Viejos astilleros de Guayaquil

Por Fernando Hidalgo Nistri.

Fotografía: Biblioteca Municipal de Guayaquil, proporcionada por el INPC.

Edición 462 – noviembre 2020.

El Malecón, Guayaquil, 1880.

Durante un buen tiempo, tanto la economía guayaquileña como su prestigio a nivel regional dependieron de la actividad de sus astilleros. Antes que cobrara preponderancia el dinero que circulaba procedente de las exportaciones de cacao, las construcciones navales fueron el gran dinamizador de la economía porteña. De hecho, en un momento dado, casi la totalidad de la población de la ciudad y aledaña estuvo vinculada a la construcción de barcos. Incluso las autoridades étnicas, como la cacique Caiche de Daule, participaron activamente en el negocio. Ella controlaba una parte del abastecimiento de madera. Desde el último cuarto del siglo XVI, la ciudad ya había ganado buena fama por la calidad de sus navíos y, hasta fines del siglo XVIII, no conoció rivales de peso. Prueba de ello es cómo Francisco de Requena, un enviado de la Corona, informó al Consejo de Indias que no había mejor astillero entre Costa Rica y Valparaíso. Incluso en sus horas más bajas Guayaquil mantuvo esa preeminencia. Como resultado, a lo largo de doscientos y pico de años, la ciudad fue el principal proveedor de barcos para la Armada del Sur y para una multitud de comerciantes privados. Aunque hubo altibajos, los años dorados de la maestranza porteña tuvieron lugar en el siglo XVII. Durante ese lapso, las autoridades virreinales ordenaron la construcción de varias decenas de galeones, en su mayoría con propósitos militares. En realidad, los astilleros funcionaron en buena medida siguiendo el ritmo de las incursiones piratas que azotaron durante todo este tiempo las costas del Pacífico sudamericano. Esta fue una emergencia que paradójicamente favoreció a Guayaquil, ya que obligó a las autoridades virreinales a mantener en condiciones óptimas a la Armada del Sur. De este modo, la llegada de un corsario o la posibilidad de que ocurriera el evento era algo que tenía repercusiones en el astillero. Cuando se tuvieron noticias de la venida de Drake, el virrey Francisco de Toledo no dudó en disponer la construcción de dos galeras. Un buen indicio de que la producción del astillero estaba sujeta al riesgo que suponían los corsarios fue que, cuando cesaron las hostilidades, la maestranza guayaquileña vio mermar considerablemente su actividad.

Las maderas

Una de las razones que jugaron a favor para que Guayaquil se convirtiera en el gran astillero del Pacífico sur fue la calidad de las maderas. Por entonces la cuenca del Guayas estaba casi en su totalidad cubierta de selvas vírgenes. Todo un contraste con las desérticas costas del Perú y del norte de Chile. La vocación forestal de Guayaquil venía de lejos y durante mucho tiempo fue el proveedor natural de las ciudades del Perú costanero. Buena parte de Lima fue construida con los guachapelíes y los robles de Daule o de Yaguachi. Las exportaciones al árido cinturón costanero continuaron a buen ritmo hasta comienzos del siglo XX. Aunque no pasa de ser un hecho meramente anecdótico, incluso en los años cincuenta del siglo pasado, los marinos del proyecto Kon-Tiki armaron su famosa barca con la balsa que extrajeron de las selvas próximas a Quevedo.

Con la madera de Guayaquil difícilmente se podía competir. Nada como la flexibilidad y dureza de los guachapelíes, los robles amarillos, los laureles o e los canelos de sus selvas. Especial mención hay que hacer de los viejos bosques de Bulubulu de donde salían los famosos Palos de María, un tipo de madera muy adecuados para la construcción de los mástiles de los barcos. Un factor que también jugaba a favor era su especial resistencia al agua salada. Esto, según señalan los entendidos, hacía que los barcos tuvieran una vida útil más prolongada que la de sus similares construidos en la vertiente atlántica. Jorge Juan y Antonio de Ulloa sostenían que las naves de Guayaquil tenían “una duración jamás oída en Europa”, algo así como el doble de las de Cuba y el triple de las de España. ¡Todo un récord para la época! La importancia estratégica que cobraron los recursos forestales llevó a las autoridades a ejercer una férrea vigilancia sobre ellos, que se manifestó en múltiples ordenanzas que restringían la tala de sus bosques. En un momento dado, incluso se llegó a prohibir la exportación de determinado tipo de maderas en bruto y de piezas labradas. Los armadores locales querían evitar que tanto otros puertos compitieran con ellos como preservar un recurso tan precioso que ya empezaba a escasear. Hacia 1684 las autoridades alertaban que los bosques estaban siendo diezmados. En cuanto al resto de insumos que se utilizaban para la construcción, estos provenían de muy diversos sitios. La brea con la que se calafateaba se traía de Santa Elena y México, el cobre y los cordeles de Chile, las lonas con las que se hacían las velas de la lejana Chachapoyas. Por último, el hierro y la “clavazón”, el rubro más caro, se traía de España.

Tamaño

Los barcos que se armaban en Guayaquil no eran cualquier cosa, sino galeones respetables y de gran tamaño. De sus astilleros salieron dos capitanas reales y una almiranta, que fueron encargadas hacia 1643 por el virrey marqués de Mancera. En su mayoría se trataba de naves con capacidad para cuatrocientas toneladas y solían ir equipadas con cuarenta y más cañones. También se llegó a armar un gigante que bordeaba las mil toneladas de capacidad. Comparado con la actualidad, equivalía a la construcción de los modernos trasatlánticos. Si son ciertas las cifras que expuso Antonio de Alcedo, hacia 1736 se había construido un total de 176 naves, entre galeones, galeras y petaches. A ello habría que sumar un sinnúmero de embarcaciones más pequeñas que se escapan a los registros contables. Los carpinteros de ribera de Guayaquil tenían sus propias técnicas y eran completamente heterodoxos en sus quehaceres. Tanto los fines prácticos para los que se destinaban como las dificultades que suponía armar barcos en uno de los rincones más oscuros y lejanos del imperio español, exigían invención, creatividad y el empleo de técnicas alternativas. Uno de los problemas más acuciantes que tenían que resolver era la carencia de hierro. Este era uno de los ítems que más encarecía la construcción de naos. Una de las características, que destacan los funcionarios que vieron los barcos que salían del astillero, era su fealdad. Tal como señalaron Jorge Juan y Antonio de Ulloa, “tenían medidas desproporcionadas y figura monstruosa”. Estas peculiaridades tenían mucho que ver con las demandas de los comerciantes que ordenaban su construcción. Ellos, más que la estética, lo que valoraban era la capacidad de carga, una exigencia que implicaba que estos fueran desmesuradamente anchos. Por las fechas en que ambos funcionarios estuvieron en Guayaquil, se puede deducir que lo que debieron ver era barcos mercantes, más que naves de guerra, las que normalmente solían estar más apegadas al modelo de los galeones construidos en España.

Mano de obra

La mano de obra del astillero funcionaba bajo las estricteces de toda una serie de acuerdos que regulaban hasta el más mínimo detalle. Con toda probabilidad, los quehaceres navales fueron uno de los oficios más reglamentados de la época. Nada se escapaba de ser normado: rangos, salarios, horas de trabajo, especialidades, etc. Todo se registraba escrupulosamente en libros de contabilidad que luego eran revisados al milímetro por las quisquillosas autoridades virreinales. Estos documentos resultan particularmente interesantes en la medida en que dejan entrever toda la multitud de oficios que demandaba el astillero y, en general, los procedimientos navales de la época. Familias enteras se transmitían de generación en generación sus especialidades, al punto que llegaban a formar verdaderas sagas que vinculaban un apellido a un oficio determinado. Los Salvatierra, por ejemplo, a lo largo de más de cien años, impusieron su marca de “maestros mayores de fábrica”.

Construcción

La importancia que llegó a tener el astillero fue tal que los superintendentes estaban revestidos de grandes dosis de autoridad. Como dijo un observador de la época, tenían “la ley en sus manos” y gozaban de muchos privilegios. Uno de ellos era el derecho de rendir cuentas directamente al virrey y a los magistrados de Lima y no a las instancias judiciales de Guayaquil. En realidad su poder era omnímodo y su prestigio eclipsaba al de cualquier otra personalidad con brillo social. Por descontado, un buen constructor de barcos o las autoridades encargadas de vigilar la gestión del proceso tenían grandes posibilidades de ascender socialmente y convertirse en personajes respetables. Tal es el caso de Lorenzo de Bances y León, uno de los hombres fuertes del astillero, que llegó a ser miembro de alto rango de las élites guayaquileñas. No menos significativa es la trama religiosa que existía en torno a la construcción de los barcos. El inicio de las obras arrancaba obligatoriamente con una misa solemne en la que participaba toda la ciudad. Incluso en Lima solían celebrarse actos religiosos a efectos de lograr el buen fin de un proyecto. Hasta se dio el caso del virrey Pedro de Toledo y Leiva, quien ante las alarmantes noticias sobre el galeón Santiago, que hacía aguas, no dudó en elevar sus oraciones al santísimo para que el problema se solventara. Esta trama religiosa también se aprecia mucho en los nombres que se empleaban para bautizar a los barcos. Absolutamente todos hacían alusión a un santo o a un relato bíblico. Ahí están el Jesús María, La Visitación, el San José o el Nuestra Señora de Guadalupe. Todo un contraste con los nombres más laicos y más mundanos que se utilizarán en la época de más apogeo del movimiento ilustrado. Ahí están La Descubierta y La Atrevida, las dos naves que empleó Alejandro Malaspina en su largo periplo de exploración.

Decadencia

Como ya señalé, la actividad de los astilleros empezó en el temprano siglo XVI, pero fue durante el siguiente cuando alcanzaron su mayor apogeo. En la década de 1670 las labores se paralizaron momentáneamente para volver a retomarse con cierto ímpetu. El virrey Melchor de Portocarrero las rehabilitó, al punto que en 1694 se botaron tres barcos de gran tonelaje. En el siglo XVIII los astilleros sí que entraron en una primera fase de decadencia. El fin de las incursiones piratas supuso que la Corona disminuyera el presupuesto para la construcción de barcos de guerra. Esto llevó a que Guayaquil se dedicara casi exclusivamente a fabricar naos de mercantería. Hacia 1767 se estudió la posibilidad de establecer un astillero mucho más moderno y con el privilegio de poder ostentar el codiciado rango de Real. Incluso se envió a un equipo de especialistas en construcciones navales, a la cabeza del cual estuvo Cipriano Chenar, un afamado armador. Muy en la línea del reformismo borbónico, la meta era terminar con las heterodoxias y homologar los procedimientos. El proyecto preveía formar un equipo de artesanos competentes y de maestros carpineros capaces de aplicar los estándares técnicos que se utilizaban en Europa. La repentina muerte de Chenar hizo que las autoridades desistieran del proyecto. Finalmente, el astillero guayaquileño acentuó su decadencia en el siglo XIX. A partir de ese momento la actividad quedó limitada a las naves menores. Este declive se debió a que la industria naval empezó a reemplazar la madera por el hierro y a implementar máquinas de vapor, dos avances tecnológicos con los que Guayaquil era incapaz de competir. Aun así, en 1841, sus astilleros lograron dar vida al Guayas, el famoso vapor que orgullosamente ostenta el escudo nacional.




Fuente: www.quevuelenaltolosdados.com / Reproducción: Camilo Pazmiño.

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