A pesar que el 40% del agua que consumen los quiteños proviene del Parque Nacional Cayambe Coca y la Reserva Ecológica Antisana, ubicados al este de Quito y pertenecientes a las parroquias Cuyuja y Papallacta del cantón Quijos, hasta hace poco estas parroquias no contaban con un servicio confiable de agua potable.
Elsa es un torbellino que viste pantalones y calza botas. Su andar es como el de una niña entusiasta y descomplicada. Sostenida por unas piernas recias, baja por la lodosa loma de su predio a un ritmo marcado. Entra a un invernadero. Transita por un tramo acanalado. Recoge babacos y tomates de árbol. Aligera el paso. Un grupo de personas ha llegado a visitarla. Les muestra el fruto de su siembra. Les regala babacos y tomates de árbol. Juntos regresan a la parte alta. Se detienen afuera de su casa, al pie del carretero. Ella les ofrece jugo. Les aclara que usó agua hervida para prepararlo. Se apura en explicarles que, pasando un día, hierve un bidón de veinte litros para cosas como estas: los jugos.

Elsa tiene sesenta años y vive en Cuyuja, una parroquia rural del cantón Quijos, en la amazónica provincia del Napo, localizada en la latitud 0º, a 2415 metros sobre el nivel del mar, en un punto donde los Andes empiezan a rendirse ante la Amazonía.
Está ubicada entre la Reserva Ecológica Antisana y el Parque Nacional Cayambe Coca, en un complejo sistema hídrico, con cauces que nacen en los glaciares del volcán Antisana. Una seductora geografía y su cercanía a Quito —está a 86 kilómetros de esta ciudad— motiva a operadores turísticos locales y de la ciudad capital a promocionarla como un lugar ideal para hacer escaladas. Mirar arriba en este lugar puede ser un desafío. Lo es aún más poner la vista en tierra firme.
En esta parroquia el cambio climático ya ha dejado ver algunos de sus efectos —aluviones, deslizamientos, lluvias y heladas extremadamente intensas— aunque también, paradójicamente, resultó ser la circunstancia que trajo a su gente un derecho humano que le había sido negado: agua segura.
Aunque no para todos
Elsa habla alto. El nasal y agudo timbre de su voz rasga el silencio de aquel paisaje de montaña. Habla rápido. Al presentarse, parece querer contarlo todo: “Mi nombre es Elsa Fanny Cruz Chicaiza. Casada hace unos 42 años con Gustavo Enrique Maniquio Maniquio. Tengo tres hijas…”.
Los recuerdos de la niñez de Elsa están marcados por el agua. “El agua en Cuyuja era pésima, pésima, pésima”, repite. Y explica que solo se accedía a esta mediante mingas. “Se la cogía de una vertiente. Mis papás iban a las mingas y no sé cuántos metros tuvieron que cavar en la cuneta para enterrar la tubería.
También tomábamos agua de la acequia. Por la casa de mi mamita bajaba una acequia y de ahí se tomaba el agua que servía para lavar la ropa. Cuando llovía se recogía el agua en tanques… Justo la acequia también bajaba por la escuela, entonces, los niños tomábamos también esa agua”.

No le es fácil olvidar aquella vez cuando, a los ocho años, se enfermó gravemente. “¡Me dio una diarrea tremenda! No vivíamos en el pueblo y como no había ni medicinas y no había nada para salir a Quito, porque los carros no llegaban hasta aquí, un señor, que en paz descanse, le regaló a mi mamita un frasquito que había comprado en Quito. Eso me tomé. Boté en abundancia los bichos, los parásitos. Todo por el agua, pero qué podíamos hacer”.
Actualmente, en Cuyuja hay un centro de salud pública donde se atiende a los enfermos, y con el paso de las décadas la calidad del agua mejoró. Aunque no lo suficiente. El Ministerio de Salud reportó en 2020 que entre las enfermedades más frecuentes que ahí se atienden —además de las respiratorias que son comunes en este clima— están la parasitosis intestinal, diarrea y gastroenteritis “de presunto origen infeccioso”.
En 2021, en un informe técnico del proyecto regional Adaptación a los Impactos del Cambio Climático en los Recursos Hídricos de los Andes (Aicca), se describe el agua de Cuyuja como “un agua con alta turbiedad, presencia de lodo e insectos, especialmente en los meses de lluvia”. También se menciona que “la turbidez es muy difícil de remover con los procesos de tratamiento”.
Una coincidencia y este tema de la agenda global —la lucha contra el cambio climático— jugaron a favor de esta parroquia con tal servicio básico; y de su vecina Papallacta, también parte rural de Quijos. Una maraña que podría explicarse así:
Ecuador y otros Estados andinos (Colombia, Perú y Bolivia) crearon en 2015 el proyecto Aicca, con recursos del Fondo Mundial para el Medio Ambiente (GEF, por su sigla en inglés), canalizados a través del Banco de Desarrollo de América Latina (CAF) y ejecutado por el Consorcio para el Desarrollo Sostenible de la Ecorregión Andina (Condesan). El programa, que se enfoca en los sectores que cada país considera prioritarios y que en el Ecuador es la generación hidroeléctrica a pequeña y mediana escala, ha intervenido en dos zonas: la cuenca del río Victoria y la del río Machángara. Cuyuja y Papallacta se encuentran en la zona de influencia de la primera.
Esta parte del proyecto Aicca en el Ecuador se diseñó en torno a la hidroeléctrica Victoria. Un criterio que tocó a la población de estas parroquias, que adquiere, según este programa, un nuevo rol. Un texto de la página web del proyecto se refiere a este como uno que busca contribuir a la adaptación al cambio climático del sector hidroeléctrico identificando la importancia de la preservación de los ecosistemas, la biodiversidad y el bienestar de las personas asentadas en las cuencas hídricas, “como pilares indispensables para la sostenibilidad energética”.
Así, se destinaron fondos para la potenciación de los sistemas de agua potable en ambas parroquias. Esta vez tomando en cuenta las condiciones climáticas del sector. Siendo “coherentes con el entorno”, dice Homero Hidrobo, técnico del proyecto.
En ambas parroquias se cambió el sitio de captación. También se reemplazaron las tuberías de conducción, se potenciaron los desarenadores —que separan hojas y piedras—, se instalaron plantas de potabilización, se cambiaron las líneas de distribución, las acometidas. Al municipio local se le encargó la instalación de medidores en los domicilios.
En este país al que el Banco Mundial ubica desde 1953 en la lista de los países de renta media —hasta 2008 estuvo entre los de renta media baja y desde entonces ocupa un puesto entre los de renta media alta—, el Ministerio de Ambiente, Agua y Transición Ecológica del Ecuador, que aparece como líder del proyecto Aicca, el 22 de marzo pasado, emitió un boletín informativo en el que llama “beneficiados” a los pobladores de ambas parroquias, al hacer alusión al sistema de agua potable “de calidad y en cantidad en forma permanente”, que se inauguró ese día: el Día del Agua.
Aunque el término potable significa “que se puede beber”, la aclaración que se hace sobre la calidad de esta se camufla ante una especie de error, ficción o verdad a medias que ha acompañado a las referencias estadísticas sobre los servicios básicos de ambas localidades.
El censo de 2010 —la última estadística oficial— señala, por ejemplo, que el 94,41 % de la población de Cuyuja tenía acceso al agua, pero había que mirar de cerca tal cifra —y el agua— para entender que se trataba de agua entubada con un incipiente tratamiento. Que no era potable. Que tal cifra incluía al 42 % de la población que la recibía fuera de la vivienda, aunque sí dentro del predio; y al 11,89 % a la que le llegaba fuera del predio.
Una paradoja

Cuyuja y Papallacta, con una población de casi 1700 personas entre las dos, disponen de una riqueza hídrica excepcional. De esa zona se capta el 38,28 % del agua que abastece la demanda del Distrito Metropolitano de Quito, con 2,7 millones de habitantes. Ahí, la cobertura de agua potable alcanza al 98,56 % de la población, según la Empresa Pública de Agua Potable y Saneamiento de Quito.
La demanda en esta ciudad es alta: doscientos litros diarios por persona. Una estadística que, en diciembre pasado, fue de 250 litros diarios por persona. Esto, a pesar de que el 76 % de su abastecimiento de agua proviene de fuentes ubicadas en otros cantones y provincias. La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha señalado que la cantidad de agua utilizada por cada persona del mundo no debería sobrepasar los cien litros diarios.
La zona de Cuyuja y Papallacta es también una de las fuentes principales de agua para la producción de energía eléctrica de la capital ecuatoriana: además de la hidroeléctrica Victoria, está la Quijos. Ambas, manejadas por la Empresa Eléctrica Quito. Esta, a través de Hidrovictoria, es socia y miembro del Comité Nacional del Proyecto Aicca. El de Cuyuja y Papallacta es un caso de (in)justicia climática como aquellos que se tratan en las cumbres anuales de Naciones Unidas.
Diego Quishpe, jefe técnico nacional de Aicca, admite la paradoja: “Se les dice que deben cuidar esta zona porque es de importancia para Quito, pero, cuando hacemos el balance, ellos no tienen las mismas condiciones de la capital. El primer análisis es que tenían una gran cantidad de recursos, de agua, pero no tenían agua potable. Con el cambio climático se habla mucho de la justicia climática. Por eso estamos tratando de cerrar la brecha”.
El agua potable “de calidad y en cantidad en forma permanente” alcanzó al 64,07 % de los habitantes de Cuyuja. La población que habita en la cabecera parroquial. Como Elsa vive en las afueras, en el sector San Víctor, no recibió ese “beneficio”.
La mujer está acostumbrada a enfrentar los riesgos y trabajos de una vida sin agua potable. A adaptarse a las circunstancias.
Elsa nació en la comunidad indígena Toacaso —hoy parroquia rural de Latacunga—, en la provincia de Cotopaxi. De ahí se mudó con su familia cuando tenía siete años. Dejaban atrás las condiciones de pobreza que entonces se vivía en ese sitio. Una pobreza de páramo.
En la búsqueda de una nueva vida, la familia de tres hijos tomó una decisión: los padres se instalaron en Guango, un sector rural de Cuyuja, donde los padres fueron a trabajar “comprando bosque”, talando los árboles para llevar la madera a vender a Quito. Mientras, los niños se quedaron al cuidado de unos tíos en Latacunga, estudiando.
Separarse fue la forma resiliente que esta familia encontró ante la circunstancia social y económica que vivía.
Elsa y sus hermanos pasaban con sus padres durante las vacaciones y, por eso, palparon la realidad de aquella parroquia donde el agua era “pésima, pésima, pésima”. Los hijos migraron definitivamente a Cuyuja cuando sus padres se trasladaron a vivir al centro poblado. Ella tenía once años.
Sus padres la mandaron a estudiar los últimos años de la secundaria a Quito. No la terminó. A los dieciocho años se enamoró, se casó y regresó a vivir a Cuyuja a un terreno que les prestó su suegro, en la segunda línea del carretero. Ahí, ella y su esposo levantaron una covacha. La hicieron de un plástico flexible similar al que se usa como techo en los invernaderos. Así estuvieron hasta que consiguieron planchas de zinc y madera y construyeron una casa. Su marido aserraba y sacaba madera para vender. Ella bajaba al carretero con los animales, a vender la leche. “Era duro, pero como uno era joven, tenía fuerzas”. La pareja compró un terreno en el que sembraron hierbas y maíz. Luego, otra finquita. Les dieron educación a sus hijas. Ellas estudiaron en la universidad… Elsa se alegra al hablar. Habla alto y rápido. Parece querer contarlo todo.
Hay un recuerdo que le corta la alegría. Hace unos cuatro años —dice— se trazó una vía de acceso para una central hidroeléctrica que pasó por su terreno. “Dijeron que nos pagarían cinco mil dólares de indemnización por dos hectáreas. Nosotros, por ser ingenuos, por no saber las leyes y por no tener plata, porque estábamos desfinanciados, hicieron lo que les dio la gana. Pasaron por ahí con el tractor. En una esquina del establo quedó todo cuarteado.
Botaron los árboles que teníamos, que, en 35 años desde que compramos la finca, nunca tocamos. Es como estar viendo ahorita. Me duele al recordar que yo, parada en la loma, el tractor botaba esos árboles. Cuando pasó por la mitad de esos bosques, desviaron el agua que teníamos para que nuestras vacas tomen. Dijeron que iban a poner el agua en otro lugar, pero nunca dejaron haciendo nada”.
En los últimos siete años las lluvias se han vuelto más intensas en esta zona. Cultivar al aire libre ha sido casi un reto. También la comercialización de productos frescos por los continuos derrumbes que afectaron la carretera.
El círculo vicioso en el que los campesinos locales se hallaban se profundizó. Como los cultivos se dañaron o perdieron se refugiaron en la ganadería; como las heladas echaban a perder los pastos, tumbaban más árboles para abrir paso a sus pastizales y alimentar los hatos. En estas tierras, como son laderas, de poca profundidad, el pasto, después de ciertos años, pierde su riqueza y necesitaban comenzar a expandirse para poder darle alimento a los animales”.
Ante la deforestación, los suelos perdieron consistencia y, con las extremas lluvias, cada vez más frecuentes, las pendientes se desmoronaron y se produjeron derrumbes. Las vías colapsaron.
Los bosques fueron afectados. La infraestructura pública, como la hidroeléctrica Victoria, se ve amenazada. La agricultura y la ganadería son las actividades intrínsecas de la economía de estas parroquias. La gente necesita comer.
Este proyecto, que vino de la mano de la coyuntura global climática, repartió 42 invernaderos entre gente de la comunidad y organizó escuelas de campo y talleres para capacitar a los campesinos.
En aquel predio de la lodosa loma, donde Elsa tiene su casa, sus cultivos y los animales que cría: cuyes y aves de corral, solo llega agua que proviene de una vertiente, a través de una tubería, hasta un tanque colocado al pie de un invernadero, una de esas estructuras metálicas de 160 metros cuadrados que entregó Aicca en Cuyuja y Papallacta.

“Antes, como nosotros no sabíamos, también talábamos árboles. En un terreno que tenía arriba, de sesenta hectáreas, teníamos un ganado. Una gran extensión de terreno, pero poco ganado. Ahora hemos mejorado los pastizales, hemos hecho las cunetas, hemos mejorado la genética del ganado mismo. Ya sabemos que no es necesario estirar y tener cuantísimo terreno para tener unas vacas, sino, tratar de mejorar los pastizales. Y otra: en poco terreno, podemos tener un huerto y tener utilidad”.
Elsa no para. Parece un torbellino. Fuera del invernadero tiene más plantas. Hace pruebas de cultivos, ahora que ha aprendido técnicas para hacer su propio abono, ha tenido éxito en el control de plagas. Cuenta que también vende pollos asados que ofrece por WhatsApp, aunque la señal de telefonía celular en esa zona no es buena y hacer negocios se complica. Hace un par de años se contactó con una operadora de turismo que incluyó en su oferta jugos en casa de doña Elsa. Pero a la gente le da miedo tomar esta agua. Entonces abandonó el emprendimiento. “Ya pues, toca seguir. Uno se acomoda”.