Víctor Arregui, un cineasta forjado en la calle

Victor Arregui

Por Francisco Febres Cordero

Fotos: Cecilia Puebla

Después de dirigir su primera película, Fuera de juego, a Víctor Arregui le sobrevino un infarto al corazón. Luego de presentar su segunda cinta, Cuando me toque a mí, ¡pum! le dio un segundo infarto. Ahora, con los baipases que le colocaron, su corazón late fuerte a la espera de que las dos películas que ha terminado, El facilitador y El telón, se estrenen sin sobresaltos.


Y así, sin sobresaltos, conversamos en su casa de una decoración minimalista y una luz que entra a raudales por los grandes ventanales que permiten mirar a Quito desde el occidente, en el esplendor de una mañana transparente. Entre tanto blancor de muebles y paredes, lo único negro es un gato que, de cuando en cuando, deambula perezosamente hasta encontrar dónde acomodarse mejor para estirarse y dormir sus sueños oscuros.

Arregui por parte de padre y Aguirre por parte de madre, sus apellidos son un trabalenguas que, según cuenta, siempre le causó problemas: para unos él era Arregui Arregui y para otros, Aguirre Aguirre.

Víctor se toma las cosas con calma y parece que nada fuera capaz de turbarle. Tiene una apariencia distraída a la que, tal vez, contribuye su mirada estrábica, sobre la cual él ironiza. “La gente cree que no le estoy viendo porque mi ojo, de repente, se va para otro lado y tengo que advertirle que sí le veo, aunque parezca que no”. Pero quien lo mira a él nota que ironiza no solo sobre su manera de ver, sino sobre muchas otras cosas, hasta descubrir que Víctor es de aquellos que no se toman en serio y que es capaz de burlarse de sí mismo con igual desenfado con que se burla de las cosas aparentemente más trascendentales.

A sus 49 años, dice que sigue aprendiendo. Que ese es el don que trae el envejecimiento: la capacidad para asimilar las experiencias que le da la vida.

—Una vida que comenzó, ¿dónde?

—En Guaranda. Yo, como todos mis hermanos, nací en la casa de mis papás y no en un hospital.

—¿Cuántos hermanos?

—Éramos 11, pero quedamos seis. Varios murieron de chiquitos, yo soy el último.

—¿Qué hacía tu papá?

—Era un poco de todo: secretario del Partido Socialista, miembro de la Casa de la Cultura, del Colegio de Periodistas, gerente de la Empresa Eléctrica, profesor. Le gustaba mucho la política. También tenía un periódico, que era el órgano del Partido Socialista. En época de los Gobiernos de Velasco Ibarra, la cosa se ponía complicada para mi papá. Sufría persecuciones, perdía su trabajo, igual que mi mamá, que era profesora.

—Me imagino que tu papá no sería creyente-

—No, era ateo. Mi mamá, en cambio, es católica. Por eso, entre mis hermanos hay unos creyentes, otros menos y otros nada, como yo. En mi casa había de todo, mezcladito. Eso es lo bueno de una familia numerosa: la diversidad.

—¿Cómo transcurrió tu infancia?

—Como último hijo, era muy mimado. Por eso en la escuela no aprendí nada. Hasta me daban haciendo los deberes. De tan mimado, estaba al borde del retraso mental. Era un niño sobreprotegido, pero me sentía libre y caminaba por la ciudad suelto. Los fines de semana, con mi hermano Toño, le acompañábamos a mi papá al campo, en los recorridos que él hacía por la Empresa Eléctrica. Mis otros hermanos mayores ya vivían en Quito.

—¿En qué te distraías?

—No había mucho que hacer. Quería que llegara el domingo para ir al cine, a la matiné del teatro Nilo, de un señor Abedrabo, donde pasaban dos películas, una de las cuales siempre era de acción.

—¿En medio, tu accidente en el ojo?

—Mamá estaba enferma y le inyectaron. Dejaron por ahí la aguja hipodérmica, yo la cogí y me la clavé en el ojo. Todos sabían que me había pasado algo, me operaron cuatro veces, pero yo nunca conté la causa, hasta que cumplí 18 años. En la última operación hasta me dio glaucoma. Desde ahí soy bizco. Veo algo, pero el ojo se mueve por su cuenta.

—¿Hasta cuándo estuviste en Guaranda?

—Hasta primer curso de colegio, cuando mi papá sufrió una trombosis cerebral y arteriosclerosis. Entonces nos trasladamos a Quito.

—¿A qué colegio fuiste?

—A la Academia Militar del Valle, en Los Chillos. Ahí todos estaban locos. Drogas, todo. Bien interesante. Era otro mundo. Entonces decidí que nunca más sería un niño mimado y me volví callejero. Vivíamos en el barrio Las Acacias y comencé a tener muchos amigos. Me interesó mucho más la calle que el colegio. Mamá, por bien hacer, me matriculó en el colegio Benalcázar, pero no duré nada. De ahí pasé por todos los colegios habidos y por haber. Es que el estudio nunca me gustó. Tonto no era, pero no me interesaba el aprendizaje formal. Había años en que era el primer alumno de la clase y el siguiente era el último. Era como anarquista, ¿no? Descubrí que echarse la pera era mucho más interesante que ir al colegio. De unos me expulsaban, de otros me fugaba, en otros perdía el año. Un relajo total. Me encantaba caminar. Es como si me hubiera estado apropiando de Quito, haciéndola mi ciudad, a la que ahora conozco de memoria.

—¿Alcohol, drogas?

—Sí, me pegaba los tragos, fumaba marihuana y eso. Fue como descubrir el mundo con unos amigos de los que tengo los mejores recuerdos. Logré graduarme de bachiller en una nocturna, donde para matricularme me pidieron hasta el récord policial. Pero me gradué con buenas notas…

—¿Y la política?

—Era, desde mi casa, algo que siempre estaba presente, ahí flotando. Eso es algo que viene de mi abuelo, quien a los 20 años escribía para Eloy Alfaro y tenía un periódico que heredó mi padre. Cuando yo tenía unos 13 o 14 años llegó mi hermano Lucho, que vivió 11 años en el Brasil y trajo muchas novedades, discos de Caetano Veloso, por ejemplo, y libros. Era aficionado a la fotografía y, además, comunista. Por él entramos al partido varios amigos del barrio.

—¿Qué significó tu ingreso al partido?

—De mimado pasé a callejero y de ahí entré a una organización en que había disciplina, donde te daban tareas. Yo estaba completamente convencido de que ese era el camino. Ahí aprendí un montón de cosas, fotografía con Camilo Luzuriaga, entre otras. Yo era muy tímido y absorbía como una esponja todo lo que pasaba a mi alrededor. No hablaba, pero observaba y aprendía.

—¿Conocías nuevas realidades?

—Pasaba viajando. Un tiempo le acompañé en la campaña a Frank Vargas Pazzos, cuando éramos parte de Liberación Nacional. Me di la vuelta al Ecuador. Yo era el encargado de hacer las fotografías de la campaña, aprendí a revelar, a hacer ampliaciones. Todo lo registraba, aunque creo que en el partido nunca conocieron mi timbre de voz. Asistía a un montón de charlas en las que no entendía nada, ¡qué lenguaje más rebuscado! Eran muy inteligentes para nosotros. ¡Qué frases!

—¿Te desencantaste?

—No, todavía soy de izquierda, aunque no volvería a militar. Creo que cada vez me hago más anarco. No me desencanté, sino que descubrí que ya era hora de hacer otras cosas.

—¿Cómo cuáles?

—Yo qué sé. Viajar, tener una pareja, reconciliarme con mi familia, regresar.

—¿Cuánto duró esa etapa del partido?

—Unos siete años, que son bastantes.

—¿Entraste a la universidad?

—Me matriculé en Comunicación, pero la dejé luego de un año. No sé qué tengo contra la educación formal. En el partido, en cambio, empecé a leer nuevas cosas de literatura, a escribir.

—¿Y el cine?

—Bueno, comencé con la fotografía, con la música. Es más, me gusta tanto la música que hasta fui al Conservatorio, pero resultó que no tenía oído.

—¿De qué vivías?

—No tengo idea, de mi mamá, me imagino. Ella me seguiría mimando. Pero luego comencé a trabajar.

—¿En qué?

—Mi hermano Lucho tenía una pareja gringa, Anita Hugues, y ella exportaba artesanías a Estados Unidos. Había que pegar etiquetas en los sacos y yo era quien las cosía. Con eso ganaba plata. Me iba muy bien, de todos mis amigos era el que más plata tenía. Me pagaban por hora. Era buenazo. Con lo que ganaba logré hasta comprarme un carro y también tener para mis noches en el Seseribó, que fueron muchas. La casa de mi hermano era muy grande y servía para todo: en un cuarto pegábamos las etiquetas, en otro se reunían los del partido, en otro un grupo ensayaba jazz, en otro se juntaban los enamorados. Con mi hermano Lucho, años después, hicimos el guión de Fuera de juego. Él era ingeniero pero nunca ejerció, no le gustaba.

—¿Cuándo acabó tu labor de costurero?

—Cuando entré a trabajar en el Centro de Educación Popular, en el departamento de audiovisuales, con Ataúlfo Tobar. Hacíamos unos documentales alhajas, con bastante humor. Aprendí el manejo de la cámara y a editar. Después me vinculé al grupo Cine, con Camilo Luzuriaga, ahí trabajé en el laboratorio del fotografía. Y después comenzaron ciertos rodajes de películas y me metí a cargar cables, a hacer cualquier cosa con tal de participar en el rodaje.

—¿Qué películas?

—Cortometrajes, mayoritariamente. Yo fui haciendo cine en el camino, de cargar cables, pasé a ser iluminador, a hacer fotografía, a ser asistente de dirección, a ser director. Aprendí todos los pasos, uno por uno, aunque eso me tomó muchos años.

—¿No participaste también en televisión?

—Se filmó aquí parte de una serie que se llamaba Nazca, dirigida por Benito Rabal, con Televisión Española. Eso rodaje duró como ocho o nueve meses y ahí hice iluminación y fui asistente de fotografía. Pero creo que lo que más hice fue ver cómo actuaban, cómo dirigían. Había gente de todas las nacionalidades y esa fue una gran escuela, fue como si alguien me prendiera una luz. Descubrí otro mundo. Entonces pasé a dirigir cortometrajes e hice un poco de publicidad, hasta que dije: ‘¡quiero dirigir una película!’

—¿Estabas soltero?

—Sí, todavía estaba soltero. En eso mi amigo Juan Martín Cueva se fue a París y un día me dijo: ‘vente’. Tomé la decisión y me fui. Ese tiempo en Europa fue un período de relajación, de preguntarme qué quería hacer. Estaba solo y tenía que aprender un montón de cosas. Ahí le conocí a la Cristina.

—¿Qué hacía ella?

—Estudiaba Antropología. Ella es muy estudiosa. De la Sorbona y eso. Fue la mejor alumna de La Condamine. Y se encontró con un man que era exactamente lo contrario. Ella es extremadamente organizada. Con ella aprendí que hay un hogar, responsabilidades.

—¿Regresaron como pareja?

—Vivíamos juntos allá, pero aquí nos presionaron para que nos casáramos. Bueno, nos casamos en el Registro Civil un viernes y ya. Cuando cumplimos diez años de matrimonio nos dimos un año sabático y luego regresamos. Tenemos dos hijos chéveres, Manuel y Tomás.

—¿Qué hiciste al regreso?

—Un poco de publicidad. Es que el cine aquí viene por oleadas. Entonces, mientras llega la próxima ola hay que hacer otras cosas. Vas y vienes. Una película es un proceso larguísimo que toma cinco o seis años.

—¿Cómo nació Fuera de juego?

—Por angustia. Hubo el feriado bancario, estaba sitiada la ciudad por unos taxistas, se venía la dolarización, comenzaba la migración. En estas circunstancia iniciamos con mi hermano Lucho a escribir el guion, en el año 2000. La película se estrenó en 2002. Había la necesidad de documentar que algo fuerte estaba pasando en el país. Y me pregunté: ‘¿Cómo afecta la situación a los adolescentes en un barrio marginal?’ De ahí salió la historia. Siempre me ha gustado la parte más real del cine, quizás porque no sé la otra, porque no tengo academia y lo que conozco es la calle.

—¿Cómo te financiaste?

—Un amigo, Alberto Andino, nos dio cuatro mil dólares. Y de ahí canjes y el acolite de la gente. Hicimos una especie de cooperativa y con lo que recuperamos pagamos deudas (una de las cuales pude pagar luego de ocho años). Con la peli fui al Festival de San Sebastián y gané el premio Cine en Construcción.

—¿Sirven los festivales?

—Para hacer amigos, he hecho muchos amigos allí.

—¿Y luego el primer infarto?

—Es que hacer la película fue muy tenaz. Cuando la estrené, la Cristina me dijo bueno, ha sido un gusto, taluego. Tuve un cúmulo de emociones y me infarté. No sabía que tenía una malformación hereditaria. Me operaron y me hicieron dos baipases. Ya mismo cumplo diez años del buen uso del baipás. Pasé un tiempo muy mal.

—¿Y Cero Latitud?

—Con Juan Martín dijimos un día en este país hace falta un festival y organizamos Cero Latitud. Ahí pasé siete años coordinando y viendo cine, aprendiendo.

—Pero no has aprendido mucho, porque sigues siendo hincha del Aucas…

—¡Mi Auquitas! Le sigo todos los domingos, en la cancha que juegue. Mi hermano Lucho también me metió en eso.

—La muerte de tu hermano, con una relación tan íntima, ¿te descalabró?

—Todavía no me recupero. Va a ser un año de eso. Mi relación con la muerte ha sido complicada. Le tenía terror después del primer infarto. Sentía que estaba pegada a mí. Hice terapia y ahora ya no me importa. Si me muero, me muero.

—Pero hiciste una película que habla sobre la muerte…

Cuando me toque a mí, que fue mi segunda película, luego de la cual me dio el segundo infarto. Hice la película para sacudirme de la sensación de muerte y no sirvió de nada. Quise hablar de la muerte que le llega siempre a otro, no a uno. Yo sé que hay un montón de material mío en esa peli.

—Manuel Calisto ganó un premio, ¿no?

—Sí, como mejor actor masculino, en Biarritz. Esa peli ha ganado varios premios, ha estado en un montón de festivales. Ahí están guardados esos premios, dentro de una caja.

—¿Y la muerte de Manuel?

—Es un encuentro de emociones. Luego de conocer a Manuel y apreciar su inteligencia, que él terminara su vida como el final de la película, fue espantoso. Esa muerte fue absurda. Veo el afiche de la película como una premonición de lo que le ocurrió a Manuel. Después de eso no he podido volver a ver la película. No puedo.

—¿De qué vives entre una película y otra?

—De la Cristina, pues. La Cristina es la que ha mantenido la casa, porque mis ingresos no son fijos. Y hay que pagar el colegio de los hijos, comer. Me gusta perder el tiempo. Creo que el ocio es muy importante y productivo. Ya no me angustia eso. Escribo mucho, tengo una decena de posibles guiones, leo, veo películas buenas y malas.

—¿Cómo es tu relación con los actores?

—Antes de nada, trato de ser amigo de ellos para que la cosa fluya mejor, para que cuando estemos en el set las cosas sean más simples. Lo que trato es que los actores se diviertan también. Les doy mucha libertad. Si me proponen cosas que funcionan, las acepto. Trato de integrar un equipo.

—¿Los actores pueden hacer carrera?

—Para eso hay que desarrollar la televisión, una buena televisión. Hacer telenovelas bien hechas, miniseries. Estamos a 20 años de Colombia, de Brasil. No se puede hacer carrera en el cine, todavía. Desarrollar la televisión es una tarea que se impone.

—¿Cómo tomas el hecho de que tu hijo Manuel esté actuando en una película?

—Chuta, no sé bien. Es raro. Un día él me dijo que quería hacer cine y le llevé a la película El facilitador, donde fue peón del equipo. Cargó cables, como yo. Cuando filmamos El telón subió de categoría y comenzó a hacer audio. Y luego le llamaron para actuar en la película de Diego Araujo. A sus 17 años ha tenido esas oportunidades, luego escogerá si se va por la parte más técnica o por la actoral. En todo caso, quiere estudiar Cine.

—¿Qué significa para ti, en un medio en que se hace poco cine, haber hecho dos películas casi al hilo, que están por estrenarse?

—Esa fue como una enseñanza de producción. A veces solo pensamos en que el Estado tiene que subvencionarnos, y no es así, pues. Tenemos también que buscar la iniciativa privada. Cristina Rodas tenía avanzado un guion, que me pasó. Y Juan Fernando Salazar quiso invertir en eso. Así nace El telón, luego de haber terminado El facilitador. Lo bueno es entender que el cine se puede hacer de diferentes maneras. Creo que lo que debe hacer la empresa privada es estar más atenta a la cultura e invertir en ella, y también el Estado tiene que poner más plata para el desarrollo cultural. El cine nacional es una de las cosas que más apertura tiene en el mundo, ha estado en los mejores festivales y esa es una manera de exportar, de dar a conocer al Ecuador. El cine nacional está atravesando un buen momento y hay tantos muchachos talentosos estudiando Cine a los que es necesario abrirles camino. Ya una película ecuatoriana no es un producto exótico.

—¿Cómo es tu relación con el guion?

—Me cuesta mucho la redacción. Tengo la idea y la voy organizando con la ayuda de Cristina, que es la que escribe bien. Las ideas me van saliendo. Leo mucho. Soy curioso. Averiguo, pregunto. Mientras más voy viviendo, voy aprendiendo más. He aprendido a avanzar poquito a poquito.

—¿Qué expectativa tienes sobre las dos películas que vas a estrenar?

—Mucha. Creo que estrenaremos las dos en marzo del año próximo y entonces competiré contra mí mismo, lo cual me parece interesante. El público podrá comparar y ver que la una no tiene nada que ver con la otra…

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