Por Paulina Gordillo.
Edición 416 – octubre 2016.
En el centenario de los Premios Pulitzer conmemoramos a Edith Wharton (Nueva York, 1862), la primera mujer en hacerse con el galardón por su novela La edad de la inocencia. Publicó más de 40 libros y fue una de las pioneras de la corresponsalía bélica durante la Gran Guerra. Su periodismo a pie de trinchera y su trabajo en favor de los refugiados le valieron la Legión de Honor francesa. Su obra, reconocida por ofrecer como nunca antes una ácida mirada a la alta sociedad neoyorquina de su tiempo, la catapultó como una de las más grandes escritoras de las letras anglosajonas del siglo XX.
“¿Cómo está usted señora Brown?, dijo la señora Thompkins. Si hubiera sabido que iba a llamar, habría arreglado el salón”. Así comenzaba una novelita escrita por Edith Jones, una pelirroja de once años que, a los seis, había tenido la clarividencia de intuir que el mejor escondite no estaba al otro lado de las puertas ni dentro de los armarios, sino detrás de las tapas de un buen libro.
Los Jones, uno de los clanes más ricos e influyentes de Nueva York, ocupaban un palacete en el número 14 de la calle 23, al oeste de la Quinta avenida. Allí, entre balaustradas victorianas, columnas corintias, satenes y terciopelos, Edith no era Edith, sino Pussy. La tímida y solitaria Pussy. La enfermiza y nerviosa Pussy.
Para horror de su madre, Lucretia Stevens, Pussy era una rareza, casi una desgracia, que solo se encontraba a gusto entre perros y libros. Le pusieron una institutriz, como si de un varón se tratara, y entre las lecciones de la señorita Bahlmann, la nutrida biblioteca de su padre y los continuos viajes que la familia hacía a Europa, se fraguó el genio.
Imaginen el recelo que Edith provocaba entre los suyos si su primer compromiso matrimonial se rompió, según un periódico local, “por la superioridad intelectual de la futura esposa”. Aquello ocurrió cuando tenía dieciocho años y un tal Harry Stevens había decidido cortejarla. Hasta los veintitrés no hubo ningún otro pretendiente, asunto preocupante, pues por esas lindes de la edad comenzaba a acechar la temida sombra de la solterona.
Para suerte de Lucretia, la más atribulada ante la perspectiva de no poder casar a su única hija, las buenas noticias llegaron desde Boston. Un treintañero llamado Edward Wharton, Teddy para los amigos, se había interesado en la heredera de los Jones. En abril de 1885 Edith renunciaba a su apellido y se convertía en la señora Wharton.
La joven pareja tenía en común poco más que el gusto por los viajes. Durante los primeros años alternaron excursiones por el Mediterráneo con largos descansos, pues Edith había sufrido síncope que degeneró en una depresión paralizante. Fue en esos días bajos cuando publicó su ópera prima, un ensayo sobre diseño de interiores titulado La decoración de las casas (1887) y sobre cuyos principios edificó una imponente residencia campestre en Lenox, Massachusetts.
La casona, bautizada como The Mount, era una pretensión de Edith por alejarse del empacho que desde siempre le había provocado el estilo victoriano. Tomó como modelo una mansión inglesa del siglo XVII, The Belton House, y añadió elementos que había admirado en sus escapadas a Francia e Italia: grutas, fuentes, galerías, jardines simétricos, estanques y habitaciones en las que la intimidad estaba garantizada. “La privacidad —aseguraba— parece ser el primer requisito de una verdadera vida civilizada”.
El nuevo hogar que para Edith era un remanso para Teddy era un suplicio. El aburrimiento que experimentaba entre sus paredes solía eclosionar en arrebatos de ira difíciles de controlar. “Era lo suficientemente cuerdo como para no estar encerrado — confesaba alguna vez su irónica mujer— pero lo suficientemente loco para no estar fuera”.
En los primeros tiempos de The Mount se concibieron obras como Instantes cruciales (1902), Santuario (1903) y la que sería su primera gran novela: La casa de la alegría (1905), un prodigio de papel que encaminó a Wharton a ser, en palabras de Jorge Freire, su único biógrafo en español, “la punta de lanza de una serie de narradoras de principios de siglo, que hicieron de su condición, vocación y ventura la tarea de escribir y que, en su empeño, cuestionaron el papel asignado a su sexo”.
En la casa de la alegría descubrimos a Lily Bart, una belleza huérfana y oportunista, que busca labrarse un futuro inmiscuyéndose en los apretados círculos de la aristocracia neoyorquina. Las relaciones de Lily nunca consiguen formalizarse: es incapaz de casarse por dinero, pero también de vivir sin él. Rechaza el amor, pues no es una inversión que le genere beneficios, y su trágico final es la primera tentativa de lo que en el conjunto de la obra de Wharton será una constante: sus transgresoras heroínas siempre acabarán mal. En contrapartida los protagonistas masculinos son seres pusilánimes y sumisos que, en su paso de puntillas por la vida salen, casi siempre, bien parados.
Cuando Edith abandonaba el fortín, prefería cruzar el Atlántico. Dicen que se embarcó más de 60 veces hacia la vieja Europa. En 1907 decidió instalarse en París, donde residían algunos de sus más grandes amigos. Entre ellos, el primero era Walter Berry, un diplomático norteamericano del que la escritora, ya en la vejez, se había referido como “el amor de su vida”.
“Supongo que en la vida de cada uno de nosotros —escribía en sus memorias— hay un amigo que no parece una persona aparte, por mucho que le queramos, sino una expansión, una interpretación del propio ser, el significado mismo de la propia alma. Un amigo así lo encontré yo en Walter Berry. No consigo imaginar lo que la vida intelectual habría sido para mí sin él”.
Berry fue, además, quien propició el encuentro entre Edith y el célebre Henry James. Ambos escritores, por mutua admiración, mantenían correspondencia desde 1900. La crítica los había emparejado literariamente, estimando similitudes innegables de estilo y temática. De hecho, ya en los primeros relatos publicados por Wharton —El pelícano (1897), por ejemplo— se percibe una clara influencia del maestro.
James, complacido con su discípula, no tenía reparos en elogiarla. En una carta fechada en diciembre de 1912, el escritor le dedica estas palabras, a cuento de su novela El arrecife: “Solía haber pequeñas notas en ti que eran como benevolentes huellas de los finos dedos de la buena de George Eliot (…). Pero ahora tú eres como un clásico perdido y recuperado que ella hubiera leído, y que se reflejara débilmente en su obra. Porque, querida Edith, tú eres más fuerte, más firme y más sutil que todos los otros, tú dices más y dices mejor”.
Mientras que su vida social era de lo más gratificante, su vida doméstica estaba al borde del descalabro. Si desde los primeros años de matrimonio la relación no había cuajado a causa del hosco temperamento del marido, sus numerosas infidelidades —se había gastado 50 mil dólares de la cuenta de Edith en una de sus aventuras extramaritales— anularon cualquier posibilidad de reconciliación.
Seis años antes de la ruptura definitiva, Edith conoció al periodista Morton Fullerton, con el que mantuvo un sonado affaire que duró tres veranos. Por ese entonces, Fullerton llevaba a cuestas, en palabras de la biógrafa Hermonie Lee, “un pesado equipaje”: un controvertido pasado homosexual, un divorcio y un inventario interminable de amantes.
“Es el más inescrutable de los hombres”, le había dicho Edith en una carta a su amigo en común Henry James, y en cuanto el más inescrutable mantenía un romance con ella, también lo hacía con su hermanastra Katherine. Cuando volvió la calma Wharton utilizó su díscola experiencia con Fullerton para concebir Ethan Frome (1911) y Beatrice Palmato, el único cuento erótico que se le conoce.
Los Wharton vendieron The Mount en 1912 y diez meses después firmaron el divorcio. La disolución matrimonial proporcionó a Edith un poderoso leitmotiv que plasmaría en otra de sus obras maestras: Las costumbres nacionales (1913). La protagonista, Undine, abandona a su marido porque siente que el matrimonio coarta sus aspiraciones. Obligada a descender de golpe varios peldaños del escalafón social, se enlista en un exiguo ejército de mujeres —las divorciadas— que lidian a diario contra prejuicios mayoritarios y muy bien arraigados, por su vocación de libertad.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Wharton llevaba viviendo siete años en París. Tiró de contactos en las altas esferas de la política francesa para recorrer la primera línea de batalla en motocicleta. En un telegrama dirigido al editor de la revista Scribner’s, Edith informaba: “He estado en trincheras de dos ciudades bombardeadas. Se nos ha dado la oportunidad que nadie más ha tenido de ver las cosas en el frente”.
Sus crónicas, que al principio fueron publicadas en entregas periódicas, después fueron compiladas en el libro Francia combatiente. En ellas Wharton no solo narra las miserias de las huestes, sino que también describe con pasmosa lucidez cada paraje engullido por la guerra. Cuestiona, además, las sinrazones de un conflicto demencial y procura infundir con su discurso el sentimiento patriótico que los franceses habían dejado de poseer.
Su trabajo en estos aciagos años no se limitó a la corresponsalía bélica. Edith inició una gran labor humanitaria empleando a decenas de mujeres que no recibían la asistencia militar. “Comenzaron siendo veinte —explica Freire—, tejiendo jerséis y calcetines, y terminaron setenta, elaborando lencería de moda”.
Además, organizó una red de recaudación de fondos entre sus amistades, que luego se expandiría a diversas ciudades norteamericanas; edificó tres albergues, un depósito de ropa y un banco de alimentos para servir a más de cinco mil refugiados. Fundó cuatro hospitales en los que se atendieron a más de 100 mil personas. Entre 1914 y 1918 Wharton había creado alrededor de ocho mil empleos y los refugiados favorecidos por su labor superaban los treinta mil.
Su tenacidad fue distinguida con la Legión de Honor francesa, el mayor reconocimiento que el país galo concede a todo aquel que demuestre “méritos extraordinarios en servicio de la nación”. La intensidad con la que Edith había servido terminó por resentir su salud: fue diagnosticada con anemia y agotamiento severo. En 1916 —el mismo año en que el infierno se había instalado en Verdún— Wharton sufrió una fuerte crisis cardiaca.
La advertencia era clara: Wharton debía abandonar el mundo real que le estaba consumiendo para volver a lo suyo: la escritura de ficción. Sus inquietudes narrativas le pedían a gritos pasado, infancia, Nueva York… Su rehabilitación, que duró siete meses —entre septiembre de 1919 y marzo de 1920— tuvo un nombre: La edad de la inocencia.
La nueva historia concebida por Wharton podía resumirse así: un joven abogado —Newland Archer— está a punto de casarse con una de las señoritas más hermosas de la ciudad, May Welland. Archer se siente tan seguro de sí mismo y de su futuro al lado de esa ninfa virginal, que no sospecha ni por asomo que el irrelevante encuentro en la ópera con Ellen Olenska, la seductora prima de su prometida, acabará poniendo todo patas arriba.
Ellen es, por unanimidad de la crítica, el alter ego de Edith Wharton. Una mujer autosuficiente que no se amedrenta ante el escarnio público que le supondrá el divorcio. El amor entre Ellen y Newland no es suficiente para que este renuncie a los planes que su pacata sociedad tiene previsto para hombres como él. Esclavo de las convenciones, se casa con May y deja escapar, como un clásico héroe whartoniano, la gran oportunidad de su vida.
La agresiva campaña de promoción que llevó a cabo la editorial Appelton y Company situó a La edad de la inocencia entre los libros más vendidos de Estados Unidos. En 1921, y para disgusto de unos cuantos que no toleraban el triunfo femenino, fue galardonada con el Premio Pulitzer. La novela tiene tres adaptaciones en el cine: un filme mudo rodado en 1924; otra, de 1934, dirigida por Phillip Moeller y con un éxito de taquilla nulo y, una magistral versión de Martin Scorsese, estrenada en 1993.
Para 1924 Wharton era una celebridad. El Pulitzer y su doctorado honoris causa por la Universidad de Yale —otra vez, fue la primera mujer en obtenerlo— le obligó a convivir de mala gana con la fama. Entre sus millones de admiradores había uno muy devoto: Francis Scott Fitzgerald. El novel escritor había intentado por todos los medios tener un encuentro con ella —es muy popular la anécdota de cómo un día en que ambos escritores coinciden en la editorial Scribner, él cae literalmente rendido a sus pies—, mas no lo consiguió hasta 1925, el año de su propio triunfo gracias a El gran Gatsby.
Edith invitó a Scott a su nueva residencia en la comuna francesa de Saint Brice. Fitzgerald aplacó el nerviosismo que le producía la cita con unas cuantas copas. Su locuacidad de sobremesa y sus obscenas historias de burdeles no convencieron en absoluto a su anfitriona. El encuentro fue tan humillante que jamás se volvieron a ver.
En su última década Edith continuó siendo una escritora prolífica y, a pesar de que ninguno de sus nuevos títulos causó el furor de La edad de la inocencia, obras como Sueño crepuscular (1927) y Los niños (1928) le mantuvieron firme en las ligas mayores de la literatura anglosajona. Fue, además, miembro de la Academia Americana y del Instituto Nacional de las Artes y las Letras.
En sus memorias publicadas en 1934 con el título de Una mirada atrás, Wharton se dedica ampliamente a recordar su afecto hacia Henry James y Walter Berry. Apenas habla de su aciago matrimonio, sus depresiones y su divorcio. Cero referencias a Morton Fullerton. Los episodios más tormentosos de su pasado desaparecen detrás de frases como “nazco feliz cada mañana” o “soy una incorregible amante de la vida”.
El 13 de agosto de 1937, en la sección de obituarios del New York Times, apareció la siguiente nota: “La novelista americana, Edith Wharton, falleció en la tarde de ayer, en su villa de Pavillion Colombe, en Saint-Brice-sous-Forèt, Francia. Gozaba de, relativamente, buena salud cuando ayer por la mañana, sufrió un ataque de apoplejía del que no recuperó la conciencia. Murió a las cinco y treinta de la tarde, acompañada por su amigo, el señor Royall Tyler”.
La partida de Edith ya se presagiaba en junio, cuando fue descubierta su arterioesclerosis y sobrevivió a varios ataques al corazón. Casi ciega, compartió sus últimos días con sus amigos Ogden Codman y Robert Norton. También con sus perros, esos amados seres en los que veía “el atisbo de una edad perdida de la humanidad”.
En 1938 Marion Mainwaring terminó su obra inconclusa Las bucaneras, y en el cuadragésimo aniversario de su muerte, vio la luz Atado y suelto, una novela de cuando Edith tenía catorce años y no era Edith, sino Pussy, la tímida y solitaria Pussy.