Un viaje por el París del cliché

Explorar el mundo se está transformando en una caza de fotografías sin novedad, ignorando la poesía oculta en cada esquina. La banalidad sostiene el París del cliché que se vende como una ciudad para amantes, cuando es un hecho que la soledad es la verdadera protagonista de sus historias.

Ilustración: Shutterstock.

Esa mañana de enero el tren lanzó un gruñido al hundirse en el mar, como queriendo evitar que la ingeniería lo convirtiera en pez. Y es que el eurotúnel es un cordón umbilical de 50,5 kilómetros que conecta la Gran Bretaña con el continente europeo.

Aquel que entra allí por primera vez tiene expectativas altísimas: imagina un acuario gigante. Sin embargo, la ilusión se desploma luego de internarse en ese túnel donde el color es el gran ausente.

Durante las dos horas y veinte minutos que dura el viaje a París, el trucutrú de los carricoches y las conversaciones de los pasajeros son hipotéticos. Ni la opresión del encierro ni el vértigo de la velocidad tienen espacio porque la tecnología se las ha arreglado para convertir las entrañas de ese gusano en el más espacioso y estático de los sitios del planeta.

En un estallido de claridad, apareció el cielo blanco de Francia. Los campos cercanos a Lille empezaron a desfilar a 140 kilómetros por hora a través de las ventanillas, con ellos iban árboles a los que el invierno había desnudado de su verdor. En uno de los asientos contiguos, una madre advirtió a su hijo de que la capital estaba a la vuelta de la esquina.

Así fue: cuando menos lo esperábamos, el tren frenó dentro de una cochera enorme que se hacía llamar gare du Nord (estación del Norte). Salté al andén mareado, más por la incertidumbre que por un océano Atlántico del que no había visto ni una sola gota.

Un par de manos blanquísimas me salvaron de la marejada de pasajeros que se debatían entre la tristeza y el alborozo. Era Jean Luc, un hombre de cincuenta años al que yo llamaba amigo, pese a conocerlo solo gracias a las anécdotas de mis tías.

Él es un francés que habla español con acento cubano, pues sus padres habían abandonado la isla años después de la Revolución.

—Soy egiptólogo —me dijo.

De inmediato, pensé que, si el mundo contemporáneo conocía al Egipto antiguo gracias al historiador francés Champollion, no era descabellado que un experto en aquel reino del pasado me guiase por el París de hoy.

Los candados del amor

El centro de París es un sol del que irradian calles y avenidas. El punto cero de la ciudad está dibujado sobre un medallón de roca al pie de la Catedral de Notre Dame. Allí, según el mito, confluyen todos los caminos de Francia. Sin embargo, antes de clavarnos en el ombligo de la ciudad, Jean Luc dijo que era imprescindible ver la torre Eiffel.

Desde los atentados del Bataclán, los gendarmes habían empezado a aniquilar el entusiasmo del turista con detectores de metales. Incluso con el tiquete comprado en línea, las colas para subir a la torre eran interminables, de modo que los amantes se resignaban a grabar su beso en tierra firme y no en el cielo. Era preferible huir del tumulto antes de que nos contagiara su desilusión.

Para llegar al santuario de Nuestra Señora de París, el egiptólogo y yo subimos al metro. Nos tocó uno de dos pisos cargado de pulcrísimos oficinistas al que uno de esos mitológicos mendigos parisinos (clochards) desafiaba con su sagrada hediondez. Lo dejamos regando el vagón con improperios olor a vino para bajar en una estación cerca del Museo del Louvre.

Saqué mi cámara de fotos y vi que su memoria externa no daba más. Me resigné entonces a un celular cuya batería debía resistir llamadas, mapas en línea y recuerdos con formato digital.

Jean Luc me arrastró hacia el puente de las Artes. Construido en el siglo XIX, prácticamente tuvieron que rehacerlo entre 1981 y 1984 después de que una barcaza kamikaze colisionara con él al final de la década previa.

Sin embargo, no era el río o la arquitectura lo que el egiptólogo quería que viese: cientos de candados estaban enganchados en sus barandillas. Los había dorados y carmesí, grandes y diminutos, acaso dependiendo del humor y la convicción del amante que los colocó allí.

—La costumbre consiste en cerrar el candado y luego tirar la llave al Sena para que el amor sea eterno. Pero parece que el peso hará que parte del puente se desplome.

La tradición que quizá tuvo su origen en una novela italiana se cortaría de un tajo el otoño siguiente cuando el alcalde, en una jugada nada romántica, dijo que aquello era peligroso y antiestético. Entonces mandó a sustituir barandas y candados con paneles de vidrio.

¿Por qué se llama barrio Montmartre? Algunos afirman que viene del latín Mons Martis, el monte de Marte, ya que en la época galo-romana había un templo erigido para la adoración al dios de la guerra. Otros afirman que viene de Mons Martis, el monte de los mártires, haciendo referencia a la ejecución del primer obispo de París: san Dionisio (Saint Denis en francés). Fuente: Pariseando.com
Ilustración: Alamy Photo Stock.

Después volvimos a cruzar el río; esta vez por el puente Nuevo en busca de Notre Dame. Lo primero que nos saludó fue la estatua de Enrique IV; no pude evitar gritarle:

—¿París aún vale una misa?

Naturalmente no contestó y seguimos caminando hacia la catedral dejando a nuestro lado el Palacio de Justicia y la Conciergerie donde María Antonieta de Austria aguardó a que los revolucionarios de 1789 la guillotinaran.

Después de pisar la piedra desde donde salen las rutas de Francia, fuimos a la iglesia, sobre cuyos muros una serie de gárgolas pensativas daba la bienvenida al forastero.

Jean Luc me señaló una escultura en la entrada de Notre Dame: era la de un santo sosteniendo su cabeza.

—Es san Dionisio, el primer obispo de París y santo de la ciudad.

Durante las persecuciones cristianas del siglo III, evangelizó a los galos hasta que los romanos lo decapitaron. Se dice que corrió por seis kilómetros hasta llegar a la cima de la colina del Montmartre con su cráneo bajo el brazo. Allí se lo entregó a una matrona piadosa y murió. La tumba del santo se encuentra en la Basílica de Saint Denis, aunque adentro no hay rastros del cuerpo o de la cabeza.

El camino de los mártires

Martillándonos la idea de que en París es fácil perder la cabeza, fuimos a la librería Shakespeare and Company antes de subir al Montmartre. La tienda no es la original, sin embargo, la de ahora también ofrece literatura anglosajona en el refugio de la lengua francesa.

Mientras husmeaba entre los libros, una argentina saltó de uno de los estantes y, como si yo oliese a Sudamérica, me habló en español. Ella estaba allí trabajando porque Shakespeare and Company ofrecía cama al huérfano trotamundos a cambio de acomodar libros.

Para ir desde la librería a la colina del descabezado Dionisio, es necesario rozar cuatro distritos. El trayecto dura cerca de una hora a pie, mas no importa: clochards, poetas y hasta reguetoneros dominicanos brincan de un palacio a un bulevar y animan al caminante con sus almuerzos olor a cúrcuma.

París no es el de las novelas románticas con sus caricias de absenta, más bien hay barricadas a menudo porque los desclasados de distintas latitudes tratan de abrir brechas en el implacable cerrojo de las erres guturales del barrio Saint-Germain-des-Prés.

Finalmente, subimos al Montmartre en funicular y arriba Jean Luc se despidió diciéndome que la gare du Nord, donde yo tomaría el tren de regreso a Londres, estaba casi al pie de la colina.

Solo en medio de la multitud me sentí parisino. Decidí ir a la estación caminando y bajé por la calle de los Mártires, la misma por la que subió san Dionisio. Durante el trayecto escuché en las tiendas canciones de reguetón, el tuntún de tambores africanos y uno que otro rasguño de cítara china. Paradójicamente, esa amalgama de tonos me hacía sentir con más fuerza el desarraigo, tanto el de los músicos como el mío.

Desistiendo de las grabaciones, metí el teléfono en el bolsillo del abrigo y solo cuando estuve en una cola de la gare du Nord pude percatarme de que había desaparecido; con él se fueron las fotos, los contactos, el roaming… En el mundo contemporáneo esto es análogo al descabezamiento de san Dionisio.

Mientras volvía a hundirme en las entrañas del canal de la Mancha, sentí la misma tristeza aplastante del exiliado que, luego de años lejos de casa, finalmente vuelve a ella sintiéndose ajeno y mucho más extraño que cuando la dejó. Y es que París sí es una ciudad hermosa, pero su belleza no está en una promesa de amor fugaz o en la postal de un beso bajo el Arco del Triunfo, sino en los cientos de hombres y mujeres hecho trizas que han ido allí siempre con la esperanza de encontrarse a sí mismos.

Te podría interesar:

¿Te resultó interesante este contenido?
Comparte este artículo
WhatsApp
Facebook
Twitter
LinkedIn
Email

Más artículos de la edición actual

Recibe contenido exclusivo de Revista Mundo Diners en tu correo