El conjunto habitacional Socio Vivienda es parte del distrito Nueva Prosperina, el más peligroso de la ciudad. Basta conversar con los vecinos para saber que se juegan la vida cada vez que salen de su casa.
Ir a la tienda puede costarle la vida. María lo sabe bien. Las balas le reventaron los oídos una tarde en la que fue por huevos a la despensa que está apenas a una cuadra de su casa. Se quedó conversando con sus vecinas y la calló el sonido de las balas, al que ya está acostumbrada. Lo cuenta sin que en su rostro moreno y cuarentón se dibuje el más mínimo atisbo de temor. Antes de continuar, me pide que no la describa, que lo que me va a contar puede ser su sentencia de muerte.

Los tiros de aquella tarde iban directo a las ventanas de la Unidad de Policía Comunitaria que está justo frente al centro de abastos. La mayoría de los proyectiles que vuelan en Socio Vivienda 2 jamás va hacia los vecinos, salvo que alguno se atreva a hablar de delincuencia organizada. No recuerda la fecha de ese ataque, pero los agujeros aún estaban tapados con cinta la mañana en la que me acompañó a recorrer ese conjunto habitacional, uno de los más peligrosos de Guayaquil. Da igual el día o la hora. Allí hablar de balaceras es como contar mosquitos en invierno.
El día en que la visité no era uno cualquiera. Fue el lunes 5 de septiembre de 2022, el cuarto de una intervención policial y militar que se estableció en el lugar, tras dos días consecutivos de cruce de balas entre las bandas que tienen tomado el conjunto. Un adulto muerto y un niño de diez años herido por un proyectil mientras dormía, llamaron la atención de la policía. Estuvieron hasta mediados de octubre, justo cuando terminó el estado de excepción en la Zona 8 —Guayaquil, Durán y Samborondón—, tras un atentado terrorista en Cristo del Consuelo que dejó cinco fallecidos.
—Matan en todos lados, la delincuencia tiene tomada toda la ciudad, pero nosotros estamos marcados solo por vivir aquí —reniega María. Describe a la intervención como unas “vacaciones para los delincuentes”—. Con esta, van seis en el lugar y todo sigue igual: las bandas de Los Lobos, Las Águilas y Los Tiguerones siguen mandando. Más que la propia policía —sentencia—. Operan desde allí y desde la cárcel, según lo que ha reconocido la propia institución.
—Es pura pantomima lo que hacen [los uniformados]. Apenas se van, vuelve a reinar la bala y el miedo —dice la vecina, que radica en el sector desde 2013, cuando miles de familias fueron reubicadas en esa zona—. En el Gobierno de Rafael Correa, ese plan habitacional era una “solución” para los guayaquileños que fueron desalojados de las riberas del Estero Salado. Una solución que ahora es un infierno de irregularidad, ilegalidad y una de las zonas más peligrosas y empobrecidas del Puerto Principal.
—A nosotros nos cayó un estigma que no nos deja vivir —repite Jorge, un octogenario que acompaña a María y a Julia a recibirme en la entrada al sector—. Julia es una afroecuatoriana de mirada dulce y temerosa, que permanecerá callada la mayor parte del tiempo. Aunque más de ochocientos uniformados pululan por la zona, nadie que no sea vecino o conocido de algún vecino puede ingresar solo. En un día cualquiera, sin incursión, no podría siquiera llegar hasta la entrada.
—Hay algunos motorizados de delivery, que nosotros creemos que son extranjeros, porque no saben cómo funcionan las cosas aquí, que entran y luego salen sin las motos o sin sus teléfonos —recuerda María mientras caminamos a su casa atravesados por el calor sofocante de Guayaquil, que puede transformar un par de metros en una eternidad—. Socio Vivienda 2 es tan árido y gris que termina convertido en sauna.
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Cruzamos un primer cerramiento —esa misma tarde sería derribado por la policía— que bloquea una vía peatonal y aísla las casas del bloque donde vive María. La mayoría de calles tenía rejas similares, levantadas ilegalmente, una forma de alejarse de las balas que, según ellos, retumban como truenos por las noches. Para entrar a la vivienda también hay que cruzar un cerramiento. Rejas también atraviesan puertas y ventanas. Hay cadenas y candados en todas las puertas. Todas las casas de Socio Vivienda, donde viven 3037 familias, están blindadas. Esa tarde los agentes derribaron 38 cerramientos y portones, alegando que estos sirven de guarida de delincuentes.
No hay nada que moleste más a Jorge que generalicen cuando hablan de “delincuentes”.
—Nosotros ponemos esas rejas para protegernos. Aquí todos saben quiénes son y quiénes no son. Todos, menos la Policía —refunfuña con ironía.
Pero ahí nadie habla. Hablar es una sentencia de muerte.
En aquel bloque, donde María, Julia, Jorge y yo nos escondemos para conversar, la sangre aún estaba fresca. Una riña con quien no debía le costó la vida a un morador, vecino de Julia. Este es el lugar “más tranquilo del mundo” para los vecinos, hasta que alguien habla de más. Es una especie de pozo con arenas movedizas de las que difícilmente se puede salir. Mejor dicho: solo sale el que tiene plata, el que pudo darse el lujo de dejar botada su casa y construir en otro lado.
Aquel estigma, del que habla Jorge, los invisibiliza. No solo ningún medio de transporte quiere llegar hasta el lugar, sino que las líneas de buses que ingresan tienen que pagar “vacunas” para hacer sus recorridos, según cuentan los vecinos. Esos mismos montos económicos, que varían de acuerdo a quienes extorsionan a cambio de dejarlos trabajar, los deben pagar farmacias, tiendas… Nadie confirma nada. Nadie quiere amanecer muerto.
Eso les impide salir hasta tarde, porque del ingreso del sector a la avenida principal hay más de tres kilómetros de distancia. Esto significa cuarenta minutos a pie, si no tuvieran el servicio de vehículos que los ingresan por veinticinco centavos. Pero ellos de noche no trabajan. Así que no pueden, por ejemplo, irse de fiesta y amanecerse. Tampoco pueden decir que son de Socio Vivienda, sin que esto implique que les nieguen un crédito en alguna entidad bancaria o que los rechacen en algún trabajo.
A Julia —que escucha atenta a María y a Jorge darme detalles de su día a día— le aterra lo que pasa. Era vecina de un taxista a quien mataron. Aún no se lo explican, pero “algo tuvo que pasar”, coinciden.
—Esos muchachos que andan en cosas malas tienen una especie de código. Ellos no tocan a ningún vecino de acá. Eso sí, acá no puede entrar nadie —cuenta María— ni salir.
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La pesadilla de vivir en Socio Vivienda 2 empezó como un sueño, como una promesa. Inició mucho antes de que Lobos, Tiguerones y Águilas se adueñaran del lugar. Era 2012 cuando arrancó la construcción del Plan Habitacional Socio Vivienda. Tenía, inicialmente, tres etapas. La segunda es la que concentra más problemas ligados a la delincuencia. El Gobierno de ese entonces les prometía una vivienda digna, tras salir de las riberas del Salado.
Ha pasado una década y el 95 % de quienes recibieron una casa no están legalizados. No tienen vivienda y, mucho menos, una vida digna. No pueden vender, aunque alguien esté dispuesto a comprar. Y están convencidos de que esa ilegalidad es la puerta que abrió paso a la delincuencia. Durante los primeros ocho meses de este año, hubo 2785 muertes violentas en el país, lo que significa que en promedio ocurren 348 asesinatos por mes. En comparación, todo 2021 hubo 2135 muertes violentas.
Es jueves. Los vecinos me volvieron a invitar, ahora, a una mesa de trabajo que tienen cada jueves con diferentes fundaciones y organizaciones. “Para que al fin alguien cuente que aquí hay gente buena, que aquí no todo es malo”, dice una voz entre las decenas de personas que se reúnen en la cancha de cemento que está en la entrada. Entre esas instituciones está el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, de la cual Fernando Bastias es parte. Él representa legalmente a los moradores.
Luego de la reunión, en la que planifican actividades de integración, de enseñanza y apoyo psicológico y educativo a niños, adolescentes y personas vulnerables, Fernando recorrerá conmigo, y con Susana, otra vecina, las dos escuelas que están cerca del lugar. Proyectiles de bala también “atavían” las ventanas cubiertas de zinc. En la caminata me explica que los vecinos iniciaron una acción de protección contra el Ministerio de Desarrollo Urbano y Vivienda (Miduvi).
Resume que, luego de seis meses de haberles entregado las casas, este ministerio les anunció que, como parte del proceso para obtener sus títulos, tenían que pagar novecientos dólares como copago. “Cosa que nunca les dijeron inicialmente. No tienen obligación de pagar y les están violando el derecho a una vivienda digna”, explica. Muchos no tienen ese monto.
Una “vivienda digna” no solo implica paredes donde resguardarse de la delincuencia, sino todo lo que les rodea. No hay áreas verdes ni transportación adecuada, los servicios llegan a medias y viven encerrados por temor a la muerte. Tiene canchas pero nadie las usa, salvo una de tierra que, según los vecinos, es una especie de campo de tiro, donde les enseñan a los muchachos a disparar.
Susana saca su celular y abre el chat comunitario. Reproduce un audio en el que alertan a los padres de que las bandas están reclutando jóvenes. Ella tiene un hijo de quince años, al que le encanta jugar fútbol y no puede hacerlo.
—Como saben que los chicos se reunían a jugar en la cancha del fondo, allá iban a buscarlos para amenazarlos. Les decían que se unían a ellos o mataban a sus familias —susurra.
Ella se refiere a una cancha de césped sintético que fue inaugurada en la administración de José Francisco Cevallos como gobernador del Guayas, cuyo verdor está intacto, como nuevo, porque pocos la usan. Algunos vecinos ya escucharon que muchos de los precandidatos a la alcaldía de Guayaquil están ofreciendo la construcción de espacios para alejar a los jóvenes de las drogas, pero ellos esbozan una sonrisa irónica.
—Yo solo quisiera que uno de ellos venga una sola noche a dormir acá —dice uno de los moradores entre la multitud.

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Desde enero hasta agosto de 2022, en el distrito Nueva Prosperina —el más peligroso de Guayaquil y al que pertenece Socio Vivienda 2—, la policía ha realizado 22 212 operativos. De las 967 muertes violentas que recoge la Zona 8, 192 han ocurrido en esa jurisdicción. Me acerco hasta la UPC, que al mediodía del jueves está rodeada por sinnúmero de agentes. Eran incontables. Entraban y salían, pero, según me dijeron, nadie estaba autorizado a hablar. Tampoco me fue posible concretar una entrevista telefónica para saber qué iba a pasar una vez que los uniformados abonaran el lugar. Me pasaron los números de tres agentes que debían gestionarla y, hasta firmar esta crónica, seguía esperando.
—¿Sabe lo que va a pasar? —me preguntó María en mi primera visita—. Va a haber represalias, sobre todo contra quienes grabaron las balaceras —se contestó—. La señora se refiere a los videos que se viralizaron de jóvenes disparando en el lugar y que activaron la intervención. Ellos ya no esperan nada ni de la policía ni del Gobierno, pero tienen esperanza.
El último día que me dejaron acompañarlos, la risa de una docena de niños llenó, como una lluvia diáfana, fresca, la cancha donde se desarrollaba la reunión del comité barrial con las fundaciones que los ayudan. Es el único momento de la semana en el que pueden sacar las hula-hulas y un balón para jugar, sin que sus padres tengan algún temor. Karen Dumes, de la Fundación Junto con los Niños, lidera el juego.
Antes de levantarse a saltar con los pequeños, Karen me contó que cada organización que se ha sumado a ayudar en Socio Vivienda cumple un rol. Unos les enseñan a tocar instrumentos; otros les dan asesoría o gestionan la creación de proyectos que beneficien a la comunidad y ellos dan acompañamiento psicoterapéutico y talleres de prevención de la violencia y de consumo de drogas.
—Aquí hay gente buena, gente que quiere ser tratada con dignidad. No todos somos delincuentes —me dice Jorge, que deja de mirar el correteo de los niños para despedirse de mí.