Vidas que cambian vidas.

Por Gabriela Paz y Miño.

Edición 447 – agosto 2019.

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La llegada de menores inmigrantes no acompañados, desde África sobre todo, es un reto para las autoridades y la sociedad catalana. La convivencia no es fácil, pero los puentes empiezan a tenderse. Esta historia es sobre la gente que extiende su mano.

Esta historia podría comenzar de mu­chas formas. Muchas vidas, distintas en ori­gen, oportunidades, memorias… confluyen en ella, como en un ovillo improbable, con varios hilos de entrada.

En el corazón de ese ovillo está la solida­ridad. La empatía. El esfuerzo por derrum­bar los muros de prejuicios que separan a unas personas de otras. La generosidad.

Esta es una tarde de mayo, en un pueblo catalán bañado por el mar. Las campanas de la iglesia de Arenys de Mar marcan las 18:00. Un brillo dorado cubre los tejados, terrazas, callejuelas y el puerto de este mu­nicipio de la provincia de Barcelona, situa­do en la comarca del Maresme: una de las zonas en las que la bandera independentista flamea en casi todos los balcones.

En la plaza de la Vila, en las afueras del Ayuntamiento, comienza a juntarse un gru­po de gente. Saludan, sonríen, miran sus propios relojes. Con el paso de los minutos, suman alrededor de 50.

Si alguien se fija solo en su aparien­cia, distingue dos grupos. Por un lado, hay hombres y mujeres con piel blanca, ojos claros, cabellos rubios o encanecidos y al­guno, teñido de un rojo potente. Ropa de estación. Actitud relajada. Por otra parte, hay chicos —solo hombres— de entre dieci­séis y dieciocho años, con rasgos africanos. Piel morena, cabellos oscuros, ojos negros o marrones. Delgadez. Manos en los bolsi­llos. Curiosidad. Y una mirada que acumula muchos más años de los que tienen en rea­lidad.

Un despistado se quedaría solo con la diferencia. Pero esta tarde de primavera, la gente que se ha reunido allí tiene justo el propósito contrario: encontrar lo que las une.

A las 18:15 suben a la Sala de Plenos del Ayuntamiento. Allí, en las tres prime­ras filas, como protagonistas —quizá por primera vez en su vida— están diecisiete chicos, provenientes de África. Han llegado a Arenys de Mar, como segundo o tercer destino, después de desembarcar en alguna costa, al sur de España.

Son jóvenes inmigrantes sin referentes familiares. Parte de un colectivo al que se conoce como Menas (Menores Extranjeros No Acompañados), aunque para muchos esta palabra no es la adecuada, porque los despersonaliza y subraya la diferencia. Pero ellos son chicos (casi niños) de car­ne y hueso, con sus propios nombres, obje­tivos,  expectativas, sueños, dudas y trayecto vital. Jóvenes que entran al país en pateras o en los bajos de los camiones, en una apues­ta de muerte, sin documentación, solos y muchas veces motivados por sus iguales, que les pintan su propia versión del “sueño europeo”.

Las autoridades sostienen que la mayo­ría está atendida y que solo un remanente permanece fuera del sistema. Sin embargo, su presencia en las calles y espacios públicos ha derivado en problemas puntuales de con­vivencia y en algunos casos de delincuencia, que han sido magnificados en los medios y usados políticamente. La consecuencia: la estigmatización de todo un colectivo.

Por eso, lo que sucede esa tarde en Arenys es tan importante. Se trata de un paso que involucra a la sociedad civil en un tema que la atañe directa y cotidianamente.

Los diecisiete menores que han llegado al Ayuntamiento, nerviosos y arreglados, es­tán ahí para conocer a sus respectivos men­tores, quienes han decidido comprometerse voluntariamente para acompañarlos en su proceso de integración.

El encuentro se produce en el marco de un programa de la Secretaría de Igualdad y Migraciones y Ciudadanía, de la Generali­tat, que ha creado la figura de la mentoría. La idea es que, además de practicar el idio­ma, los chicos realicen actividades cotidia­nas y conozcan los aspectos de la vida dia­ria de la mano de una persona local; que se sientan acompañados y respaldados, con al menos un referente adulto.

Los menores llegan desde el Centro de Primera Acogida Estela Nova, ubicado en Sant Iscle de Vallalta, una población vecina de Arenys de Mar. Han sido escogidos de entre los 64 jóvenes que viven allí, por su comportamiento, su actitud colaboradora y sus ganas de aprender, según explica Reme Rubio, directora del centro. Y solo pueden ser diecisiete, porque ese es el número de voluntarios con los que cuenta por el mo­mento el programa, en Arenys de Mar.

El acto de emparellament empieza a las 18:30. Como en un juego de memory, las parejas se juntan poco a poco, mientras una banda local alegra los encuentros. Cada chico lleva una foto en su mano, con el rostro de su futuro mentor o mentora. Mirando alternativamente al papel y a las caras de la gente, uno a uno localizan a la persona que buscan. Hay abrazos y sonrisas tímidas. Mucha ilusión de parte y parte. Historias que comienzan a interactuar, a “contami­narse” en el mejor sentido.

El compromiso voluntario que adquie­ren tutores y tutelados tiene una duración prevista de seis meses, prorrogables a un año. El pedido es que los mentores contac­ten con los chicos al menos una vez por se­mana y que no pasen más de quince días sin que se hayan visto.

“Yo siempre les digo: vosotros sois las mejores personas para que estos chavales se hagan de aquí”, explica M’hamed Abdeloua­hed Allaoui, coordinador del programa de la Secretaria d’Igualtat Migracions i Ciuta­dania de la Generalitat de Catalunya. “Los chicos aprenderán la lengua mucho más rápido conversando que sentados en un pu­pitre. Si van a hacer una compra, a trabajar en el huerto, si salen a hacer un trámite… la gente empezará a conocerlos”.

“Cuando la panadera María (o Nuria o Ana o Xelo) hable del Ibrahim (o Zaca­rías, o Mohammed o Samir), entonces él comenzará a ser uno más”, dice Allaoui. Ya no será el chico que va solo, o como parte de un pequeño grupo —todos extranjeros— por el paseo marítimo, que juega solo con los suyos en la playa, o que se enfrenta sin ayuda a los dilemas de la administración o la burocracia. Junto a su mentor o mentora, muchas de estas cosas se le facilitarán, pero, además, tendrá una puerta de entrada direc­ta a su nuevo entorno.

Esta es una de las fórmulas que las au­toridades idean, sobre la marcha, ante un fenómeno que ha sido abrumador y que ha obligado a las distintas instancias del Gobierno catalán a involucrarse. Así, de ser un tema meramente administrativo y judicial, ahora se ha sumado todo el sistema de pro­tección: salud, educación, formación labo­ral, inmersión lingüística, etc.

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Participantes en el programa de mentoría para jóvenes migrantes

 

El programa de mentoría pretende ser un instrumento para que estos jóvenes puedan vincularse con la sociedad de acogida y construir su proyecto de vida.

 

Reme Rubio, directora del Centro de Primera Acogida Estela Nova, explica que la mayoría de jóvenes recién llegados se pre­sentan voluntariamente en las comisarías de Policía y se identifican como menores, para que, a través de la Dirección General de Atención a la Infancia y Adolescencia, la administración los ubique en alguno de los centros de acogida inicial o de transición. Sin embargo, cuando estos están sobreocupados, estos jóvenes pernoctan en comi­sarías y otras dependencias policiales. Las imágenes de decenas de chicos durmiendo en el suelo o sobre las sillas de salas de espe­ra han encendido las alarmas.

También lo ha hecho la presencia de menores, cada vez más jóvenes (de doce o trece años), que viven en la calle. Entre ellos hay un porcentaje —mínimo, según Rubio— de chicos que han pasado por los centros y no se han quedado por cualquier razón (no se adaptan a los horarios, no están acostumbrados a las reglas, etc.). A ellos se suman los que cumplen dieciocho años y no pueden acogerse a las distintas opciones de protección.

Los que siguen bajo la tutela oficial tie­nen la ventaja de que su situación legal en el país se regulariza eventualmente, lo que les facilita acceder a contratos de trabajo. El perfil de los que se quedan fuera suele coincidir con problemas de adaptación o de adicción a drogas (y, por lo tanto, con casos de delincuencia).

El programa se plantea tener, hasta el fi­nal de este año, 150 mentores en Catalunya. “El día que la sociedad entre al juego, esto funcionará”, dice Allaoui; con esa convic­ción, mentores y mentorados sellan, esa tar­de, un compromiso que implica el hermoso riesgo de convertirse en una amistad para toda la vida.

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“Cuando conoces algo, dejas de temerle”

La Historia con mayúscula cambia cuando se transforman las historias per­sonales. Martha Huertas, barcelonesa, de 44 años, residente en Arenys de Mar desde hace aproximadamente tres años, está con­vencida de eso. También tiene otra certeza: “Tenemos que hacer algo para darle la vuel­ta a esto”.

Con “esto” se refiere a la expresiones de racismo en los medios, al rechazo de algu­nos sectores e incluso a las agresiones vio­lentas que han sufrido estos jóvenes en al menos tres de los centros (en uno de los ca­sos, un grupo de veinticinco encapuchados ingresó al edificio e intentó agredir a jóvenes y educadores; en otro, 60 personas lanzaron piedras, y en un tercero, un hombre con un machete se metió y amenazó a los chicos).

Huertas no concibe que, en pueblos tan pequeños, no se haga todo lo posible por conseguir una convivencia armoniosa. Fo­tógrafa, funcionaria (ahora en pausa) y psicóloga, llegó a esta zona siguiendo la llama­da del mar. En Arenys conoció y descubrió el ritmo distinto de los pueblos y la impor­tancia de actuar como una comunidad. Su razonamiento es: si somos tan pocos, debe­ríamos saber convivir.

A esos pocos —alrededor de 15 500 personas, en Arenys— se han sumado los jóvenes extranjeros sin referentes familiares. Huertas está dispuesta a darles una mano. Curiosa y activa, se sumó al programa con un verbo en mente: conocer. “Cuando cono­ces lo distinto, pierdes el miedo o el rechazo”.

Esa tarde, ella esperaba el momento de ¿saludar con la mano?, ¿abrazar?, al menor que el programa le asignó como tutelado. Buscándola entre la gente, estaba Idrissu, ghanés de diecisiete años, cuyo corazón, se­guramente, también latía acelerado.

Cuando se vieron, se abrazaron espon­táneamente. Idrissu resultó ser un chico alto, elegante y de gran sonrisa que, pese a llevar solo cinco meses en España, habla un castellano comprensible. Su propia historia —y la de su mentora— empezó a cambiar esa tarde de primavera. Dos días después, salieron juntos a conocer la escuela en la que Idrissu estudiará mecánica. “Le brillaron los ojos al verla. Esa mirada me hizo replantear­me mi propia vida”.

Para Idrissu el encuentro también fue inspirador. Ahora llama a Martha “su pri­mera amiga” en Catalunya. Ella, por su par­te, cuenta emocionada que todo su entor­no quiere implicarse en conocer y dar una mano a Idrissu.

La de María Josep Guixot es otra po­sible entrada de este ovillo. Esta catalana, alta, de gafas gruesas y sonrisa amplia, se sumó al compromiso de la mentoría, junto con su esposo, informático de profesión. Guixot, de 55 años y oriunda de Mataró —municipio situado a unos 30 km de Bar­celona— es trabajadora social. Lleva veinte años viviendo en Arenys de Mar y se inte­resó por ser mentora en un afán de contri­buir a mejorar la vida de alguien. Alguien que esa tarde se acercó a ella tímidamente, con una foto en blanco y negro, entre sus manos.

—¿Eres tú?

Quien habla es Youssef, un chico ama­zic, alto, de amplia frente y cabello negro rizado. Amante del rugbi, y miembro de los Castellers de Mataró, también se estre­na como mentorado esa tarde. Su encuentro comienza con un abrazo.

Y está la historia de María José (prefie­re omitir su apellido), otra de las flamantes mentoras, que ese día conoció a su nuevo amigo: Zakaria. Tiempo atrás, ella fue víc­tima de un asalto por un chico en condi­ciones similares. En lugar de quedarse en la rabia o el prejuicio, decidió convertirse en mentora de este joven marroquí de die­cisiete años, que recaló en Andalucía hace dos, y en Catalunya hace un año y medio. Un menor de sonrisa chispeante, que llegó en una patera, a la que pudo subir gratui­tamente, pues su dueño necesitaba que al­guien balanceara el peso de las 74 personas que viajaban.

Y la historia de Marwan, un joven ma­rroquí que se escondió en los bajos de un camión, durante toda una noche, para viajar medio día y llegar a España. “En Marruecos si tienes dinero, eres el rey. Si no, no pue­des hacer nada”. Él no lo tenía: trabajaba de sábado a sábado, todo el día, para ganar el equivalente a veinticinco dólares por sema­na. Ahora, su objetivo es estudiar mecánica, trabajar y quedarse en suelo catalán “para siempre”. Esa tarde conoció a su mentor: Daniel.

Las llegadas se multiplican

Según el Ministerio del Interior español, en 2018 ingresaron, por la frontera sur de este país, 6 063 menores africanos en busca de una mejor vida. El año anterior, fueron 2 400. Y en 2016, cerca de 600.

Estos son los números oficiales, porque los menores que llegan sin acompañamiento lo hacen también en situación de irregularidad. Y los que se presentan en las comisarías, en algunos casos, mienten sobre su edad.

Catalunya es uno de sus destinos preferidos. Solo en el año 2018 arribaron a este territorio alrededor de 3 600 jóvenes sin referentes familiares. El dato lo proporciona M’hamed Abdelouahed Allaoui.

La novedad es que empiezan a llegar, por go­teo, también mujeres. El año pasado ingresa­ron alrededor de 70 chicas menores.

Según Reme Rubio, en 2018 había 184 cen­tros en Catalunya. “Las llegadas se producían desde los años 98 y 99, pero el promedio era de 300 jóvenes al año”. Desde 2015 estos arribos se dispararon y se proyecta que, a par­tir de 2019, aumenten a cifras entre cinco y seis mil por año.

Migración----3Los MENAS, menores extranjeros no acompañados

Proceden en su mayoría de Marruecos y Argelia, y entre los motivos que los llevan a huir de sus países de origen encontramos pobreza, violencia, desprotección institucional, marginalidad, guerra y desestructuración familiar.

Fuente: www.variacionxxi.com

“Pensaba que Barcelona era solo un equipo de fútbol”

Idrissu es el rostro de la amabilidad y la ter­nura. Alto, de tersa piel negra, voz grave y enormes ojos llenos de expresividad, este joven ghanés acumula en su memoria vivencias que lo han marcado profundamente.

Tiene diecisiete años. Es un niño y un hom­bre, a la vez. Está en la frontera cronológica que definirá su suerte inmediata en el país que escogió como destino y al que arribó el 27 de octubre de 2018.

Su historia es otro de los hilos por los que se podría desenvolver este ovillo. En el comedor del centro, habla larga y pausadamente; jun­tando sus manos, palma con palma, de vez en cuando, y cambiando del castellano al in­glés. De fondo, se escucha el ajetreo que hay en la cocina de esta casa rural, rodeada por la efervescencia vital de la primavera. Son casi las 13:00 y el personal del centro prepara la comida para los 64 menores, provenientes en su mayoría de Marruecos, pero también de Paquistán, Argelia, Guinea, Senegal y Ghana.

Hay grupos de chicos estudiando con los edu­cadores, jóvenes limpiando sus habitaciones, un par de ellos charlando en el patio y algún solitario que toca la guitarra bajo un árbol. Otros han salido a los cursos de formación. Todos cumplen sus rutinas, bajo la tutela de un equipo de 47 personas. Son chicos que han sobrevivido a situaciones dramáticas y se enfrentan al reto de construir una nueva vida.

Idrissu es uno de esos sobrevivientes de un viaje infernal. Tras recorrer cuatro países, arribó a la frontera africana, en un periplo que duró un año. Desde allí, enfrentando un mar picado, en la oscuridad, y dentro de una patera, llegó a Málaga.

“Very dangerous”, repite cuando habla de esa noche. La intervención de un barco de rescate de la Armada española salvó a los ocupantes de una muerte segura. Pero con el agua entrando a la patera, debieron tener paciencia y sangre fría, hasta que los rescatistas auxiliaran a otra barca. “Todos lloraban. Solo en ese momento me arrepentí de ve­nir”.

Ahora usa la palabra orgullo para describir lo que siente por haber cumplido la mitad de su sueño: llegar vivo. La segunda es tra­bajar, aunque para eso deberá conseguir su residencia legal.

¿Por qué Barcelona? Idrissu desgrana las ra­zones con naturalidad. Sus amigos que llegaron antes le hablaron de la ciudad. Y en ese momento él supo que Barcelona no era solo un equipo de fútbol (que era la primera razón de su sueño).

Mientras logra su objetivo, ahorra la paga simbólica que obtiene cada semana en el centro. Después del Ramadán, enviará a su madre y su hermana, los 70 euros que ha logrado guardar. Con eso, ellas comprarán comida (un saco de arroz, aceite y carne), y podrán guardar algo para después.

 

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