Creo que tenía siete años. Estaba “viendo la tele” mientras mi mamá me ponía bolsas de té negro en los ojos, uno por uno. Tenía conjuntivitis, o “patada china”, como le decían en los noventa. Cuando me tapó el ojo izquierdo le dije: “Pero no me tapes el ojo que ve, pues”.
Mi mamá casi se muere. Ese rato hizo mi primera cita con el oculista y se dio cuenta de que estaba casi ciega de un ojo.
¿Cómo no se habían dado cuenta?, ¿cómo yo misma no me había dado cuenta? La razón es simple: para mí el mundo siempre había sido así. No tenía un referente de cómo era el mundo real, así que mi mundo era así, un poco distinto del que veían los demás; pero como yo no sabía qué veían los demás, no había drama.
Recuerdo, también fuera de foco, la primera revisión con el doctor. El colirio que me dilataba las pupilas, las letras negras sobre fondo blanco, y sobre todo aquella imagen que veía a través de lo que parecía un telescopio: una carretera larga en medio de un campo verde y, al fondo, una casa. ¿Qué realidad era esa? ¿Quién vivía en esa casa? Más allá de la carretera y el campo, ¿qué había?, ¿más casas?, ¿más gente?
He vuelto a ver esa misma imagen algunas veces a lo largo de mi vida, en cada revisión con el doctor, y siempre la he asosiado a mi destino: quizá veo la casa como el final de mi vida, comparo las citas con el oculista con los espisodios definitorios en mi existencia y su relación con la vista. No sé.
En mi clase de segundo grado nadie usaba lentes. Cuando llegué con los míos me dijeron lo de siempre: “cuatro ojos”, “rara”. Entonces los guardé en su cajita roja con su pañuelito blanco y no los volví a sacar. No alcanzaba a ver el pizarrón, pero, ¿quién quiere ver el pizarrón? De hecho, a través de los vidrios con distorsión la realidad me parecía algo agresiva. Colores que antes no veía, letreros que de repente podía leer, detalles en mi propio rostro que antes ignoraba. Demasiada información para mí. No la necesitaba. Son muy bellas las formas del mundo, pero como dice Gustavo Cerati, yo las prefería fuera de foco. Prefería el mundo al que estaba acostumbrada, de colores lavados, de caras distorsionadas, siempre algo ilegible.
No entiendo cómo en la adolescencia pude ir a fiestas y emborracharme sin lentes. No entiendo cómo sobreviví. Pero lo cierto es que lo hice. Tiempo después, al fin, decidí ponerme los lentes, supongo que ya no era llevable deambular por un mundo abstracto, y supongo también que ya no me importaba el qué dirán, o más bien, que usar lentes se puso de moda.
Lo cierto es que ya no me los pude sacar. Ahora son como una extensión de mi cuerpo. Casi duermo con lentes y muchas veces me he metido a la ducha con ellos. Mi mayor temor es perder por completo la vista. Temo entrar a un espacio/tiempo en el que no exista nada más que aquel mundo abstracto parecido a un océano blanco. Porque decía Borges que la ceguera no es negra, como todo el mundo piensa, sino como una mañana nublada, distorsionada y lejana, blanca, ausente.
Tal vez haya heredado el afán (ciego) de mi madre, heredado a su vez de mi abuela, de hacer de tripas corazón, pero quiero creer, claro, mientras mis dioptrías no sigan subiendo, que hay ventajas en esto de no ver bien. Borges asociaba a la poesía con la ceguera, hablaba de Homero y de otros poetas ciegos como iluminados. Lucrecia Martel dice que vivimos “la dictadura de la vista”. Estoy de acuerdo: una imagen NO vale más que mil palabras.