Variaciones sobre la salud en pandemia: la posverdad y
cómo seguir viviendo juntos.
Tenía un amigo. Se llamaba Luis Biasotto. El bailarín más talentoso que conocí en mi vida. Junto a Luciana Acuña, otro cuerpo del futuro, dirigían el grupo Krapp en Argentina. Luis era un toro: recio, alto, entero. Su baile no era ni quería ser elegante, su premisa era el golpe, el derrumbe, el choque. En mayo de 2021 murió por covid. Esa fue la primera vez que sentí miedo real del virus. Me resultaba increíble (in-creíble) que pudiera haber desaparecido de la tierra un ser tan contundente, de una fuerza corporal por la que hubiera apostado cualquier cosa.
Tal vez solo ahí me di cuenta realmente, encarnadamente, de lo que es este virus; lo siniestro de su imprevisibilidad, lo secreto de sus mecanismos. Fue la primera vez que de verdad el virus constituía una realidad para mí. Es sabido que el horror de las estadísticas no nos llega a tocar hasta que alguien cercano pasa a ser parte de ellas. Así funcionamos, ese es nuestro egoísmo fundamental.
Por otra parte, conozco a varias personas que siguen aisladas al sol de hoy, negadas al contacto, incluso fóbicas. Muchas que ya venían buscando, sin saberlo, alguna razón para no tener que compartir con los demás, para no correr los riesgos de vivir, la exposición al otro que es siempre una potencial exposición al dolor, a la traición o a la decepción, pero que es también, como dice el poeta Bonnefoy, “la verdadera energía, la verdadera lucidez, las verdaderas razones de buscar en la vida un poco de sentido y recompensa”. El virus se convirtió para muchos en la ocasión perfecta para cerrar las puertas, esta vez con una razón de peso, a los imprevistos, los dolores y las dichas de vivir en comunidad, es decir, en definitiva, de vivir. Entonces, ¿qué es enfermar?
La palabra posverdad tiene la virtud de ser intrínsecamente irónica y abiertamente paradójica. La posverdad tiene, además, la gracia de dibujar algo así como una línea a la vez temporal y no localizable, algo que califica más a la época que a la verdad misma, que no estaría anulada, sino, más simplemente, más extrañamente, dejada atrás.
Si las filosofías de la posmodernidad postulaban que el relato unívoco de los discursos de la modernidad debía ser deconstruido porque había quedado obsoleto, y que para eso era necesario inventar nuevas epistemologías que nos permitieran entender y explicar mejor el mundo, la posverdad es un fenómeno meramente mediático, brutalmente superfluo, marcadamente antiintelectual, y a mí me parece que nombra muy bien esta época en la que grandes masas de personas con acceso a la educación proclaman que en las vacunas habitan minúsculos dispositivos de televigilancia (como si las redes no fueran ya eso y como si no las consumiéramos al mismo ritmo que el aire que respiramos) o cualquier otro disparate.
Pos-verdad: habitamos un tiempo posterior a la verdad. Aunque cientos de personas que han dedicado su vida a la investigación científica estén de acuerdo en que el único modo de detener las mutaciones del virus es la vacunación masiva, mi opinión fundada en videos baratos de YouTube vale lo mismo o más que todo eso: pos-verdad. Fin del conocimiento. Adiós al pensar.
En este contexto, personas ubicadas en los extremos del abanico ideológico se ponen de acuerdo en algunos asuntos. Uno de esos asuntos es la negación de la salud mental como algo verdadero, real. Los más conservadores piensan que esas son cosas de ahora, modas, problemas imaginarios de gente desocupada. Por su parte, la sección alternativa considera, grosso modo, que no hay tal cosa como la depresión, que todo se debe a un desequilibrio de energías vitales, a una perturbación de la alcalinidad del PH, a la intrusión de pensamientos negativos no debidamente controlados (Freud, más sensato, diría reprimidos), a la mala alimentación o a la falta de yoga.
No pretendo caricaturizar: los argumentos de la posverdad tienen la cualidad de ser proporcionalmente estúpidos y contundentes, además de omnipresentes, ubicuos. Recuerdo a una profesora de yoga que, en un centro holístico de alta gama (quiero decir que estaba en Cumbayá y costaba un ojo de la cara), me preguntó si había parido en los últimos seis meses. Le respondí que sí, hacía tres meses que había parido por cesárea a mi hijo Benjamín, y buscaba a tientas y a oscuras algo que me ayudara a soportar el duelo por su muerte. Esto último no se lo dije, solo llegué hasta la mención de la cesárea. Entonces ella, sin mirarme, anotando algo en su registro, desde su altura moral, su cuerpazo, su bronceado perfecto, su ropa de entrenamiento de diseño y la alineación perfecta de sus chakras me dijo: “Entonces no pariste. La cesárea no es un parto”. No le respondí nada, pero pensé simplemente que hay algo de la ignorancia que puede llegar a ser muy violento.
En fin. A lo que iba es a que quienes creen que problemas tan misteriosos, siniestros y destructivos como la depresión o la ansiedad son inventos de gente desocupada, y a quienes piensan que un poco de meditación, una semana de détox y unos cuantos abrazos al árbol del patio todo se soluciona, existe un punto común que es la negación de la experiencia del otro como inexistente, imaginaria o irrelevante. Si no es Dios, es el cosmos o el árbol, y si no es el árbol ni es Dios ni es el cosmos, debe ser uno mismo quien se cure de sus males, y este disparate nace de la idea igual de disparatada de que existe una causa interior controlable para todo mal.
En esta extraña pero cada vez más difundida forma de ver el mundo, el azar no existe, todo pasa por algo, que el universo conspire a mi favor depende de la fuerza de mis pensamientos positivos. Por lo tanto, si me enfermo, si no me curo, si caigo en el dolor o en la crisis, la culpa es mía, y solo mía la cura. El fondo religioso es innegable: por mi gran culpa. Si bien muchos extienden este razonamiento a cualquier enfermedad, en el caso de las enfermedades de la psiquis la absurda hipótesis se convierte en verdad y hasta en sentencia. Pon de parte. Haz el esfuerzo. La vida es bella. Mira toda la gente que te quiere. Hay gente que la pasa peor y no se queja. Etcétera.
Una de las cosas que más me enojó del discurso oficial (estatal, del poder, de las instituciones) durante la cuarentena fue el de la salud. Una suerte de regreso recrudecido del higienismo-positivista-dieciochesco hizo una ecuación implacable que la mayoría de la ciudadanía, razonablemente asustada por la irrupción de lo que nunca imaginamos vivir (una peste mundial), aceptó y acogió. La ecuación era simple y clara: salud es no tener covid. En principio pudimos pensar que la ecuación era correcta, dada la magnitud del desconocimiento que teníamos de la enfermedad, sus modos de propagación, la gravedad de sus consecuencias.
Sin embargo, con el pasar de los meses, se fue haciendo evidente que otros males que no eran el coronavirus aquejaban al tejido social simultáneamente: personas de la tercera edad aisladas y solas, incapaces de atenderse a sí mismas, aumento de cuadros depresivos, suicidios, precariedad económica que provoca ansiedad, angustia y estrés, además de los problemas más inmediatos de la supervivencia cotidiana, niños y niñas encerrados en sus casas de modo ininterrumpido, el temor al contagio convirtiéndose para muchos en una paranoia paralizante, el aislamiento volviéndose una forma de vida progresivamente normalizada y glorificada. Según un estudio canadiense, el estrés, la ansiedad y la depresión fueron cinco, cuatro y tres veces más frecuentes en pandemia que antes de ella respectivamente.
Recuerdo con estupor un hashtag difundido por la administración municipal de aquel entonces: #Noterelajes. Cada vez que lo veía volvía recrudecida la incredulidad. Se entiende la importancia de cuidar los protocolos y sostener la prevención, pero que las autoridades oficiales le recuerden a la ciudadanía, en inmensas vallas distribuidas por toda la ciudad que no debe relajarse, que debe permanecer en estado de crispación, habla no solo de estrategias comunicativas irresponsables y mediocres, sino de cierta perversión ideológica nada inocente.
No es, no puede ser, casual que a la par se haya introducido en la gente, al estilo panóptico, la idea de que denunciar a sus vecinos si hacían una reunión en su casa era cuidar el bien común, hacer patria, hacer el bien. ¿Cómo es posible, a estas alturas de la historia y después de todo lo que hemos vivido, que no hayamos aprendido que la delación es siempre abyecta, que nada la justifica, que hay algo que perdemos para siempre cuando denunciamos a nuestro vecino ante una autoridad que vigila y castiga?
El discurso oficial que instauró la idea de que el único contenido de la palabra salud era la ausencia de covid afectó en lo concreto el funcionamiento de los servicios médicos para otras enfermedades, afectó los trasplantes, las diálisis, las emergencias no relacionadas con la pandemia. Tornó invisibles y hasta risibles los trastornos psicológicos agudizados por el aislamiento y el encierro. Es imprescindible decirlo y analizarlo.
No se trata de relativizar la gravedad de la pandemia, se trata de articular discursos no dicotómicos, discursos capaces de contemplar más de dos opciones siempre opuestas y polarizadas, discursos que no invisibilicen, banalicen o excluyan de la escala de prioridades el horror de la depresión, los efectos de la soledad prolongada, la violencia implicada en obligar a niños y niñas a aprender mirando durante horas una computadora, mientras su vida se reduce a un conjunto de pantallas que merman su posibilidad de conocer la importancia del abrazo con los otros, del juego al aire libre, del ejercicio físico, del contacto con la naturaleza, de la sociabilidad real con otros de su edad, de la risa compartida. Las consecuencias de privarse de estas experiencias fundamentales son tan reales como las de contagiarse del virus.
En el otro polo dirigentes extremistas, como Rémy Daillet en Francia o Caleb Wallace en Estados Unidos, lideran marchas antivacunas y pregonan la libertad individual por sobre cualquier valor colectivo. Reivindican, generalmente en países donde las dosis de vacunas disponibles sobreabundan, su derecho a no vacunarse, su derecho a contribuir con la mutación y propagación de un virus que ha matado a millones de personas directa o indirectamente y ha llevado a otras tantas a los límites de la supervivencia.
Las imágenes de esas manifestaciones multitudinarias pasman porque abonan al régimen de posverdad un suplemento de abyección: además del contenido de sus consignas, deforman la noción de rebeldía, la rebajan y la destruyen. En un mundo de desigualdades tan desoladoras, en el que 8500 niños mueren de hambre cada día, que la imagen de la sublevación sea arrebatada por políticos adinerados de extrema derecha, fanáticos religiosos y sus seguidores en reclamo de su derecho a no vacunarse, me hace volver sobre el absurdo de la posverdad y lo que todo esto dice sobre la condición humana.
¿Qué nos toca de todo esto? ¿Cómo se verá el futuro que hoy sembramos? ¿Qué tipo de imágenes dejará para el porvenir el archivo que creamos en el presente? No me propuse más que ensayar unas cuantas variaciones sobre eso que llamamos salud, eso que llamamos verdad y eso que aún llamamos comunidad. La pandemia, y todo lo que trajo y todo lo que se llevó, cambió el modo en que entendemos el mundo.
Hubo quienes aseguraron que de esto saldríamos más sensibles y más abiertos; otros vaticinaron el apocalipsis o un nuevo y aun más perverso orden mundial. No creo en ninguna de esas utopías. Nos seguimos sosteniendo en los grises de la escala cromática, de un hilo apenas, y quizá no dejar de pensar en todo esto que nos tocó vivir, no dejar de problematizarnos acerca de qué significa vivir juntos, qué es la salud y qué la enfermedad, sea el último asidero que nos una a una historia más o menos inteligible, más o menos digna de los avatares humanos.