Por Juan Pablo Meneses
Fueron tres patadas seguidas y en el suelo. Ahí estaba el bulto, inerte, sin reacción a los golpes, tirado en la mitad de la Estación Sur de Autobuses de Madrid. Ninguno de los pasajeros que caminaba por el terminal se detuvo en la escena violenta. Pasaban por el lado, corriendo hacia un bus o hacia la ciudad. Ocupados en comenzar o terminar un viaje y sin tiempo para detenerse en otros golpes. Además, parecía una pelea demasiado íntima para interrumpirla. Una riña interna de esas que es mejor mirar de reojo, sin entrar a separar. Las patadas dolían. Hasta ese momento, nunca se me habría ocurrido que podía terminar golpeando a mi propia mochila.
Llevaba más de tres mes de viaje y la mochila pesaba más que una vida. Después de toda una noche arriba de la carretera, la llegada a la Estación Sur significaba esperar mi equipaje, pasar el comprobante, darle una propina al maletero y tomar la mochila para cargarla. Otra vez. Pero tras el segundo intento, con la carga trisando mi espalda, mi reacción descontrolada era señal de algo de mucho más peso: la crisis del mochilero.
Las cosas habían comenzado mucho más pacíficas. Casi idealistas. Antes de partir, me convencí de que no hay edad para irse a mochilear. Eso pensaba cuando, a los 30 años, sentí que había llegado la hora de comprarme una mochila y viajar por mi cuenta, a bajo presupuesto, sin tiempo de regreso, solo y lejos.
Hasta entonces, había tenido veraneos. Muchos y buenos. Pero las vacaciones, por mucho que sean con mochila, comiendo barato y durmiendo en carpa, nunca terminan de ser más que un veraneo. Un recreo. Mochilear, pensaba en esa época, asumía un desafío mayor. Un juego de riesgo. La adrenalina de ponerte a prueba sabiendo que, tal vez, en la aventura se podían quemar los puentes y los libros y el auto y la polola y la familia y todo lo que habías dejado al partir. O, si había suerte, no se quemaban más que tus ganas de viajar con poco y la vuelta estaba todo intacto. Mochilear convertido en un verbo alcaloide. Como una ruleta rusa. Como una prueba.
Lo primero fue comprarme la mochila. Consulté a viajeros expertos, extremos, y me recomendaron una casona de avenida Italia con equipajes resistentes. Con los billetes en el bolsillo, llegué hasta la tienda Lippi que entonces todavía era una marca secreta y de montañistas. Entre cuatro modelos, elegí una de 70 litros, cosida a mano, con garantía de 10 años y de color rojo. Me gustó la elección. Estaba contento. Salí de la tienda con la mochila desinflada, en una bolsa, escondida como si fuera el arma para un plan secreto. Así lo vivía.
La selección del destino fue más fácil: España, como primera escala de un pasaje ida y vuelta de cuatro meses. En esa Madrid cara, exitosa, llena de trabajo y de inmigrantes, conseguí un hostal barato como primer destino. Tenía poco dinero, pero eso nunca es impedimento para mochilear. Al contrario. Además tenía ganas, tenía adrenalina, tenía un computador portátil nuevo y una cámara de fotos de esas que recién salían al mercado, unas que les decían digitales y que tenían 3,3 megapíxeles.
La salida del país fue tranquila. Estaba feliz cargando mi mochila roja y un equipaje de mano con mi oficina portátil. Nada me pesaba entonces. Jamás habría pensado en las patadas.
El primer mes fue una suerte de luna de miel mochilera. Después de Madrid, vino Aguaviva, un pequeño pueblo de Aragón, adonde llegué haciéndole dedo a un camionero que me hablaba de lo bien que estaba España y de los tantos inmigrantes que se estaban viniendo a trabajar. Viajar gratis en un camión, con la mochila dentro de la cabina y la España del interior por la ventana podía ser una formidable postal mochilera. Si a eso le sumaba que iba en busca de una buena historia, y que mis ahorros de viaje los gastaría en un perdido hotel para escribir una crónica, pocas cosas podían ser mejor. En Aguaviva se estaban muriendo los viejos, y para que el pueblo no desapareciera, el alcalde había importado familias argentinas, menores de 40 años y con muchos hijos. Quería contar esa historia, pero como pasa con los mochileos, también estaba escribiendo la mía.
De Aguaviva pasé a Benicasim, donde me quedé escribiendo en un gigantesco Hostelling International a pasos del mar. Era temporada baja, y por pocos billetes me conseguí una suite. De ahí vino Castellón, cuando Martín Palermo jugaba en el Villarreal. Siguió Valencia, en un hotel barato, al lado de la Plaza de Toros, desde donde escuché completo un concierto de Julio Iglesias en una gira de regreso a España. Siguió Barcelona, con la mochila acumulando peso y más peso y demasiado peso. También vino Pamplona, San Fermín, escapando de los toros como si fueran fantasmas del pasado que esperaba en casa. Correr, correr y correr para salvarte, para escapar, como se hace en los mochileos. En Pamplona fue la primera ciudad en la que dormí abrazado a mi mochila.
La formula comenzaba a dar resultados. Escribía historias que se me cruzaban y podía sobrevivir de eso para seguir viajando. En medio de aquel mochileo de los 30, de aquella vida de bajo presupuesto por Europa, es que nace el periodismo portátil: esa forma de hacer periodismo en cibercafés, donde lo importante era contar lo que se veía para poder seguir viajando.
El problema comenzó a ser el peso. Cada vez mi equipaje pesaba más. Cuando uno sale a jugarse el todo o nada no sabe, no entiende, no cree que algo tan doméstico como la física pueda determinar un cambio de planes.
Mientras mi equipaje ganaba peso, me iba cruzando con viajeros de bajo presupuesto. En los aeropuertos, las estaciones de trenes y las terminales de buses, miraba las mochilas de los otros compañeros de ruta. Muchos llenaban sus equipajes con banderas de los países o ciudades que iba visitando. Una suerte de membrecía impostada, que hacía de la experiencia viajera una redundancia coleccionable. El viaje como una acumulación de destinos siempre me ha parecido un ejercicio más de vacaciones que de mochileo.
Mi mochila roja era un compendio de bolsillos, cierres, huinchas. Los zapatos tenían su propio compartimento, debajo de todo, igual que en las personas. En el bolsillo de más arriba, en la cabeza, llevaba el pasaporte, una libreta de apuntes y el ticket de regreso a Chile.
Fue en un viaje por tierra entre Lisboa y Madrid que la situación se puso crítica. Caminar con ese refrigerador rojo en la espalda se hacía difícil. Pensar que, en poco tiempo, debía volver a Santiago se hacía imposible. Cuando metí la mochila al bus, la situación ya era límite. En Portugal había pasado buena parte de los recorridos arrastrando la mochila más que cargándola. Su peso, el peso, como un ancla eterna que me recordaba que debía volver pronto. Su peso, el peso, como un piano sobre la cabeza.
Por eso, al recibir mi equipaje en Madrid, vino la pateadura. Pegarle a la mochila no solamente era la impotencia de no poderme el equipaje. Era, de cierta forma, comprobar que había puentes que ya se habían comenzado a quemar.
La crisis del mochileo no era solamente por el peso del equipaje. Parecía que, como terminó pasando, después de esa pateadura en Madrid las cosas iban a cambiar. De ahí vino San Sebastián, Bilbao y parte de la Francia vasca. Vino París y Nimes. Siempre escribiendo lo que veía, para venderlo y seguir viajando. Siempre creciendo el peso de la mochila.
Salvo en Madrid, nunca más volví a patear la mochila. Tampoco volví a dormir abrazado a ella.
Barcelona apareció, otra vez, como un destino post Francia. Pero ahora era distinto, porque llegué a la ciudad con la decisión casi tomada. Ahí, en un hostel del barrio Gótico catalán, con la mochila debajo de mi cama, aporté a perder mi vuelo de regreso a Santiago.
Después de varias semanas viviendo en un dormitorio gigante con 10 camarotes, donde todos pasaban en plan de fiesta mochilera y el promedio de residencia de los pasajeros era de dos noches, entendí que había perdido. Que ya no podía volver como si nada, intacto, feliz de la vida de un recorrido con mochila. Lo sabía antes de partir. Eran (son) las reglas del juego, del viaje, de la ruleta rusa.
Olvidarme de volver era lo mismo que adoptar esa nueva ciudad como mi campamento base.
Lo primero que tenía que hacer era quitarle peso a mi mochila. Adelgazarla. Hacerla liviana otra vez, para poder movernos mejor.
Arrendé una pieza en Raval y apenas pude vaciar la mitad de la Lippi roja en un lugar fijo, sentí el alivio poscrisis. Barcelona como lockers donde ir dejando cosas, como un punto de partida más cercano que Santiago. Vivir del periodismo portátil era, entonces, vivir del mochileo. Profesionalizar el equipaje como parte de tu destino. La oficina, los viajes y la mochila como uno.
El tiempo pasó tan rápido como crecían las ganas de no volver. Las semanas fueron meses y los meses años. Conocer ciudades nuevas se transformó rápido en una adicción de la que cuesta mucho rehabilitarse. Vivir con el cinturón apretado, y mirar los restaurantes desde afuera, me parecía justo. Seguía mochileando y vivía de una apuesta. Nunca quise trabajar en nada que no fuera escribir y ahí estaba el desafío. En rigor, mi plan no era sobrevivir en Europa (para eso bastaba lavar platos o pintarme de estatua humana), sino sobrevivir escribiendo. Vivir de esa oficina portátil que llevaba en mi mochila.
Dos años duró mi mochileo por Europa. De pronto, con la misma casualidad de la llegada, me fui a otra ciudad, en otro país, en otro continente. Mi mochila Lippi Roja quedó en Barcelona, en la bodega de una amiga. Cada tanto hago memoria del lugar donde está, para no olvidarme.
Nunca miro fotos de mis mochilas, porque no tengo. Tampoco miro fotos de ese viaje. A Chile regresé recién después de 10 años de partir. No sé cuánto tiempo, porque si hay algo que se aprende de viajar solamente con mochila, es eso. Estar donde uno quiere, hasta que dure.