¿Ver para creer?

Por Milagros Aguirre.

Ilustración: Adn Montalvo E.
Edición 466-Marzo 2021.

Este tiempo será recordado como el tiempo de la incertidumbre. De la confusión. De la duda. Tiempo en el que, como santo Tomás, hay que ver para creer.

Las teorías conspiratorias crecen como espuma, en la medida en que no se puede creer en el sistema, porque algo en este no funciona. La falta de confianza en las instituciones se convierte en caldo de cultivo para noticias que proliferan en las redes y que siembran la duda sobre cualquier cosa: política, democracia o incluso salud y ciencia.

Si no se puede creer en la FDA ni en la OMS, ni en ninguna de las instituciones sanitarias mundiales, porque responden a grandes intereses de las corporaciones; si tampoco se puede creer en la “prensa oficial” (generalización que pone en el mismo saco a toda la prensa); si no se puede creer en los gobiernos, ni en las medidas que han debido tomar para controlar la pandemia; si no se puede creer en la medicina o en la ciencia, entonces hay que creer en cualquier otra cosa. O dudar de todo. Vivir en el mar de la confusión en el que nos toca nadar sorteando olas de información, contrainformación y desinformación.

Hemos visto videos en los que parece que a Kamala Harris no la vacunan, sino que la enfermera tuerce la aguja en lo que se vuelve un simulacro. No sabemos si ese video es verdad o mentira. Pero quienes no creen en la vacuna —contra toda evidencia y contra toda estadística— se llenan de esos argumentos para invalidarla: que si nos inocularán el chip de Bill Gates, gracias a la nanotecnología, que si la vacuna provocará enfermedades graves, que si la vacuna produce autismo (lo mismo se dijo hace veinte años) y hasta un argumento que es más viejo que la tos: que las vacunas son cosa del diablo. En 1840, cuando Gran Bretaña aprobaba un conjunto de leyes para la vacunación de la viruela, ya se argumentaba que la vacuna serviría para el control de los ciudadanos e incluso que vacunarse era atentar contra la perfecta obra de Dios. Doscientos años después se ponen en la mesa los mismos argumentos, salvo que no parece que haga falta más control sobre los ciudadanos del que ya hay ahora mismo, en el teléfono celular y en las redes sociales.

Hemos visto a los supremacistas blancos de Estados Unidos (cosa que uno creía que ya no existía en este mundo) acusar a los demócratas de ser los que manejan las grandes redes de pedofilia y el tráfico de personas en el mundo. Los jóvenes creen más en lo que dice Anonymus que en la BBC o el New York Times. Lo que se vive en Internet, incluso los gritos de trolls e influencers, se vuelve realidad. De las medias verdades parece que se hacen las grandes certezas del siglo XXI.

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