Sonia Delaunay.
Por María Fernanda Ampuero.
Fotografía Cortesía Museo Thyssen-Bornemizsa.
Edición 425 / octubre 2017.

Sonia Delaunay es un largo vestido de verano. Y un amor que nace en verano. Y las puestas de sol que los amantes ven juntos. Y una sala de baile donde una mujer feliz lleva un vestido de verano. Sonia Delaunay es un día de fiesta en la gran ciudad; París, por ejemplo, o en el pueblo más remoto de Ucrania. La luz que no discrimina. La elegancia de cada uno. Y es muchas más cosas, ya verán.
Supongo que quien no ha sido feliz en la infancia busca la felicidad —y la belleza se parece tanto a la felicidad— como un animal de caza el resto de su vida. Sarah Ilínichna Stern, más tarde Sonia Delaunay, nació en Hradyzk, Ucrania, en 1885. Sus padres, ya con tres niños, no tenían posibilidades para dar de comer a una boca más, aunque fuera la boca pequeñita de Sarah Ilínichna, así que la enviaron a la casa de sus tíos maternos que no tenían hijos. El primer exilio: el de su casa, del cariño de sus padres y hermanos, de su pueblo.
En su nuevo hogar, ella descubrió el arte porque su tío, abogado en San Petersburgo, era un gran coleccionista, un lector exigente y un conocedor exquisito que planeaba las vacaciones en Italia, Suiza, Alemania, para visitar museos y recorrer los circuitos artísticos de la vieja Europa. Sin embargo, la niña, la jovencita, la mujer, la anciana que ella fue nunca olvidarían Ucrania. En una larga entrevista de 1978, a sus 93 años, la artista dijo: “Me atrae el color puro. Colores de mi infancia, colores de Ucrania. Recuerdos de las bodas, campesinos de mi país, en los que los vestidos rojos o verdes, con las muchas cintas que los adornaban, volaban por los aires”.
La nostalgia de la belleza es más poderosa que la belleza.
Si algo nos han enseñado los cuentos, y más los cuentos rusos, es que nunca se sabe cómo van a resultar nuestras vidas. Gracias al dinero de sus tíos, lo que sus padres jamás hubieran podido costear, la joven ucraniana amante del arte aprendió francés y alemán, y cómo moverse entre la aristocracia sin pedir permiso. Además, pudo viajar a Alemania primero y luego a París a estudiar dibujo y grabado, o sea, pudo convertirse en Sonia Delaunay. Esa artista de talento descomunal, ubicuo, elástico, ingenioso, que pudo hacer desde óleos hasta sombrillas, trajes de baño, abrigos y mobiliario, tuvo un origen de superviviente.

Quizás por compartir apellido con su marido, también artista, Robert Delaunay, Sonia es hoy algo desconocida. La historia del arte que, después de las guerras, se volvió conservadora, empezó a priorizar la pintura por encima de las artes aplicadas y la fama pasó al marido, pintor. Porque para esa historia, Sonia era apenas una diseñadora, una mujer que hacía trajes de moda, una artesana de objetos. La dictadura de los cánones.
El madrileño Museo Thyssen-Bornemizsa ha decidido corregir ese error de la historia del arte con un homenaje: una muestra monográfica de su trabajo, lo nunca antes visto, la maravilla de sus colores. Una empresa enorme: traer a Madrid la delicadísima ropa, los textiles, los objetos y las obras iniciales de la artista, como Philomène (1907), en la que sus colores vivísimos y sus estampados de flores empiezan a convertirse en marca de la casa.
EL ARTE DEL DISEÑO
En París la jovencita, definitivamente enamorada de la paleta de Vincent Van Gogh y de Paul Gauguin y del expresionismo alemán, pintó obras como la ya mencionada Philomène y quedó marcada por el fauvismo, el movimiento del color salvaje, el estilo que cultivaba, por ejemplo, Matisse. Era una época increíble para estar vivo y para estar vivo en París. Un detalle nada más: no era fácil ser mujer. Sonia tenía que regresar a Rusia después de sus estudios, pero pudo quedarse en Europa y convertirse en la artista que conocemos gracias a un matrimonio de conveniencia con su querido amigo homosexual, el galerista Wilhelm Uhde.

Ya a sus anchas en ese París —el de los locos años veinte—, más libre casada que soltera, Sonia entró en el círculo de Braque, Picasso, Derain y Vlaminck. La crème de lacrème. Su talento le ganó el respeto de todos, pero más el del pintor Robert Delaunay, con quien las preocupaciones artísticas se convirtieron en indivisibles del amor: son el amor.
Como escribe la periodista Estrella de Diego: “Al lado de Robert crece Sonia, igual que Robert crece al lado de Sonia. Lo cuenta el poeta Apollinaire, amigo de la pareja, de ese modo magistral en el que describe las cosas: Cuando se despiertan, los Delaunay hablan pintura. Es una frase en la cual se cuenta el relato completo: la idea de levantarse juntos y hablar no ‘de pintura’, sino ‘pintura’, como quien habla el lenguaje de los colores que ambos entienden, aman y comparten”.
Los Delaunay empiezan un matrimonio en el que la obsesión es el color, llevar el cubismo un paso más allá a través de la paleta cromática: color contra la rigidez del mundo. Como una artista es una artista aunque esté amamantando o haciendo un puré, la flamante madre Sonia Delaunay decide hacerle una colchita a su primogénito y esa colchita, que a Madrid no pudo viajar por la delicadeza y fragilidad de su tejido, va a ser el origen del patchwork o de sus famosos ‘vestidos simultáneos’. Allí arranca su verdadera impronta: el arts and crafts —artes aplicadas— que defiende que no es más importante un lienzo que un jarrón o que un juguete para la expresión artística.
Ya anciana, Sonia Delaunay contó la historia de la colchita: “Le hice una colcha con trozos de tela a mi hijo Charles. Así lo hacen las campesinas rusas. Al ver cómo estaban colocados estos fragmentos mis amigos exclamaban: ¡pero si es cubista! Y he seguido aplicando a otros objetos esa forma de construir”.

El arte se convierte en un juego muy serio en el que se pierden las fronteras entre géneros y un libro, por ejemplo, se transforma en una pintura o en una tercera cosa, artística hasta la médula, hermosa. La prosa del transiberiano y de la pequeña Juana de Francia (1913) es el resultado de la colaboración entre Sonia Delaunay y el poeta suizo Blaise Cendrars, a quien Sonia conoció en la casa de su amigo Apollinaire. El verso libre de Cendrars baila con los sofisticados retazos de colores de Delaunay, el comienzo de lo que después fueron los trajes poemáticos o los vestidos poemas, alianza con las letras de Tristan Tzara, Vicente Huidobro o Ramón Gómez de la Serna.


No hay gente tan vanguardista como los Delaunay. Por el salón de su casa en París, decorada por supuesto en el estilo simultáneo, es decir, colores opuestos buscando contraste, pasa el cambio de siglo con su ruido de ebullición y de carnaval. El astro de esa casa es, sin ninguna duda, Sonia Delaunay. El escritor español Guillermo de Torre la describe de esta manera en 1923: “¿Quién ha sido el hada generosa que con las solas llaves de sus manos ha abierto la prisión, dejando que se desparramen los colores en nuestra casa y nuestro indumento, como una bandada de niños o de pájaros?”.
De la increíble cabeza —siempre perfectamente cubierta por un sombrero de su invención— de Sonia aparecieron diseños de ropa que hoy, cien años después, si la pusieran en el escaparate de una tienda exclusiva, volarían en cuestión de minutos. Extraordinariamente moderna, ella, que vivió también en Portugal y España, diseñó vestuario de ópera y ballet, vistió a la actriz Gloria Swanson y creó colecciones de abrigos y vestidos que luego manufacturaron en serie los grandes almacenes Mertz & Co.
Además, diseñó salas de teatro, vistió a la realeza española con deliciosos trajes veraniegos, abrió un diálogo con la literatura, la arquitectura y con la música —el color es poesía, es forma y también es ritmo— y ayudó a miles de mujeres y de hombres a encontrar la libertad a través de la creatividad. Sonia Delaunay, una fiera, un hada, una genia, una luz; elevó la artesanía, la creación de objetos, la confección de ropa a categoría artística. “Me divierto con todos los encargos que nos hacen a Casa Sonia”, dijo, refiriéndose a la casa de diseño y decoración que abrió en Madrid. “Es un trabajo noble, tan noble como una naturaleza muerta o un autorretrato”.
En la foto de 1970 que cierra la exposición, Sonia Delaunay está en su estudio, de perfil, como mirando algo que está fuera de cuadro: ¿tal vez su vida? Sus ojos parecen algo tristes, pero una media sonrisa de satisfacción aparece en su cara. Si fantaseáramos con lo que piensa, podríamos decir que por su cabeza pasa su increíble historia, tan única como sus diseños. Parece también pensar: hice lo que me dio la gana. Y lo dice esta guayaquileña afincada en Madrid, cuando el tiempo ya juega en nuestra contra, esas son las únicas palabras que deberíamos aspirar a decir antes de que venga la muerte, tan poco colorida, a llevarnos a su casa.