Diners 463 – Diciembre 2020.
Por Diego Pérez Ordóñez.
Fotografía: Shutterstock.

Viena sintetiza mucho del código genético de la Europa Central, la Mitteleuropa legendaria, culta y refinada, golpeada hasta la saciedad por la Primera Guerra Mundial y noqueada por la anexión nazi de 1938. Viena, se supone, representa la civilización de los viejos mundos, de los imperios derruidos y de las luces que se han apagado con las conflagraciones y con el antisemitismo. También grafica una sociedad de la bella época, con luces y sombras, fastos y miserias.
Claves como el frío orden urbano, los vistosos parques, los generosos espacios públicos, el cortante silencio de sus habitantes, el celoso individualismo y la disciplina como valores fundamentales e indiscutibles, suelen ser la norma vienesa. Es también un teatro de prodigiosa arquitectura imperial, de énfasis en el diseño —para mayor muestra, las sillas vienesas— y de elegantes cafés literarios, con atentos meseros, periódicos (todavía de papel) a disposición de los clientes, robustas mesas de mármol y quizá alguna tabla de ajedrez. “Vive y deja vivir, es la sabiduría vienesa, tolerancia liberal que puede convertirse fácilmente en cínica indiferencia”, opina Claudio Magris en su exquisito y erudito ensayo sobre la senda del Danubio.

Viena es parte del mundo de ayer, que dejó atrás Stefan Zweig al entender el ascenso y la expansión del nazismo, para morir en un lugar inaudito, Petrópolis, lejos de su nutrida biblioteca, de sus apuntes con tinta violeta, de las tertulias con los amigos, de los círculos librescos. Es también la Mitteleuropa que Wes Anderson quiso retratar y filmar en el Gran Hotel Budapest, la Europa desparecida y acartonada, regida por ciertas normas implícitas y aplicadas desde hace siglos (la cortesía, la inteligencia y la agudeza) en algún momento recorrida por el traqueteo del elegante Orient Express. La Mitteleuropa hasta cierto punto caricaturizada por Anderson, con su maravilloso sentido del detalle y su apetito por el color y por el humor negro.
En concepto de George Steiner, uno de los últimos maestros del pensamiento y crítico literario cosmopolita, la idea de Europa está atada a la existencia de los cafés. Como lugares de encuentro y de reflexión, como guaridas de discusión de las letras y de la actualidad mundana. El mapa de Europa, sostiene, de algún modo se sobrepone al de los locales y mostradores por los que seguramente pasó el príncipe de Lampedusa en Palermo, por los cafés de Copenhague que atendían a Kierkegaard, paseante filosófico, antes de sus largas y reflexivas caminatas, por el establecimiento lisboeta favorito del retraído Pessoa, por los célebres cafés parisinos que mitificaron el existencialismo del siglo pasado. Sin embargo, apunta Steiner:
“Tres cafés principales de la Viena imperial y de entreguerras ofrecieron el ágora, el centro de la elocuencia y la rivalidad a escuelas contrapuestas de estética y economía política, de psicoanálisis y de filosofía. Quienes quisieran conocer a Freud o a Karl Kraus, a Musil o a Carnap, sabían exactamente en qué café buscarlos, a qué stammtisch [mesa] se sentaban”.
Las palabras todavía entusiastas de Steiner corresponden a los años previos al brexit, a la normalización de los radicalismos religiosos, a la estandarización de los extremismos ideológicos y, en definitiva, años anteriores al ensanchamiento de las antiguas fisuras de la vieja Europa. Pero Steiner sabía —aunque nació en París, su familia era de raíces austríacas— que los cafés vieneses suelen ser más graves, más formales y artísticos que sus pares en Roma (bulliciosos, acelerados, caóticos), que los parisinos (derramados en la calle y la gastronomía) y que los madrileños (con sus preferencias por la especulación política).
Representante de la élite judía vienesa, mundana, volcada a las artes visuales, a la ópera, al teatro y también frecuente cliente de los cafés de la ciudad, Arthur Schnitzler (1862-1931) vivió durante mucho tiempo postergado y olvidado como artista. Las razones para el ostracismo de este extraordinario dramaturgo, novelista, cuentista y diarista no fueron menores: luego de la Segunda Guerra Mundial su literatura fue considerada anticuada, recargada y representativa de una civilización hace décadas hundida, engullida por las prisas y los arribismos del dinero, opacada por los valores del entretenimiento y de la masificación. A lo anterior hay que añadir la frenética y notoria vida sexual de Schnitzler y la incomodidad de su figura pública, que ciertamente lo transportó al lado oscuro de la historia y de la conveniencia política.

Su resurrección ha sido relativamente reciente, de la mano de la obra póstuma de Stanley Kubrick, Eyes Wide Shut (Ojos bien cerrados), una extensa y melancólica adaptación cinematográfica de la nouvelle Relato soñado de Schnitzler. En la magistral versión de cine, el burgués médico de Viena que ideó Schnitzler fue reemplazado por un doctor de la alta sociedad neoyorquina que fantasea respecto de las posibles infidelidades de su mujer, mientras peina las calles de la ciudad por la madrugada en desasosiego. Sus paseos nocturnos desembocan en una orgía organizada y regentada por una especie de secta, aficionada no solamente a las prácticas sexuales heterodoxas, sino a las solemnidades y a los rituales. Kubrick, sin duda, logró resaltar, en su canto de cisne, la literatura de Schnitzler y su carácter de estudioso del alma, artista del lenguaje y de observador de la esencia humana. Porque la vigencia del vienés está marcada por su peso como exégeta de las resquebrajaduras de la relación de pareja y del desarraigo amoroso, temas ambos resistentes a cualquier olvido. La rehabilitación de Schnitzler se ha completado con la reedición de mucha de su obra literaria en español.
Marcel Reich-Ranicki, el célebre crítico alemán y voz autoritaria de la literatura germánica, lo puede decir mejor que cualquiera: “Lo personal y lo genérico constituyen en la obra de Schnitzler una unidad evidente, una síntesis. Y cuanto más íntimos son los motivos, tanto más clara es la imagen de la sociedad que critica… Schnitzler se ha convertido así en el autor de la gran inutilidad, del fracaso y de la despedida, de la vida y la muerte sin sentido. En su obra ronda siempre al acecho, aunque nunca se cite, aquel famoso dicho de la Biblia: ‘Todo es vanidad’”.
Schnitzler, médico de profesión, cimentó el peso de su arte en el desmenuzamiento de aquellos temas que fueron tan caros al modernismo literario, como la gravedad del lenguaje, los vasos comunicantes entre el placer y la muerte, la actividad sexual como contorno de las arenas movedizas, el erotismo como mínimo común denominador y la seducción como un ejercicio ilustrado (lo que lo conectó con su admirado Giacomo Casanova). Su fórmula también descansaba en un recurso de estilo que muchas veces le permitía abordar diferentes puntos de vista con el uso de un solo personaje, el principal. Así, el vienés logró dotar a sus novelas cortas de grandes dosis de reflexión, de secreto y de sofisticación.
Las preferencias de Schnitzler por la perversión, por los vericuetos de la intimidad y por los laberintos amatorios llamaron la atención de otro ilustre austríaco, un tal Sigmund Freud, que lo llegó a considerar una especie de alma gemela (un doppelgänger).
“Le voy a confesar algo que, por consideración hacia mí, le ruego no comparta con nadie más, ya sea amigo o extraño. Me atormenta un interrogante: ¿por qué durante todos estos años nunca he intentado ponerme en contacto con usted y mantener una conversación? […] La respuesta a este interrogante implica una confesión que es, a mi parecer, demasiado íntima. Creo que he evitado su persona por una especie de temor o recelo a encontrar en usted a mi doble. No porque me sienta inclinado fácilmente a identificarme con otro o porque haya querido pasar por alto la diferencia de talento que me separa de usted; pero al sumergirme en sus espléndidas creaciones siempre me pareció encontrar, tras la apariencia poética, hipótesis, intereses y resultados que coincidían justamente con los míos”.
Schnitzler se ha consolidado como un clásico, sobre la base de su literatura profundamente psicológica, auscultadora de lo humano y retratista de una sociedad extinguida, sacudida por las guerras y por la política.