Una tarde con Alicia

Luis Eduardo Toapanta

Alicia llega como un ángel.

Un rayo de luz casi imperceptible que se confunde con la tarde, tan diáfana, tan suave, casi como la seda de su camisa, que me recuerda a la camisa de Hortaliza, ese personaje creado por ella en uno de sus libros.

Alicia no quiere té. Ni café. Se sienta en el sillón y me mira. Habla sobre la escritura. Sobre esa tarde en la que atravesó el océano y conoció el amor. A veces olvida. No importa. En el corazón (que a veces también tiene la forma del tiempo) da igual si fue en enero o marzo, si esa persona está viva o muerta; en el rompecabezas de la vida, cuyas piezas finalmente forman una sola unidad, esos rostros siempre están vivos.

Alicia habla. Terciopelo blanco. Sus pensamientos son del mismo material de sus palabras y su camisa. Yo tomo café y escucho, temo hacer una pregunta boba. Ella me cuenta cómo se levantaba a las cinco de la mañana para poder escribir sin interrupciones hasta las siete, hora en la que volvía, despacito, a acostarse en su cama para despertar junto a su marido y empezar su vida de Alicia mamá, de Alicia esposa. Recuerda el estudio que acomodó en medio del armario para imprimir sus historias en cuadernos, con lápiz; siempre con lápiz para poder borrar y corregir. Debes escribir, me dice. Le digo que a veces, cuando intento escribir ficción, me siento una farsante, una mentirosa. Miente nomás, eso mismo es la literatura, me dice ella. Y por un momento pienso que tengo permiso. Luego recuerda cuando envió a un concurso importante su primera novela, usando un seudónimo masculino y no imaginó que ganaría. Entonces se juró a sí misma que, pasara lo que pasara, ella escribiría, aunque algunos se sintieran incómodos, aunque tuviera que usar nombre de hombre, aunque le perturbara a su marido. Ya no habría vuelta atrás.

Cuando era niña una monja leyó en la escuela un texto suyo y le dijo que debía escribir. Porque cuando uno tiene un don, cumplirlo es casi un deber.

Escribe, me vuelve a decir. Y no por el éxito ni el resultado, sino porque cuando escribes eres tú. Tienes un espacio solo para ti. Crece tu yo.

Casi la veo trabajando en su armario como Hortaliza esculpiendo al Cristo Feo a escondidas, como la humana que crea un dios, la mujer que da vida a la obra de arte y no al revés; la mujer que quiere ser artista y no musa, que lucha por un espacio en su propia casa. Casi puedo ver ese lugar mágico que no está hecho de materia. Recuerdo la obra de arte que imaginaba uno de sus personajes: una diosa mujer en la cruz, cuyas heridas no sean visibles, como las de Cristo, sino invisibles.

Narrar las heridas que no se ven. Asimismo, pienso, han sido también las historias que ella escribe, algunas se han esculpido casi en secreto, y muchas de ellas narran las heridas (y bellezas) invisibles de la cotidianidad.

¿Cómo es que una tarde Alicia llega a mi casa y me recuerda, casi como un ángel, que existe la posibilidad de escribir? ¿Cómo es posible? ¿Es posible?

Alicia se pierde entre las flores y yo agradezco esta tarde, este rayo de sol, la imagen de Alicia sentada en el sillón blanco. No tengo cámara de fotos pero intento guardar, con cuidado, esta tarde, tan delicada como ala de mariposa. Gracias.

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