La victoria póstuma de Osama bin Laden

La desbandada en Afganistán abrió una nueva era geopolítica, con Occidente en pleno repliegue.

Fotografías: Shutterstock, Alamy, Wikimedia.org.

Cuando se presentó en la televisión para dar la buena nueva, que lo hizo con su sobriedad habitual, al presidente Barack Obama se le notó que se había quitado un peso de encima: un comando de élite había matado a Osama bin Laden, después de una búsqueda infatigable de casi diez años, con lo que su país, los Estados Unidos, había cumplido el segundo de los propósitos que se impuso cuando sus tropas ocuparon Afganistán en octubre de 2001. El primer objetivo, desmembrar la red Al Qaeda, había sido alcanzado a lo largo de los diez años anteriores. La misión había sido cumplida. Ahora podría retirar a sus soldados con la frente en alto. Era mayo de 2011.

Pero en los siguientes seis años, hasta la expiración de sus dos mandatos en enero de 2017, Obama no encontró el momento de hacerlo: sus consejeros políticos le aseguraban que el régimen democrático afgano seguía siendo frágil y sus mandos militares le advertían del peligro de resurgimiento de las milicias radicales islámicas. La retirada, cuando ocurriera, debería ser cautelosa y gradual. Pero cuando Donald Trump asumió la presidencia las sutilezas estratégicas se terminaron. Lo que ocurriera en Afganistán no era su problema: él quería ser reelegido y supuso que sacar a sus tropas le daría votos. Y firmó un acuerdo con el Talibán para la evacuación total de la fuerza militar occidental en 2021. Era, en realidad, una capitulación.

A pesar de sus empeños (y, después, de sus grotescas acusaciones de fraude), Trump perdió las elecciones. Las ganó Joe Biden, cuya trayectoria larga como senador experto en temas internacionales se le nubló cuando ya fue presidente, porque se precipitó a fijar una fecha límite para la evacuación: el 31 de agosto. Era imposible que eligiera una fecha peor: cada año, al llegar el otoño, los combatientes del Talibán se replegaban a Pakistán y a sus refugios en las montañas, donde pasaban el invierno, y volvían a la ofensiva en la primavera, que la proseguían en el verano hasta la época de la cosecha de la amapola, porque el tráfico de opio fue siempre su mayor fuente de ingresos.

Con la ficha fijada, el Talibán se preparó sin apremios para retomar el país desde el 1° de septiembre y ocuparlo por completo antes de que llegara el invierno. Y así ocurrió, en efecto, incluso desde mediados de agosto, aprovechando el apuro súbito y la desprolijidad inmensa de la retirada americana, que dejó unas imágenes terribles de miles y miles de afganos que habían colaborado veinte años con las fuerzas occidentales y que eran abandonados a su infortunio en medio de la imperturbabilidad del presidente Biden: “Hicimos lo que teníamos que hacer”.

Los papeles de Bin Laden

En mayo de 2011, cuando los comandos estadounidenses localizaron y abatieron a Osama bin Laden, quien bajo la protección de los servicios secretos paquistaníes estaba escondido en un complejo militar en la ciudad de Abbottabad, fueron incautados cajones de documentos en los que el líder de Al Qaeda proclamaba los objetivos primordiales de su campaña terrorista. El primero era demostrar la vulnerabilidad de los Estados Unidos. El segundo era obligarlo a sacar sus tropas del Oriente Medio. Hoy, después de lo sucedido en Afganistán, ¿no habrá que reconocer que Bin Laden es el ganador póstumo de la guerra?

Y es que tras su salida atolondrada y tumultuosa de Afganistán, el afán estadounidense de difundir la democracia por el mundo, incluso en las regiones donde siempre han imperado autócratas feroces, jefes tribales, señores de la guerra y caciques absolutos, ha sufrido un revés doloroso, como ocurrió después del desastre de Vietnam, en 1975. Y el gobierno afgano está otra vez en manos del Talibán, con lo que los 655.000 kilómetros cuadrados de ese país indomable podrían pronto estar otra vez repletos de escuelas coránicas para la enseñanza de la versión más extrema del islam y de bases para la preparación de legiones de combatientes de la guerra santa. Que es, ni más ni menos, lo que quería hacer Bin Laden.

Pero, sin proponérselo, Bin Laden consiguió algo más: el mundo entró en una nueva era geopolítica, con los Estados Unidos en repliegue, Europa sin ocupar un sitio preponderante en el escenario político internacional, China en plena expansión, Rusia afirmándose en los anhelos imperiales del presidente Vladímir Putin, una serie de países del Oriente Medio devenidos en Estados fallidos y el mundo islámico afianzando sus posiciones antioccidentales y, en algunos casos, preparándose para una ‘yihad’ prolongada y sangrienta.

Por ahora, en lo que al Oriente Medio se refiere, las consecuencias de los acontecimientos recientes en Afganistán ya se sienten con fuerza: Pakistán intensificó su influencia estratégica regional (lo que, de paso, debilitó a su rival de siempre, la India) y amplió el control de Irán sobre Iraq, Siria y Líbano. Para colmo de las desdichas estadounidenses, las resoluciones de las Naciones Unidas que en 2001 consiguió el gobierno de Washington para sus intervenciones afgana e iraquí las aprovecharon mejor Rusia y China: los rusos para someter por las armas a la minoría chechena y los chinos para aplastar sin piedad a los uigures.

Una nueva era se define en Kabul. Sin transición pacífica y con el caos como principal protagonista, el Talibán se hizo con el poder en Afganistán.

Mutilaciones y latigazos

Allá por 1996, cuando el Talibán tomó por primera vez el gobierno con una ofensiva militar fulminante que en pocas semanas demolió el régimen de los ‘muyahidines’ que controlaba Afganistán desde la expulsión de las tropas soviéticas en 1989, su líder, el mulá Mohammed Omar, un hombre rudo, místico y misterioso que murió de tuberculosis en 2013, impuso la versión más dura de la ley islámica, la sharía, que incluía ejecuciones públicas, lapidaciones, mutilaciones y latigazos, aplicada por comités revolucionarios que recorrían pueblos y ciudades para castigar a quienes, de acuerdo con su criterio brutal, estuvieran infringiendo las normas del Corán.

Las mujeres eran sus víctimas predilectas. No podían salir a la calle excepto cuando estuvieran acompañadas por un hombre de su familia, no podían estudiar en la universidad ni ejercer una profesión liberal, y tampoco manejar un automóvil o usar cosméticos. La burka era obligatoria. Y a todos, mujeres y hombres, les estaban vedados el cine, el teatro, la música y la televisión. Incluso en Kabul, la capital, con casi cuatro millones y medio de habitantes, las noches eran tenebrosas porque el gobierno no tenía dinero para importar el petróleo que hiciera funcionar las plantas eléctricas. Según el relato de un periodista de la BBC, “en la obscuridad de la noche sólo se oían los aullidos de las jaurías de los perros abandonados porque sus dueños no podían alimentarlos”.

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Cuando llegaron los estadounidenses, después de cinco años de régimen talibán, gran parte de las clases medias urbanas los recibió como libertadores: ellos traerían modernización, secularización, inversiones y libertades. Acaso, incluso, democracia. Y, en efecto, crecieron las universidades, mejoraron, se volvieron mixtas. El promedio de vida de las mujeres aumentó nueve años y la mortalidad infantil se redujo a la mitad. La construcción se disparó. Las ciudades se iluminaron. La gente pudo vestirse como quisiera y decir lo que pensara. Reaparecieron diarios, revistas, cine, teatro, televisión. Hubo, al fin, internet. Pero los nuevos gobernantes, poco democráticos a pesar de haber surgido de elecciones, fueron ineficaces, corrompidos, vengativos, sectarios.

Mujeres afganas pidiendo ayuda internacional frente al nuevo régimen.

El regreso triunfante

El Talibán, mientras tanto, se había replegado. Los combatientes se escondieron en las montañas o se refugiaron en Pakistán y en Tayikistán. Sus cientos de miles de simpatizantes reasumieron su vida diaria en espera del día del retorno. Los activistas regresaron poco a poco al proselitismo y la gestión social. El apoyo financiero de príncipes sauditas y emires cataríes se reanudó. Los arsenales fueron creciendo y actualizándose. Y a medida que los gobiernos fracasaban y que la presencia estadounidense se quedaba sin objetivos (lo que fue evidente desde 2011), el Talibán fue recuperando su implantación entre los habitantes rurales y las poblaciones urbanas pobres. Sus crueldades fueron olvidándose. A los americanos se los dejó de ver como libertadores. Se los vio, entonces sí, como invasores.

A pesar del progreso de los últimos veinte años, por los torrentes de dinero que gastaron los americanos en infraestructura y equipamiento del ejército, Afganistán sigue siendo un país pobre, con 29,7 por ciento de su población subalimentada y 46,8 bajo la línea de pobreza. El desempleo roza el 60 por ciento y el salario mensual promedio es de 220 dólares. Tiene yacimientos significativos de minerales (los habría de unos mil doscientos tipos, incluidos litio, cobalto, tierras raras, hierro y cobre), pero gran parte de los afganos sigue dependiendo de la agricultura, en especial del cultivo de la amapola (Afganistán produce el 70 por ciento de la oferta mundial de opio). Y su población, de 38,9 millones, con 51,3 por ciento de hombres y 48,7 de mujeres, crece con rapidez, con una tasa media de natalidad de cinco hijos por mujer.

Con esas cifras, es evidente que el Talibán no puede aislarse. Afganistán ha sido siempre, desde la Antigüedad, un país de importancia estratégica, rodeado por China, Irán, Pakistán, Uzbekistán, Tayikistán y Turkmenistán, pero sobre todo por ser un cruce vital de caminos en el centro el Asia. Su ubicación es fundamental para la nueva ruta de la seda. Esa importancia le obligará al Talibán a dar garantías de estabilidad, además de que necesitará ser reconocido como el gobierno legítimo para recuperar los activos que estén en el exterior y recibir apoyo financiero internacional. Mantener sus alianzas previas con organizaciones terroristas podría resultarle muy costoso.

Lazos peligrosos

El Talibán tiene a su favor, como antecedente útil, que nunca ha efectuado operaciones armadas fuera de su país ni ha promovido la guerra santa mundial. Y si bien Osama bin Laden planificó sus ataques terroristas en Afganistán y allí entrenó a sus combatientes, los vínculos directos de esas operaciones fueron con Arabia Saudita, que las financió, y con Pakistán, que les dio el sustento logístico. El Talibán puede lavarse las manos. Pero los lazos con la red Al Qaeda siguen existiendo, lo que, por supuesto, mantiene en alerta a todo el Occidente. Y no sólo al Occidente.

El temor es que, usando a Afganistán como santuario, Al Qaeda vuelva a la guerra santa internacional. Por ahora, la red (conducida por un jefe, Ayman al Zawahiri, cuya salud estaría muy deteriorada) está muy venida a menos y convertida en un agrupamiento poco consolidado de células con capacidad operativa escasa. Incluso dos de ellas (Al Qaeda en el Magreb Islámico, de Malí, y Hayat Tahrir al Sham, de Siria) anunciaron ya su renuncia al terrorismo. ¿Estará dispuesto el Talibán, en su situación actual, a permitir que Al Qaeda use a Afganistán para reagruparse, rearmarse y reanudar sus ataques? La respuesta, al menos en principio, es negativa.

Los combatientes del Talibán dominaron la primera capital provincial el 6 de agosto y para 15 de agosto 2021 ya estaban en Kabul, la capital del país.

Tal vez el peligro verdadero provenga del Estado Islámico, cuyas relaciones con el Talibán nunca fueron buenas y ahora están rotas. Y es que, a pesar de la desintegración de su califato, la muerte de Abu Bakr al Bagdadi y la derrota del núcleo mayor de su ejército, su mística de combate sigue siendo alta, aún dispondría de dinero que puso a buen recaudo en octubre de 2017 durante las fases finales de la guerra y todavía tiene células con capacidad operativa, como Boko Haram, de Nigeria. Además, su célula en Afganistán está muy activa en el este del país, en la región del Khorasán (por lo cual se la conoce como ‘ISIS-K’, por sus siglas en inglés), al mismo tiempo que sus “células durmientes” dispersas por el Oriente Medio estarían listas a despertar. Lo previsible, dados los antecedentes, es que el Talibán y el Estado Islámico terminen enfrentándose.

No obstante, si el Talibán cumple su anunciado propósito de establecer un califato, es indudable que requerirá de todos los apoyos posibles para consolidarlo y protegerlo. Y, en ese caso, el Estado Islámico sería un aliado nada despreciable. Pero, con una situación internacional tan inestable y volátil, con China en expansión agresiva y los Estados Unidos en repliegue desordenado, la última palabra no está dicha. Los sucesos de Afganistán abrieron una nueva era geopolítica mundial y todos los países tendrán que ajustar sus políticas exteriores. Todavía no está claro qué hará el Talibán. Lo que sí quedó comprobado es que la democracia ni se impone con bombas ni se implanta con dinero. Si no la escogen los pueblos, cualquier esfuerzo termina por ser estéril. Afganistán lo demostró.

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