
Viajar es una profanación constante. Hacemos fotos y profanamos los lugares, turisteamos y profanamos el peregrinaje. No lo decimos nosotros, lo cuenta Ana Cristina Franco, luego de su paso por Taipéi.
Mientras intento ver por la ventana del avión, pienso que cada persona, antes de morir, traza un mapa invisible con sus pasos. Recuerdo un pasaje de La historia interminable, libro que leemos cada noche a mi hijo. Fantasía es un lugar en el que la geografía depende del estado de ánimo de las personas. Si estás triste, llegas a desiertos sombríos; si estás feliz, llegas a selvas soleadas. ¿Por qué llegamos a los lugares que llegamos? Estoy viajando a Taiwán, por trabajo. Nunca he volado tan lejos. Me alucina ver el mapa en 3D y sentir que el planeta es enorme, y a la vez, pequeño, posible, recorrible.
Siempre intento encontrar un sentido profundo a mis viajes, por mínimos que sean. Trato de encontrar algún rostro, algún paisaje o, mejor aún, alguna experiencia, que haga clic con mi historia personal. Me es difícil esta vez. El tiempo me come, empezando porque viajo literalmente al futuro. De la conferencia al hotel, del hotel a la conferencia, con celular en mano para hacerle fotos a todo. Esa manía.
El autor que leo en ese momento, Byung-Chul Han, habla de “la sociedad del cansancio”, y es muy acorde a las imágenes que veo. En el aeropuerto veo cuerpos cansados. Cruzando la calle, cuerpos cansados. En el gimnasio, cuerpos cansados. Yo misma soy un cuerpo cansado que toma selfis. La pulsión de hacerle una foto a cada cosa, como para “vivir” de manera enlatada a través del celular. ¿Para qué viajar? ¿Para acumular en el drive fotografías y videos que se perderán en la nube? ¿Para hacer historias en Instagram?
Me acerco a Taipéi no por una imagen ni un sonido, sino por un olor. O varios. Sé que estoy en un país diferente, muy diferente al mío, no por ningún robot ni por un rascacielos, sino por un olor que me resulta exótico y algo misterioso. Es una mezcla de tofu, huevo, durazno, sudor, incienso. Supongo que si un asiático caminara por el malecón de Guayaquil o el centro de Quito también podría escribir un ensayo sobre la gama de aromas. Es ese olor. Pero no solo es un olor. Hay algo más.
Ese olor me lleva a un lugar milenario, siento haber pasado ya por esas calles, siento haber sido parte, de alguna manera, de estas tierras ajenas. Qué antigua es la humanidad. Me gusta la idea de acercarme a una ciudad ajena por algo invisible, algo que no se puede llevar como un souvenir. Los viajes son un espejo. La tierra es un espejo.
Cuando acabamos la conferencia mi compañera de jornada y yo decidimos ir a un pueblito, donde dicen, hay un templo milenario. Agarramos mal el bus. Nos hacemos tarde. Nadie nos entiende porque nadie habla inglés… Y nosotros tampoco. Cuando al fin damos con el autobús correcto, decido leer durante las horas de viaje. Byung-Chul Han habla de la profanación. Profanar es desritualizar.
La pornografía profana el amor, así como el turismo profana el peregrinaje. Cuando el bus llega al fin bajamos a un pequeño poblado cerca del mar. Cae la tarde y caminamos sin rumbo. Sin quererlo, encontramos un templo, no es el templo al que queríamos llegar, pero es un templo, no sé cuál. La gente se inclina tres veces ante el altar. Huele a incienso, a paz, pero más que la arquitectura me llama la atención el silencio. No quiero tomar una sola fotografía. Me limito a observar mientras recuerdo esta frase de Kafka: “Fotografiamos cosas para ahuyentarlas del espíritu. Mis historias son una forma de cerrar los ojos”.