Por Jorge Ortiz.
Edición 446 –julio 2019.
El hombre (alto, pálido, huesudo, de expresión trágica y ademán exhausto) no podía ocultar su enfermedad ni disimular sus síntomas: tosía sin parar, con una tos ronca y cavernosa que retumbaba en toda la librería, en el centro de Londres. Iba a presentar ese día, 8 de junio de 1949, un libro cuya escritura le había tomado un año largo y lleno de penurias y de cuyo resultado final no estaba del todo satisfecho: “la idea es buena, pero la ejecución podría haber sido mejor si no lo hubiera escrito afectado por la tuberculosis”, según le dijo a su editor al entregarle el manuscrito, sin demasiadas expectativas. Pero cuando murió, siete meses después, el 21 de enero de 1950, de su libro ya hablaba todo el mundo.
Por entonces aún estaban sangrantes las heridas terribles que había dejado el cuarto de siglo más atroz de la historia humana, iniciado con unas dictaduras absolutas que trastornaron el planeta y lo lanzaron a una guerra global en la que murieron más de cincuenta millones de personas, víctimas de las armas más devastadoras, como las bombas atómicas, y de los instrumentos más siniestros, como los hornos crematorios. Y la pesadilla todavía no había terminado, porque Stalin seguía vivo y la Guerra Fría recién empezaba.
George Orwell, que tal era el nombre literario de ese hombre pesimista y enfermo que presentaba su libro en Londres, no intentó hacer una profecía sino una advertencia: el mundo corría el peligro de repetir esas décadas trágicas si volvía a caer bajo las ensoñaciones multitudinarias que causan líderes iluminados que anuncian la redención y llevan a los pueblos al totalitarismo. Como en el libro de Orwell le sucedía a Eurasia.
Allí, en esa sociedad obscura y desdichada, Winston Smith trabajaba en el Ministerio de la Verdad como un empleado de tropa dedicado a cambiar el relato del pasado, para reescribir la historia según las necesidades del ‘Gran Hermano’, que es la autoridad mayor y el juez supremo, que por medio de cámaras omnipresentes todo lo ve, todo lo sabe y todo lo dispone. El hombre común debe acatar silencioso y agradecido las decisiones del partido único, heroico y benefactor, cuyo lema es “guerra es paz, libertad es esclavitud e ignorancia es fuerza”.
Con ese libro lúgubre y perturbador Orwell no pretendió hacer una profecía sino más bien una advertencia, pero terminó haciendo una profecía: los regímenes de Europa Oriental que se establecían por aquellos días en que su libro era presentado cayeron muy pronto en el totalitarismo y la sumisión, e incluso llevaron su modelo, el socialismo marxista, a países de Asia, África y el Caribe. Y después, por cualquier parte, surgieron gobiernos de todo signo que se declararon justicieros y liberadores, y terminaron llenando a sus pueblos de cadenas e ignominia.
Setenta años más tarde, que acaban de cumplirse, 1984, el libro de George Orwell, sigue estremeciendo con su actualidad asombrosa y espantosa: los relatos falsos como los que escribía Winston Smith son las ‘fake news’ de hoy (que, por cierto, tienen más visitas en internet que las noticias verdaderas). Donald Trump lanza mentiras todos los días y su asesora de prensa las llama “hechos alternativos”. El gobierno ruso presenta como un intento por matar a Vladímir Putin el derribo de un avión en Ucrania efectuado por sus propios milicianos. Xi Jinping hace borrar de la historia china la matanza de la plaza Tiananmen. ¿Los “dos minutos de odio” de 1984 no se parecen a los sábados de odio que padeció el Ecuador durante más de diez años? Y con el ‘Big Data’, ¿no se está llegando a la ‘policía del pensamiento’ de Orwell? En fin. Winston Smith preguntaba con resignación: “¿cómo saber ahora qué es verdad y qué es mentira si las dos han llegado a ser tan parecidas…?”.