El uso de las mascarilla, así comenzó todo

En 1910 los hombres empezaron a usar mascarillas para evadir a la enfermedad y la muerte. El inventor de esta prenda, tal como la conocemos ahora, fue Wu Lien-teh, un malayo de origen chino, y su pasión por la medicina lo llevó no solo a viajar por el mundo, sino a protegerlo de las pestes.

Anatomía de una plaga

Fotografías: ®Wikipedia y ®Colección Wu Lien-Teh.

Al noroeste de China, el otoño de 1910 fue mucho más frío y tétrico que el de años anteriores.

En la ciudad de Manzhouli, en la frontera con Rusia, médicos de ese país habían reportado un brote de una extraña enfermedad con síntomas muy similares a los de la bubónica y con una tasa tan alta de mortalidad que los contagiados no tardaban más de dos días en fallecer.

Rápidamente, la plaga se extendió por el nororiente de China, en la Mongolia Interior y la región de Manchuria, especialmente en Harbin, ciudad nueva convertida en el centro de un tremendo intercambio comercial entre chinos, japoneses y rusos, gracias a la construcción del ferrocarril Transmanchuriano.

La prensa china se llenó de notas que mencionaban a cientos de pacientes muriendo ahogados en saliva sanguinolenta y alucinando por las fiebres. Los cadáveres se apilaban en los cementerios y, casi enseguida, los enterradores se convertían también en víctimas.

La plaga no perdonaba a nadie: médicos y personal sanitario cebaban al monstruo de la peste, del mismo modo que obreros y adolescentes. Para tratar de frenar el brote se sugirió luchar contra las pulgas que, se creía, eran las responsables de la propagación del bacilo, confundido con el de la bubónica.

Sin embargo, las medidas eran infructuosas y en solo cuatro meses la enfermedad tomó por asalto cinco provincias. Las estimaciones apuntaban a que la enfermedad tenía una mortalidad muy cercana al 100 %, es decir que, una vez infectado, era casi imposible salir vivo de ella.

A principios del siglo XX, la peste viajaba en tren y barco, por lo que el temor de que se expandiese al resto de China, a través de la línea Transmanchuriana y al resto del mundo desde el puerto de Dairen, provocó que se bloquease el tráfico de entrada y salida en la región.

El Dr. Wu Lien-Teh trabajando con un microscopio en su primer laboratorio de plagas en Harbin, China, 1911.

La prensa francesa publicaba artículos ilustrados donde la muerte con su guadaña sobrevolaba, sonriente e implacable, campos plagados de manchúes. Los diarios ingleses, por otro lado, colocaban tenebrosas fotografías en las que hombres enmascarados y cubiertos con extraños trajes blancos manipulaban cuerpos sin vida.

A los occidentales aquellos ropajes les hacía temblar, pues les recordaban que, durante la peste negra, los médicos habían usado prendas similares para protegerse del morbo.

El genio de Malasia

En la Malasia de fines del siglo XIX el nacimiento de un niño no tenía mayor trascendencia y sus datos se perdían entre los libros de registro oficial.

Así, los habitantes de la provincia de Penang podían decir que lo más curioso de un bebé que nació el 10 de marzo de 1879 era su nombre: Wu Lien-teh. Y es que aquel niño era hijo de emigrantes chinos que habían abandonado Taishan para adentrarse en la, por aquel tiempo, colonia inglesa del sudeste asiático.

Tampoco es mucho lo que se puede contar sobre su adolescencia, salvo que estudió la escuela en la ciudad de sus padres, y que pronto se marchó a Europa con una beca Queen’s Scholarship para estudiar Medicina en Cambridge.

En Inglaterra se sentó en las frías gradas de madera de los anfiteatros junto a otros 135 estudiantes, muchos de ellos, entre sorprendidos y fastidiados de tener que compartir sus clases con un “oriental”.

El caso es que tanto a ellos como a sus maestros sorprendió por su talento y terminó recibiéndose dos años antes que el resto de su promoción, siendo el primero con ascendencia china en obtener el grado de doctor en aquella universidad.

Luego, fue a la Escuela de Medicina Tropical de Liverpool para hacer un posgrado en Estudios sobre la Malaria y, más tarde, otros dos en Bacteriología en el Instituto de Higiene de Halle, Alemania, y en el Instituto Pasteur de París.

Terminado el periplo europeo, Wu Lien-teh regresó a Malasia y trabajó por un tiempo en el Instituto de Investigación Médica de Kuala Lumpur. Aunque, finalmente, optó por regresar a Penang, donde puso una clínica privada.

Sus conocimientos no lo empujaron por el despeñadero de las ambiciones personales y, más bien, se dedicó a ejercer la medicina libremente y a ayudar a sus coterráneos.

Así, como un médico más, lo encontraron los delegados de la dinastía Qing que habían tenido noticias de sus logros académicos. Llegaban con una propuesta que cambió su vida y la historia de la medicina: ir al país de sus ancestros para hacerse cargo de la subdirección del Colegio Médico del Ejército Imperial en Tientsin.
Era el año 1907.

Wu Lien-teh identificó que la enfermedad era una plaga neumónica altamente contagiosa que tenía transmisión respiratoria de persona a persona. Este descubrimiento llevó al Dr. Wu a diseñar una mascarilla quirúrgica especial con algodón y gasa, agregando diversas capas de tela para filtrar las inhalaciones.

El año de la peste

Antes de Wu Lien-teh, todos los profesionales se habían excusado de combatir la plaga de Manchuria de 1910. Las noticias eran desalentadoras: miles de muertos, infección veloz y personal médico en altísimo riesgo.

Por eso, no hay duda de que los mismos ministros del emperador niño Puyi se sorprendieron cuando el malayo aceptó entusiasmado la misión.

Llegó a Harbin el 24 de diciembre. No poseía herramientas tecnológicas sofisticadas y tampoco hablaba los dialectos de la zona, de modo que su único compañero de viaje era un traductor.

El aspecto de los cadáveres le hizo albergar una sospecha que se confirmó tres días después, al practicar una autopsia, la primera en China, sobre el cuerpo de una mujer que había muerto por la epidemia. La conclusión que extrajo fue demoledora: la enfermedad estaba en los pulmones y no había la afectación en los ganglios linfáticos característica de la bubónica.

Esto que solo parecería importante para los libros de historia de la medicina, en realidad tenía un impacto tremendo sobre la lucha contra la epidemia, pues demostraba que la transmisión no era por la picadura de pulgas, sino por vía aérea, es decir, por los aerosoles que se expulsan al hablar o toser.

Wu Lien-teh detectó que el origen de la plaga estaba en la marmota sibirica, animal que habían empezado a cazar apenas desde finales del siglo XIX para fabricar abrigos apreciados por los comerciantes rusos.

La exposición de las pieles de animales enfermos en las peleterías provocó el paso del bacilo a los humanos.

El malayo convenció a las autoridades chinas de imponer una serie de medidas sin importarle lo impopulares que podían ser entre la población; entre ellas, el incinerado de tres mil cadáveres para evitar el amontonamiento de cuerpos en los cementerios. El gobierno aceptó con reticencias, al fin y al cabo aquello iba contra las tradiciones y la religión.

El médico también diseñó una mascarilla con capas de algodón y gasa para cubrir la boca y la nariz de los médicos, aconsejando su uso en toda la población.

Al principio, pocos aceptaron la medida, pero la muerte de un sabio francés, Gérald Mesny, tan solo unas horas después de haber visitado a algunos enfermos sin protegerse, fue un sacudón capaz de esfumar cualquier clase de reticencia.

“Desde entonces, todo el mundo llevaba mascarilla en la calle”, escribió Wu en sus memorias.

Asimismo, ideó un traje para que los médicos cubriesen completamente su cuerpo (precursor del actual NBQ usado por bomberos, militares y personal en contacto con sustancias químicas peligrosas), que es el que aparecía en las fotografías publicadas en los periódicos de Europa y Japón.

Wu Lien-teh ordenó una serie de confinamientos dentro de los vagones del tren, que dejaron de circular para mutar en hospitales. Cualquier persona expuesta a la enfermedad solo podía volver a las calles después de varios días encerrada y sin síntomas. Afuera debían usar un brazalete como prueba de salud.

Las restricciones de movilidad en el territorio manchú surtieron efecto, de manera que se presentaron apenas unos cuantos casos aislados en ciudades lejanas como Beijing y Shanghái.

Meses después de hacerse cargo de la crisis, el 1 de marzo de 1911, Wu Lien-teh declaró que ya no se registraban contagios.

Aquella había sido una lucha no solo contra la enfermedad y la muerte, sino contra las ideas preconcebidas de los científicos y hasta contra las costumbres de la población. Costó sesenta mil vidas.

Una vez terminado el brote, el sabio malayo convenció al gobierno de llamar a científicos del mundo para estudiar la plaga y compartir los conocimientos sobre prevención de epidemias. En aquellos años de ambiciones japonesas y rusas sobre sus territorios, parecía imposible que China hiciera una convocatoria de ese estilo y, sobre todo, que evitara la politización del tema, sin embargo, se logró, y los epidemiólogos, aún hoy, estudian sus conclusiones.

El equipo de protección personal usado durante la epidemia de 1911 en Manchuria.

Un exilio en la patria propia

El 18 de septiembre de 1931 un tramo de la línea férrea del sur de Manchuria fue dinamitada. Al tren lo operaban los japoneses desde que los rusos, sus constructores, perdieron la guerra entre ambas potencias en 1905.

Desde entonces, el Imperio japonés alentaba el ingreso de colonos en la región de Manchuria y la instalación de granjas, fábricas y comercios. El ataque a la línea férrea, que no provocó mayores daños, en realidad resultó ser el pretexto ideal para la ocupación de toda la región y la declaratoria de un Estado independiente, el Manchukuo, con tutelaje nipón.

A Wu Lien-teh este evento lo encontró, como a cualquier intelectual, sumido en su trabajo y, por lo tanto, desprevenido. Sin entender el cargo (algo sobre espionaje), terminó arrestado.

Hasta ese año los logros del médico llenaban los registros de los años finales de la dinastía Qing: había logrado vencer una epidemia de malaria en 1919, un segundo brote de la plaga neumónica en 1921, establecer centros de investigación de enfermedades y facultades de Medicina en Harbin, Beijing y Nankín, y convertirse en uno de los fundadores de la Sociedad Médica China

El escándalo internacional por el arresto empujó a su liberación y, luego de dos décadas dedicado al sistema sanitario del noroeste del país, se marchó a Shanghái. Allí continuó preparando el Sistema Nacional de Cuarentena.

En 1937 un bombardeo de Japón, que había empezado una nueva guerra con el país de sus padres, destruyó su casa y Wu Lien-teh regresó a Malasia.

Volvía con la nominación al Premio Nobel bajo el brazo y la esperanza de, finalmente, dedicarse a la práctica privada de la medicina, es decir, a salvar vidas de gente humilde, como había sido su sueño cuando terminó sus estudios en Europa.

Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial lo perseguía y fue capturado, primero, por guerrilleros comunistas y, después, por las tropas japonesas una vez más; cada uno de los bandos los acusaban de ser partidario del otro. Evitó los infames campos de prisioneros de Japón por la intervención de un oficial, al que había salvado la vida un tiempo atrás.

Así como sobrevivió a diversas epidemias, superó la guerra y con 81 años, el 20 de enero de 1960, murió por derrame cerebral en Penang. Se había mudado a su nueva casa allí apenas una semana antes.

Hace más de un siglo este hombre nacido en una colonia británica del sur de Asia logró que científicos y funcionarios de distintas partes del mundo, y al borde de la guerra, se juntaran para alimentarse mutuamente con ciencia capaz de salvar a la humanidad. Hoy los gobernantes no lo logran. Quizá lo que hace falta es, aunque suene a cliché, sentar con humildad a hombres con gigantes que, desde otros tiempos y lugares, nos dicen que, con inteligencia y esfuerzo conjunto, los humanos somos capaces de casi cualquier proeza, incluso de enfrentar a la muerte.

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