Lo inesperado suele pasar, valga la redundancia, en lugares inesperados, sitios que parecen inventados, y el Ecuador está lleno de rincones inesperados. Mundo Diners llegó hasta un pequeño pueblo de la Costa y allí encontramos mucho más de lo que estábamos buscando.
Por Andersson Boscán
Fotos: Cortesía Gabriel Mieles de Expreso
Esperar. A veces no se puede hacer otra cosa que esperar.
En Juntas del Pacífico, una comuna orillada a veinticinco kilómetros de la carretera que conecta Guayaquil con Playas, escondida entre las tímidas colinas de la cordillera Chongón-Colonche de la provincia de Santa Elena, los agricultores se frotan las manos buena parte del año aguardando la temporada de ciruela, ese fruto pequeño y redondo que se come verde o maduro y que en el resto del país se conoce como ovo.
La cosecha de ciruela, el motor de la escasa vida comercial de este pueblo (o de la vida, a secas), empieza en septiembre y termina en mayo. Durante esos ocho meses, los catorce kilómetros cuadrados de sembríos que hay en Juntas son capaces de producir hasta 4 000 cajas de ciruela diarias; en cada caja caben entre 600 y 900 frutos, es decir que cada día, al final de una jornada de doce horas de trabajo, los recolectores acumulan un promedio de tres millones de ciruelas.
Un recolector en buen estado físico, digamos un hombre de poco más de veinte años que puede permanecer la mitad del día con el cuerpo casi arrodillado, recoge entre siete y ocho cajas de ciruela por faena y recibe doce dólares diarios por su trabajo. Esto, considerando las excepciones de toda regla y según los cálculos de sus habitantes, significa que cada una de las casi 300 familias del pueblo tiene un ingreso de 600 dólares mensuales durante la época de cosecha. Con ese dinero, cada quien atiende sus necesidades como mejor puede y, además, contribuye a una especie de fondo común con el que la comunidad ha logrado comprar computadoras para la escuela, contribuir a la remodelación de la iglesia y mantener un parque con juegos infantiles que casi nadie usa.
En Juntas del Pacífico los niños van a la escuela por la mañana y trabajan a la par de los adultos por las tardes. Como el alumbrado público solo alcanza para iluminar la calle principal, una vez caído el sol no tienen dónde jugar y sus padres los guardan en casa hasta el día siguiente. Estos niños también esperan. Cada semana esperan que sea domingo, el único día que se les permite cerrar la calle principal para convertirla en cancha de asfalto y jugar fútbol.
La ciruela toca, marca y muchas veces define la vida de todos los que viven en este modesto recinto; quienes no la recogen, la venden en la calle, la cargan sobre los hombros o la transportan en camionetas con baldes de madera hacia otras ciudades donde, con suerte, logran colocarla en distintos mercados. Es una vida simple, demasiado lenta y redundante quizá, pero es una vida. Lo otro, lo que queda, es la muerte, algo para lo que todos los junteños están más que preparados.
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Si hubiesen registros oficiales, si el Ecuador se hubiese molestado en incluirlos en los libros de historia, Juntas del Pacífico podría celebrar su fecha de fundación cada año, pero tal cosa no existe y quienes se atreven a lanzar números calculan, al ojo, casi adivinando, que el pueblo tiene poco más de 100 años de edad. Se trata, entonces, de una población relativamente joven que tardó varios años en conocer la muerte y a los muertos.
Nadie recuerda cómo se llamaba el primer difunto del pueblo, pero todos conocen su leyenda: el día en que falleció el primer finado de Juntas del Pacífico no hubo quién supiera qué hacer. La muerte era algo nuevo, algo nunca antes visto; no existían funerarias ni cementerios y tuvieron que pasar veinte días hasta que un grupo de exploradores fuera y volviera de Guayaquil con un ataúd para poder enterrar al muerto. Durante ese tiempo, el cadáver permaneció tal cual, descomponiéndose naturalmente. Desde entonces y hasta ahora, los habitantes de este pueblo tienen la costumbre de construir sus propios ataúdes.
La tradición dice que es el jefe de hogar, el hombre de la casa, quien debe construir un féretro para él y otros para cada miembro de su familia; se aplican, claro, las variables del siglo, las circunstancias particulares y las casualidades. Cada hogar es distinto. Así, si el padre muere antes de concluir su labor fúnebre, es el hijo mayor quien debe encargarse de hacer las cajas para los demás. Así también, en una casa donde solo viven mujeres, es la madre quien se arroja a esta tarea que, en otro sitio, en otra historia, sería terrible, pero que en Juntas del Pacífico es perfectamente normal y hasta resulta una distracción durante los meses en que las ramas de los árboles se mecen vacías.
Felícito Barzola, el hombre más viejo del pueblo, tiene 87 años, pero suele calcular su edad en días porque “todos los días cuentan”, así que en realidad tiene, aproximadamente, 31 755 días sobre esta tierra, y contando. Y también tiene un ataúd que lleva más de tres décadas esperándolo. La caja está guardada en el patio trasero de su casa, un lugar construido sobre piso de tierra con paredes de caña y tejas de metal oxidado en el techo. El cajón de don Barzola, como lo llaman sus vecinos, descansa sobre gruesos bloques de cemento “para que no se moje”, cubierto por una sábana apolillada “para que no se empolve” y bajo una cruz de madera “para que esté cuidado”.
Como dicta la tradición, don Barzola construyó el ataúd con sus propias manos, el suyo, el de su esposa y el de sus siete hijos: dos de esos cajones ya están bajo tierra. Su esposa, llamada Clemencia, murió en el año 2005. “Se murió de pena porque nos mataron un muchacho”. Así le dice, Muchacho. Felícito no puede, o no quiere, recordar el nombre de su hijo muerto en un accidente de tránsito en las carreteras del Guayas. Tampoco puede, o quiere, recordar los nombres de sus otros seis hijos, aunque reconoce que todos se turnan para llevarle comida, dejarle algo de dinero o presentarle nietos y bisnietos cuyos nombres —verdaderamente— desconoce porque, confiesa, nunca ha sido capaz de contarlos. “Los quiero”, dice sin mucho ánimo, “pero a mi edad lo único que uno quiere es que la vida se acabe porque se vuelve muy aburrida… muy triste se vuelve”.
Felícito Barzola también espera, pero se entretiene mientras tanto. Aprendió a leer cuando tenía más de treinta años y desde ahí mantiene el hábito de pasar todo aquello que le interesa de los libros a una libreta roída y desmembrada. Pasar, no transcribir. En su libreta pueden leerse cosas como estas: “Ques letra? es un signo que representa el sonido”, “Cuanto havitante tiene en la atualidad el continente americano R. es 88946487 millones de avitante”, “Quien tomó posecíon de la isla Galapago el general José Viyamil en el anio 1832 Presidencia de Juan Flore”. Felícito, el mismo hombre que no recuerda el nombre de sus hijos, es capaz de recitar datos históricos de forma aleatoria cuando se lo pidan y, sobre todo, cuando nadie se lo ha pedido.
Don Barzola, de aire bonachón, pasa la mitad del día dando vueltas por el pueblo, sin un destino en particular, y el resto del tiempo sentado bajo el portón de su casa, donde no hay televisión ni radio ni más muebles que un par de sillas. Como un depredador, Felícito aguarda que alguien —quien sea— pase frente a su casa para sacar una silla, sentarlo a su lado y obligarlo a conversar. Siguiendo su propia ley, esa que dice “no se puede leer un libro y dejar el conocimiento pegado en las páginas; uno tiene que arrancárselo al libro y compartirlo”, sus conversaciones pueden empezar con las preguntas más extrañas. “¿Usted sabía que Rusia tiene diecisiete millones 98 mil 242 kilómetros cuadrados?, ¿Usted sabe el nombre completo del libertador?, ¿ah?, es Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Ponte Palacios y Blanco”.
Felícito Barzola habla y su ataúd, hecho a la medida con una madera llamada Amarillo, espera.
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Como no tienen fecha de fundación ni parecen estar muy interesados en averiguarla, los habitantes de Juntas del Pacífico celebran sus fiestas en noviembre, alrededor del día de los muertos, y la –única en el mundo– “Feria de la ciruela”, organizada por primera vez en 1986. En noviembre la tierra se llena con ciruelas que caen de los árboles sin que nadie las toque. Y, cada año, los miembros de la —también única en el mundo— APPC, Asociación de Pequeños Productores de Ciruela, un organismo formado por 50 personas, presentan al público un nuevo producto hecho a base de la fruta.
De ciruela son las tartas que se parten y reparten en las fiestas, la mermelada que se unta en el pan a la hora del desayuno, el espeso yogur que los niños llevan a la escuela y consumen durante el recreo, la gelatina grumosa que se come después del almuerzo, el imprescindible buñuelo de la merienda y el jugo que beben para empujarlo garganta abajo. Si alguna vez esta gente llegara a quedarse sin agua, seguramente inventarían el agua de ciruela. En un país donde cada esquina quiere ser capital de algo, Juntas del Pacífico se levanta como la capital indiscutible de la ciruela.
La calle principal, aquella que monopoliza la energía eléctrica, se llama Virgilio Torres Luzuriaga en honor a un sacerdote jesuita que, en los setenta, emprendió una feroz cruzada de alfabetización; fruto de esa campaña es la escuela del pueblo, que también lleva su nombre, y la costumbre, para muchos sagrada, de no permitir que sus hijos falten a clases. El sacerdote tiene su calle y su efigie, una estatua de tamaño natural que fue develada en 1981, cuando Torres Luzuriaga abandonó Juntas para seguir su campaña alfabetizadora en lugares aun más remotos. Hoy, la estatua está despintada y cualquiera podría confundir al cura con García Moreno, ambos comparten la frente alta y los rasgos severos de la fe. Solo los mayores conocen la historia detrás del nombre de esta calle, para el resto, Virgilio Torres es una coordenada, un lugar de encuentro, el sito donde celebran las fiestas de noviembre bailando música chichera y, ocasionalmente, una que otra cumbia; el sitio donde los recolectores se emborrachan tomando vino de ciruela y, desde el año pasado, el producto estrella de la APPC: aguardiente de ciruela.
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Aunque en todas las casas hay uno o varios ataúdes esperando, en este pueblo se habla poco de la muerte. “Los muertos se velan veinticuatro horas. Y falte quien falte y llore quien llore, al día siguiente el muerto al hueco y el vivo a la casa”, dicen. Los días posteriores al entierro no se habla del muerto ni se hacen misas para acompañar el viaje de su alma ni se llora en público ni se interrumpe el trabajo. La vida sigue igual de lunes a sábado. Los domingos, sin embargo, los junteños suben cada uno a su ritmo una pequeña montaña de tierra que conduce al cementerio, donde las tumbas se confunden montadas una encima de la otra y es difícil saber a quién se le está rezando. Luego, cerca del medio día, van a la iglesia y escuchan el sermón del padre Eryk, un rosáceo sacerdote importado de Polonia que habla español con un marcado acento báltico, “grecias hergmanos porg haber… uh… venirg”. Suena gracioso, pero en realidad es simplemente aburrido. A pesar de sus indescifrables liturgias, el padre Eryk se ha ganado el cariño del pueblo, pues practica el deporte de bautizar niños por quintales y todos saben que después de un bautizo viene una fiesta. Así que los habitantes de este caserío también esperan, ansiosos, los bautizos.
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Como suele pasar en los “pueblos de carretera”, las viviendas ubicadas en la calle principal son las mejor conservadas; más allá de la zona comercial el paisaje se deprime y el encanto de lo rural es anulado por un desierto de casas dispersas al azar. Dentro de cada hogar hay más o menos lo mismo: un televisor, un celular que comparten todos los miembros de la familia, muebles para que la gente pueda sentarse a conversar y un cuarto donde se guardan los ataúdes bajo llave.
El ataúd de Flora Borbor, una señora que pasa de los 60, lleva 37 años guardado en un cuartito junto a la sala de su casa. Flora dice que es una mujer precavida y mientras espera pasa las tardes en casa de su vecina Rosa Oralla, quien, a diferencia de muchos, tiene su féretro en el patio, atrás de la cocina, pues no tiene espacio dentro de la casa como para guardarlo. Eso sí, el cajón está permanentemente protegido por una lona de plástico y Rosa lo limpia religiosamente una vez al año hasta dejarlo impecable, no vaya a ser que la muerte la sorprenda en un ataúd mugroso.
No muy lejos del sucio riachuelo que separa Juntas del Pacífico del cantón vecino, Julio Moreno, vive Evaristo Neira, un hombre al que solo se puede describir como ni tan amable ni tan rudo, ni tan parlanchín ni tan callado. Su ataúd descansa en un rincón de la sala de su casa, al aire libre, por así decirlo. Ya antes había construido una caja para estrenarla el día en que “acabe esta vida y empiece la otra”, pero se la cedió a Inés, su esposa, quien murió hace nueve años agobiada por problemas cardiacos. Mientras estaba viva, Evaristo le había jurado a su mujer que si ella no se construía su propio ataúd él la enterraría en una sábana. Al final, no pudo cumplir su juramento. “No tuve el valor. Qué le diré, la muerte ablanda hasta a los más duros”.
El nuevo ataúd de Evaristo está construido con Guasango, según él, la madera más resistente que existe en Juntas y sus alrededores, capaz de soportar como ninguna otra el paso del tiempo.
—Si viene la otra vida, ¿para qué quiere que dure tanto el ataúd?
—¿Y qué se cree, que con tanto muerto que se va cada día Dios tiene tiempo para juzgarnos rápido?
—No lo sé.
—Yo tampoco —dice, y se queda callado por un momento—. Por eso vale más estar prevenido.
Evaristo come ciruela, la masca con los dientes y luego escupe las pepas; las migajas caen desde su boca y se reúnen en su pecho, en su estómago. Así espera. Pero todos nos cansamos de esperar. “¿Quiere ciruela? Yo ya no quiero”, dice don Evaristo.
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A la luz del sol, el ciruelo es un árbol tétrico: escuálido, deshojado y triste. Por la noche, bajo la luna, con las copas llenas de infinitas ramitas abriendo laberintos desde el centro, parece mágico, como sacado de un cuento.