
Por Diego Pérez Ordóñez
Vaya personalidad poliédrica y poética la de Luchino Visconti (1906-1976). Personalidad disidente, cautivadora y atemporal. Porque Visconti, el genio unánime, el esteta total, siempre maniobró en las antípodas, con las alas rozando infatigablemente el fuego. Sin importar en qué flanco se movía, la música, el teatro, la ópera, el cine o la literatura.
Este milanés se habría sentido igual de cómodo, discurriendo en los salones del París iluminista que en las reuniones del partido, haciendo consignas y apretando el puño por las causas que él consideraba justas. Artista exquisito y director severo, impaciente y minucioso. Migró, sin mayores traumas, del filme realista a la extravagancia cinematográfica, en la última década de su carrera creativa. Mas, sin olvidar la ópera, su pasión original. Sin renunciar, de ningún modo, a las libertades y diversificaciones sexuales propias de sus tiempos. Sin renunciar a las variedades y variaciones carnales.
Visconti fue, a su peculiar modo, un niño principesco que sorbió el arte de sus mayores, que pasó por los cedazos de la política militante y que, en su crepúsculo creativo, recaló en los territorios de la memoria con admirable serenidad. Visconti ejerció con sabiduría las virtudes del cambio, las gracias de la mutación, de la transformación. Visconti jamás dejó de rediseñarse. Su milenaria y linajuda familia, trufada de doradas coronas, cargos y oficios palatinos, obispos y arzobispos, señores y duques, extendía sus raíces en la noche de los tiempos, y dominó Milán durante largos siglos, mucho antes de que Italia fuera Italia, e incluso antes de que Europa adoptara sus fronteras modernas. Esta marca de distinción, en muchos aspectos todavía producto de las últimas mareas del antiguo régimen, le permitió al niño y joven Luchino tomar tempranos contactos con las artes más variadas: las representaciones y montajes del teatro, las armonías e instrumentaciones de la música, los fastos y las calamidades de la ópera. Le permitió también construir un personaje a su medida y a contracorriente.
Así Visconti, un virtuoso natural, partió con ciertas ventajas históricas… “De hecho —nos cuenta su biógrafa canónica, Laurence Schifano— a la edad de catorce años, Luchino Visconti ya se encuentra en condiciones de ofrecer, en un concierto público en el Conservatorio de Milán, una interpretación de la ‘Sonata en dos tiempos’ de B. Marcello. El periódico La Sera del 9 de junio saluda su ‘hermosa maestría’, promesa de una futura carrera de violoncelista. Pero es el teatro el que, desde la infancia, la asegura sus primeros grandes éxitos”. Así, como artista y exquisito, Visconti siempre encontró la patria en la niñez —como Proust o Nabokov— y, en sus años finales, se sirvió de los componentes de la memoria para redondear el círculo de su arte.
Aunque pudiera parecer contrario al sentido común —y a la intuición— que un señor de solera principesca, católico, acaudalado y educado en los modos y maneras de los viejos tiempos adhiera al comunismo, es también necesario entender que en Italia lo imposible se convierte con frecuencia en probable. Y no se debe olvidar que en la Italia que recién se sacudía de la Segunda Guerra Mundial, escaldada todavía por los traumas del fascismo, las posibilidades de algo así aumentaban exponencialmente. Otra vez la biógrafa Schifano glosa que, en más o menos la misma línea, en los años de posguerra Moravia, Malaparte, De Sica y Rossellini, por ejemplo, se acercaron a las posturas de izquierda por razones similares a las de Visconti: por la instalación de una república, por el reconocimiento de libertades e igualdades. Por y para forzar la ruptura y la refundación.

Uno de los grandes caballos de batalla del comunismo italiano de la época fue, pues, el restablecimiento de las libertades artísticas, por medio de la supresión de la censura. “El comunismo de Visconti fue una religión laica. Poco importaba que no estuviera afiliado al PC, como tampoco importaba mucho que, siendo católico, no fuera un ratón de sacristía; su compromiso ‘moral, casi religioso’ representaba una regla sólida, una ‘columna vertebral’ que proporcionada orden y coherencia a su obra y su vida”, sentencia por fin Schifano.
Superada la etapa más política de nuestro personaje, los años transcurridos entre dos de sus películas más representativas y distintas, Rocco y sus hermanos (1960) y El gatopardo (1963), basada en la novela homónima de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, parecen ser la bisagra de sus tendencias artísticas. El divisor de aguas entre el arte que intenta describir la realidad, las durezas y avatares de la vida marginal y, en la otra orilla, la concepción de Visconti del cine como un vehículo para plasmar las últimas bocanadas de una aristocracia que se obstina en sus privilegios finales, que recuerda sus propios rituales y que se niega a admitir en advenimiento del dinero nuevo, del atrevimiento y, en su concepción, de la incultura. Se puede argumentar que en dos de sus cintas más clásicas y memorables del período decadentista, la prenombrada El gatopardo y en Muerte en Venecia, de la mano de la nouvelle de Thomas Mann, Luchino Visconti se reflejó en el espejo, en busca de cicatrices, reflexiones y reivindicaciones personales.
Con no poca ironía, Edward Said, crítico cultural y ensayista, trabajaba en su obra Sobre el estilo tardío cuando lo sorprendió la muerte, en 2003. Su viuda tuvo que compilar sus papeles y notas para terminar este ensayo, un verdadero bocado de cardenal que diseccionaba el ocaso como último impulso del artista, la adrenalina de la última milla. Said le dedicó varias muy nutritivas páginas a los vasos comunicantes entre la novela de Lampedusa —en verdad, un largo poema sobre el decurso del tiempo y la inevitabilidad de la muerte— y el deseo de Visconti de, por medio de la película, componer un mosaico de la desaparición de su propia clase social. Said vio en la película de nuestro personaje una glosa personal de una saga principesca, aunque con diferencias geográficas (norte versus sur), de carácter y de circunstancia.
También nos enseña Said que Visconti “Murió en 1976 y dejó sus planes inacabados para producir un ciclo del Anillo en La Scala, así como una película de la gran novela de Proust. Por lo tanto, todas las obras de su período tardío se centran en temas relacionados con la degeneración, la desaparición de un viejo orden, por lo general aristocrático, la desagradable aparición de uno nuevo y burdo mundo de clase media, representado en El gatopardo por don Calogero, el advenedizo, acaudalado y ordinario, aunque también influyente, cuya hija se casa con un miembro de la vieja aristocracia siciliana”. De nuevo, Visconti no adaptó la novela de Lampedusa, la interpretó a su manera, la reescribió con la tinta de sus propios recuerdos. Sin que pierda el fulgor poético del texto, sin que deje de sentirse el sol de plomo siciliano, sin que deje de pesar la metafísica isleña, sin que el príncipe de Salina ceda un ápice de su melancolía, el milanés se valió de una obra de arte para fundar otra, con su impronta particular.
De forma que en el período final de su carrera como cineasta —fundamentalmente de mediados de los sesenta hasta 1976— Visconti, por decirlo de algún modo, se reencontró con sus viejos territorios. Testigo de buena parte del siglo XX, de todos modos, Visconti representó el declive de una clase social centenaria, acostumbrada a los usos y costumbres de eras pasadas, vivió los transformaciones de la política en un mundo binario, ejerció la independencia sexual en abundancia, fumó en cadena otro tanto y, como si lo anterior fuera poco, nos legó horas y horas de las imágenes más maravillosas del cine. Nació, digamos, con la cuchara de plata en la boca y murió con el cigarrillo en los labios.