Se venden juguetes usados

En la chatarrería más grande de Guayaquil, donde conviven el comercio informal, la fe y la delincuencia, una comerciante vende juguetes que otros tiran a la basura. 

Venta juguetes usados.
Fotografías: Shutterstock y Johathan Palma

Los domingos la campana de la iglesia suena a las cinco de la mañana. A esa hora, los feligreses católicos empiezan su día en el santuario San Vicente de Paúl, rezando la aurora, y los comerciantes informales de la zona montan sus puestos en las afueras del templo. El mercado de chatarra se encuentra en el suburbio de Guayaquil, sobre la calle Domingo Norero Ceruti, entre la C y la CH. 

“Después de rezar venga para venderle uno de estos aparatitos, doña Liduvina. Le hace falta”, grita un anciano mientras extiende una lona sobre la calzada. “Mejor rezo para ya no escuchar sus majaderías, viejo mañoso”, le contesta Liduvina al entrar a la iglesia.

Al lado del anciano, otro comerciante acomoda su puesto. Ambos venden vibradores usados a tres dólares la pieza. El precio es fijo, lo dice un cartel de cartón que, además, advierte que no se fía. Los mirones desfilan por el perímetro y se sonrojan. Todos tienen la curiosidad, pero ninguno se atreve a preguntar. El anciano despeja dudas prendiendo uno de los vibradores. “Está listo para la acción”, dice y desata una carcajada grupal. 

Los comerciantes, dispuestos a lo largo de tres cuadras, entre las calles C y D, acomodan sus quioscos sobre retazos de sacos de yute, jabas de cola y láminas de plástico. A ellos se les puede comprar todo lo que venden, repuestos para electrodomésticos, camas de masajes, bicicletas, coches de bebés, ropa, videojuegos retro. En uno de los puestos se ofrece un semáforo, digo, por si alguien lo necesita. 

“Bienvenidos al Mall del Piso”, dice un vendedor de ropa usada a los compradores, que llegan pasadas las siete de la mañana. En este centro comercial, donde toda la mercancía es de segunda mano, existe un área específica para los artículos robados, así como una zona reservada a la que son conducidos quienes buscan un teléfono celular. 

Los vendedores que tienen un puesto fijo advierten a los compradores que tengan cuidado con sus pertenencias, lo hacen sin palabras, solo con señas. Ellos forman parte del 51,1 % de ecuatorianos que viven de la venta informal, según datos recogidos por el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC).

Los chamberos, que venden objetos encontrados en la basura, llegan al Mall del Piso y se los ofrecen a los comerciantes. Uno de ellos se acerca sigiloso hacia el puesto más concurrido, administrado por una mujer mayor de gorra y mascarilla, y se une a la escena en curso: un niño llora porque quiere un Chichobelo, los adultos que lo rodean lo miran y se ríen. 

El chambero, de unos veintiún años, aprovecha el momento para hacerle su oferta a la dueña del local y saca de una funda dos osos de peluche de tamaño mediano. “Juguetito, mire. Los dos ositos por dos dolores. Ya están lavados y limpios. Hágale ahí, para levantar la papa de hoy, ayer no merendé”, le dice. “No, es muy caro. Te doy un dólar por los dos y eso que me toca arreglarlos”, contesta ella. 

La señora cierra la negociación y consigue comprar cada peluche a cincuenta centavos. Pone contenta su nueva adquisición sobre una mesa de madera, de metro y medio de ancho, que le sirve de mostrador, vuelve al niño y al Chichobelo, y consigue vender el muñeco a un dólar y medio. 

Otros niños arrastran a sus padres al puesto de Juguetito, como le dicen a la señora. “Consienta a su angelito con un dolarito”, dice ella para enganchar a sus posibles compradores. Es la única vendedora de juguetes de la zona, es decir que acapara el 100 % del mercado infantil y en eso radica una amplia ventaja competitiva. Cuatro madres de familia, acompañadas por sus hijos pequeños, hacen fila en el puesto de Juguetito. 

Venta juguetes usados.

La mujer tiene sesenta años y se llama Teresa Ruiz, a secas, “como el Martini seco”, bromea. Peina una muñeca que piensa vender y recuerda que, de niña, las barbies no le parecían gran cosa. 

Juguetito nació en una familia guayaquileña de clase media. “Yo era una niña que no podía estar quieta y las muñecas eran solo un adorno. En cambio, con los patines podía correr y ensuciarme. A los ocho años mi chucho (su abuelo) me regaló una Barbie porque decía que necesitaba un juguete que me recordara que la tranquilidad también es buena. Días después falleció y atesoré esa muñeca”. Teresa guardó ese juguete en un cofre durante dos años. No tenía fotos que le recordaran a su abuelo, pero le quedaba el “mejor regalo del mundo”. 

“Cuando somos niños, todo lo que sentimos es real. A partir de los diez años me fui interesando por otras cosas. Olvidé el cofre o preferí no recordar. Me comenzaron a gustar los niños y así hasta que me casé a los veinticinco años”.

Se fue a vivir con su esposo Ronald a una residencia ubicada en el Guasmo Sur de Guayaquil. La posición económica de su pareja, jefe de ebanistería en una fábrica de muebles, les permitía tener empleados que se encargaran del aseo. Teresa, sin embargo, quería tener sus propios ingresos y buscó trabajo. “Conseguí laborar en una juguetería. Me encargaba de acomodarlos (muñecos) en las perchas. De ahí sacaba para darles a mis hijos. Al primero, Antonio, lo tuve a los veintiséis, de ahí le siguieron Juan y Raquel. Eran buenos tiempos, porque tenía para darles de todo”, cuenta la mujer y pasa por la frente un pañuelo que se lleva el sudor. 

En 2010 Juguetito y su esposo decidieron comprar una casa en Los Vergeles, al norte de Guayaquil. En la notaría donde hacían el trámite de traspaso de propiedad se encontraron con un amigo. Fue un martes, esto lo recuerda muy bien. El amigo los invitó a un casino del centro con la promesa de que duplicarían sus ingresos de forma rápida y fácil. El primer juego que probó Teresa fue el tragamonedas. Ganó cien dólares de golpe y resolvió seguir el camino de la suerte, que no siempre es la misma. De ahí en adelante visitó el casino a diario. 

Con mi esposo nos hicimos adictos a este vicio maldito de los casinos. Diario perdíamos de ochenta dólares en adelante. Yo me boté de mi trabajo para tener una suma alta de apuesta con la liquidación, ya que el sueldo no era suficiente. Estábamos poseídos por la ambición. Incluso había personas en bancarrota que nos esperaban afuera de estos lugares para que reaccionemos, pero no hacíamos caso. Hasta que nos pasó factura y nuestra deuda se hizo de cuarenta mil dólares”, dice la mujer y hace una pausa para vender un carrito de bomberos. 

En 2011, tras una consulta popular, los casinos de nuestro país fueron impedidos de seguir funcionando. Para entonces Teresa y su esposo habían perdido ambas casas, la del sur y la del norte. Buscaron un departamento de alquiler económico en el centro. Su hijo mayor, de veinte años, consiguió un trabajo y se propuso ayudarlos, pero pocos meses después se enteró de que sería padre y destinó el dinero a su propia familia. 

Teresa y Ronald acumularon una deuda de cuatro meses con su arrendatario y fueron desalojados del departamento que alquilaban. Dejaron a sus hijos menores con un pariente, ellos durmieron por una noche en los exteriores del edificio de la Segunda División del Ejército Libertad, en la avenida 9 de Octubre. Era agosto, la ciudad estaba fría, ambos hicieron en una servilleta de papel una lista de ideas para salir de la crisis. Empezaron por vender algunas de sus pertenencias. 

Pasaron cinco años mudándose de casa en casa, de un alquiler barato a otro más barato, aligerando a la fuerza la carga de su equipaje: durante ese tiempo vendieron la mayoría de sus electrodomésticos. Teresa consiguió trabajo como empleada doméstica, pero esta condición nunca se volvió estable y era más segura el hambre de mañana que el pan de hoy. Recordó entonces su trabajo en la juguetería, el que dejó para dedicarse al casino a tiempo completo: la imagen de los padres desesperados por un juguete para sus hijos, el dinero que pasaba de los bolsillos a las cajas del almacén.

Puso una mesa, de plástico, afuera del antiguo mercado de la ciudadela Martha de Roldós, y sobre ella varios juguetes: la Barbie que le regaló el chucho y los muñecos que fueron alguna vez de sus hijos y sobrevivieron a las mudanzas. Los niños se acercaron enseguida, la mercadería se vendió en dos horas y Teresa, de 54 años, conoció su nuevo oficio: vendedora ambulante. 

En 2017 abandonó su puesto en la Martha Roldós para instalarse en el Mall del Piso. Su esposo consiguió un departamento de alquiler en el sur, precisamente a dos cuadras de esta chatarrería, por 150 dólares mensuales, luz y agua incluidas. Desde entonces revende los juguetes que compra a los chamberos. Antes de la pandemia juntaba cien dólares a la semana. Ahora, con dificultad, logra llegar a los cincuenta.

“Esta es mi vida ahora. Comprar juguetes que otras familias tiran. Algunos me los traen desde Urdesa. La basura de esa gente representa comida para mí. Mi abuelo tenía razón, esa muñeca me dio tranquilidad en mi vejez”, refiere agitada Teresa, y agrega que su esposo consiguió puesto en un taller de ebanistería, ya no es el jefe, pero tiene trabajo. Me pide permiso para comprar un jugo de naranja y le hace el gasto a Mortadela, un señor con vitíligo que vende jugos de coco y naranja en un triciclo. 

Venta juguetes usados.

Juguetito vuelve con una sonrisa. Accede a que le tomen fotos atendiendo a sus últimos clientes. Faltan veinte minutos para la una de la tarde, la hora muerta en la que la mayoría de comerciantes alza sus puestos y cuenta el dinero de las ventas. Teresa reunió una cantidad que supera los once dólares y se siente afortunada, no todos manejan esa cifra. Dos hombres la ayudan a recoger sus cosas y la embarcan en una tricimoto. Ella se despide y me deja su número por si le quiero donar juguetes. 

Termina la jornada laboral de los vendedores informales del Mall del Piso, comienza la de los conductores de tricimotos. Los fletes se ofrecen a quienes quieran salir de aquí con su dinero a salvo y a los feligreses que salen de la última misa. 

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