abandonado a su suerte. El que, por sano, es invisible, eludible, postergable. Un campo inexplorado de músculos, placeres y dolencias cuyo funcionamiento apenas he descifrado.
Durante el encierro el cuerpo se volvió real. Unos meses antes de la cuarentena mi rutina semanal incluía transportarme entre Quito y los valles, de extremo a extremo, unos días manejando muchísimos kilómetros, otros tomando dos alimentadores, tres buses y caminando decenas de cuadras para lograr todos mis destinos. Es posible que ese trajín mecánico haya sido la mejor forma de evadirme, creyendo que me mantenía en forma y sobre todo aprovechándome de un vehículo que no pedía nada a cambio. Y si empezaba a pedir era cuestión de caminar otro par de cuadras más a la farmacia, comprar un parche, un puñado de antiinflamatorios, una crema en gel de esas que enfrían el calor de un músculo que no puede más, pero sigue.
Ahora el movimiento cesó y comenzó otra forma de sedentarismo. Las catorce horas diarias frente al computador. En una silla ergonómica, en un banco de madera, levantando las piernas, arrimando la cabeza, levantando los hombros, acostada en la cama. No hay postura que tolere tanto tiempo de inmovilidad. No hay suficientes compresas calientes en mi casa para todos los lugares en los que siento dolor. La cervical, la pierna derecha, las rodillas. Hubo al menos tres ocasiones en las que quise ir al hospital pensando que el dolor del nervio ciático podía ser otra cosa, un cálculo, el apéndice, la muerte. Pero la idea de ir a un hospital en medio de la pandemia hacía que soporte el dolor estoicamente, cretinamente, atorándome con pastillas de amplio espectro, algo que no sé bien qué significa, pero que me devolvían la movilidad y la conciencia de un cuerpo maltrecho, que podía seguir otro poco.
Durante meses hubo muchas mañanas que, envuelta en tristeza y malestar, sencillamente no podía levantarme de la cama y le hablaba, molesta, al “inútil”. “Oye tú, cuerpo, levántate y anda. Esa computadora no se va a prender sola, esas clases brillantes, esos chistecitos de los que siempre te jactas, no se van a contar solos. Esa mente que puede liderar todo aquello sobre lo que se posa no va a estar presentable si no te mueves, maldito”. ¿De dónde viene tanto odio, tanto desdén? Tanta terapia mental y ninguna física. Tanto vivir en la cabeza, tanto estímulo intelectual, me ha vuelto incapaz de moverme.
He hecho un viaje mental, una vez más, tratando de encontrar algún indicio, alguna pauta del momento en el que perdí mi cuerpo; este cuerpo que ha parido, que ha alimentado a sus crías, que ha sido fuerte y sano, y ha seguido en pie a pesar de su propietaria. ¿Dónde empieza la desconexión y cuándo termina?
*
Regreso en el tiempo a mi cuerpo infantil, a esas sesiones bochornosas de autoexploración que alguien notó, y cesaron, y se volvieron una vergüenza insondable, un estigma. Regreso al cuerpo que menstruó por primera vez, al trauma, al dolor, al silencio, a esa condena desde los trece años de edad. La desinformación, el cuidado de una misma para no hacerse notar frente al mundo, para fundirse y participar de cualquier actividad fingiendo que no tienes una toalla llena de sangre entre las piernas. Hacer invisible el cuerpo femenino, invisible y productivo: siempre. Un tiempo después tuve que empezar a usar lentes, un aparato de plástico en la boca para el bruxismo, un corrector de espalda para esa pequeña y naciente joroba, producto del ocultamiento de los senos.
Recuerdo encabezar la lista de las niñas más feas del curso. El cuerpo adolescente tratando a toda costa de calzar en el mundo, de vestirse a la moda, de ser atractivo. Jugando a ser grande en las ridículas fiestas de quince años diseñadas para hacerse “señorita”; usar zapatos de taco, vestidos largos, maquillaje demasiado pesado sobre los párpados. Un simulacro del absurdo. Los padres de la quinceañera que nos servían ron con cola, y luego tratábamos con dificultad de seguir de pie en nuestros zapatitos de taco, guardando la compostura.
Las desgraciadas vacaciones en la playa usando un terno de baño enterizo de flores, infantil, como realmente me sentía, pero haciendo el ridículo para el resto. Bronceando/odiando la blancura extrema de mis piernas, arrancándome los vellos, metiendo la barriga, echándome cualquier menjurje en el cabello para ser rubia.
Regreso al cuerpo de la mujer que cree que la iniciación sexual podrá liberarla de las miserias propias; pero, al contrario, se vuelve un nuevo calvario de ocultamientos, un redoble de silencios y nuevos estigmas: otra fase de ignorancias. El momento de ponerse en manos de profesionales de la salud (hombres), que inventan enfermedades y curas costosas cuando se enteran que estoy sola en esto. Mi cuerpo y la confusión de crecer, la necesidad de sentirme amada, el rechazo a todo lo que aquello implicaba. Al mismo tiempo, el cuerpo que se vuelve un ente productivo, una máquina de trabajo, un sillón ergonómico para el cerebro. El alcohol, los antidepresivos, una forma maquiavélica de tortura, de poner en marcha un plan autodestructivo: la evolución de la criatura autómata.

*
Una vida entera de ocultamiento acaba cuando el cuerpo encuentra un confidente, un amor, un refugio, y rápidamente se altera cuando llegan los hijos.
No hay autoconocimiento que valga cuando tienes una criatura adentro del cuerpo, el gran misterio; los demás órganos aplastados, inclinados, a merced del intruso que se toma todo, que crece, se expande, se nutre, te arrincona. Todo el tiempo oí y leí sobre el empoderamiento femenino a través de la gestación y los partos, pero mi cerebro siempre estuvo más ocupado en entender que en sentir. Comprenderlo todo técnica y teóricamente.
Resentir aquello, resentirlo todo. Esperar sin paciencia que las heridas sanen para volver a estar en pie, para volver a estar en la cabeza.
Con casi cuarenta años descubro, casi por error, que existe algo que se llama piso pélvico, y que es básicamente el piso de mi humanidad entera. Que está roto, no literalmente, pero sí bastante fisurado. Inicio una fisioterapia y un tratamiento largo, complejo, pero fascinante. El cuerpo me lleva a un lugar inédito, al descubrimiento de musculaturas ilegibles para la mente; esto sí, de manera literal. Ivonne, la doctora, aplica energía a mis músculos y mi cabeza no los siente. La desconexión es real, como si toda mi vida hubiera vivido en otra parte. Como abrir una habitación polvorienta llevando una venda en los ojos. Ernesto, el fisioterapeuta, me toma de la mano y me pide que resbale mis dedos por el diafragma, y no puedo, es tan tieso, es como tocar un cuerpo ajeno, es la frustración. Hago la fisioterapia con lágrimas en los ojos y Ernesto e Ivonne, a quienes amo, me consuelan y me dicen: “Eres una mujer nueva”. ¿Lo soy?
Empiezo a levantarme con una motivación. Mi ser sedentario, pero más que eso, mi ser que no se reconocía como un cuerpo, que se había rechazado como un cuerpo femenino, que jamás se había enterado de su poder sino que lo había entregado por completo a la mente, a las circunstancias, al mandato externo; comienza a estirarse y existir. No sin dolor, no sin ahondar mentalmente en los porqués, en los cómos, en los para qués y en la autoflagelación del “¿Por qué esperé tanto?”
Este es mi tiempo. Esta es mi mejor versión. Aquí y ahora. De cuerpo presente.