
Somos un paréntesis entre la nada y la nada, decía hace unos días Alejandro Gaviria, exrector de la Universidad de los Andes y hoy ministro de Educación de Colombia, en un pódcast sobre la finitud de la vida, Dios y los misterios de nuestra existencia.
Unos días después de haber escuchado el pódcast de Gaviria, llegaron las imágenes del telescopio James Webb para dejarnos anonadados y devolvernos —como dirían nuestros amigos colombianos— a las grandes preguntas, más filosóficas que científicas, sobre los orígenes del universo y si en ese polvo de estrellas perpetuo, agujeros negros insondables, galaxias infinitas y colores nebulosos que siguen una incesante expansión, existe algún espacio para Dios.
Carl Sagan, el sabio astrónomo, decía que no existe ninguna evidencia convincente de que exista el Dios creador y benevolente en el gran cosmos. Pero cada persona verá en las imágenes del Webb algo de su propia proyección. Desde la mía personalísima, lo más impresionante que nos dejan las primeras imágenes espaciales son el asombro y el sobrecogimiento. La posibilidad de dimensionar visualmente nuestra inmensa insignificancia en esta historia de miles de millones de años de creación, destrucción, creación y expansión cósmica.
La otra cosa con la que nos quedamos es eso del viaje en el tiempo, que nos resulta muy difícil de explicar porque es lograr lo imposible. Las imágenes del universo del James Webb —como ya lo hizo el Hubble con menor alcance— nos llevan a un pasado tan remoto que las palabras son insuficientes para nombrarlo: trece billones de años atrás. Eso quiere decir, en palabras más o menos simples, que lo que vemos es algo así como la prehistoria cósmica. Las primeras estrellas y galaxias y potencialmente los millones de mundos habitables que, en términos temporales, nuestra mente no alcanza a cuantificar de forma adecuada.
Los avances científicos en esta materia no nos llevan al futuro, sino más bien a tener unos pantallazos remotos. Mirar el espacio es mirar el pasado, como dicen los científicos, porque la luz viaja a 299 792 458 kilómetros por segundo. Mientras más lejos está una estrella que pueda ser visualizada por el telescopio, sabemos que será más y más vieja, por eso estamos ante una máquina del tiempo que nos permite, como ninguna otra, mirar el verdadero inicio de los tiempos.
Pero resulta difícil encontrar en ese océano sideral infinito la huella del Dios, padre blanco, barbudo y semipaternal de la tradición cristiana. Más difícil aún es continuar justificando el antropocentrismo de la historia humana que nos contaron y que nos hizo creer que éramos el verdadero centro del universo, la fábula de nuestra importancia cósmica, cuando en realidad parece que somos tan solo un accidente minúsculo en medio de esta inmensidad inenarrable. ¡Ustedes lo dirán!